En los últimos años, el tráfico en Costa Rica se ha convertido en un calvario diario, alterando profundamente el comportamiento de nuestra sociedad. En este artículo, examino brevemente cómo los fallos inherentes al Estado intervencionista están en la raíz de la crisis de tráfico de Costa Rica —y, por extensión, de la creciente agresividad al volante entre sus ciudadanos.
Los atascos son tan frecuentes que muchos costarricenses han adaptado sus rutinas para hacer frente a este fenómeno, tratándolo como una enfermedad crónica. En algunas zonas, sobre todo en horas punta, recorrer un solo kilómetro puede llevar más de treinta minutos.
La magnitud del problema no es anecdótica. Según el Índice de Tráfico 2025 de Numbeo, San José ocupa el segundo lugar entre las ciudades más congestionadas del mundo, sólo superada por Lagos (Nigeria). A nivel nacional, el Fondo Monetario Internacional sitúa a Costa Rica en el puesto 144 de 162 países en velocidad media por carretera, con apenas 55 km/h. Esta realidad ya está influyendo en las decisiones laborales: según un estudio de PwC (mayo de 2025), la principal razón por la que la gente se plantea dejar su trabajo ya no es el salario, sino la búsqueda de flexibilidad y la posibilidad de trabajar a distancia.
Desde una lógica económica básica, existe un claro desajuste entre la oferta y la demanda de infraestructuras viarias: mientras las carreteras permanecen prácticamente inalteradas, el parque de vehículos sigue creciendo sin cesar. La oferta está controlada por el Estado y se ejecuta a través de procesos burocráticos, licitaciones y monopolios estatales. La demanda, en cambio, responde libremente a las preferencias individuales agregadas.
Un contraargumento inmediato podría sugerir que el gobierno puede alterar la demanda restringiendo la oferta. Surgen dos respuestas: Primero, al estilo de Hoppe: a pesar de la oferta manipulada, el número de coches sigue creciendo. En segundo lugar, si aceptamos ese argumento, sólo demuestra que las ineficiencias del sistema de transporte público —también controlado por el Estado— obligan a los ciudadanos a buscar soluciones privadas, intensificando aún más el problema. La dinámica es clara: la demanda aumenta, la oferta permanece estática, atrapada por las ineficiencias de la gestión gubernamental.
El monopolio estatal sobre las infraestructuras viarias crea incentivos perversos: falta de innovación, ausencia de competencia, retrasos crónicos y barreras burocráticas que impiden una respuesta ágil a las necesidades cambiantes de la sociedad.
Pero el daño no es meramente económico. Como sostienen Hoppe y Bastos, las sociedades libres y capitalistas tienden a suavizar los modales; la cooperación voluntaria y la eficiencia del mercado fomentan entornos más civilizados. Por el contrario, el intervencionismo estatal engendra escasez, fricción social y hostilidad. Pocas cosas lo ilustran mejor que los interminables atascos de Costa Rica.
A menudo se afirma que los malos hábitos de conducción reflejan una deficiencia cultural más amplia. Yo propongo lo contrario: las deficiencias en las infraestructuras —causadas por la ineficacia del gobierno— crean un entorno hostil en el que la gente, por necesidad, adopta comportamientos menos corteses y más agresivos. El estrés y la impaciencia surgen de forma natural cuando el sistema vial no logra satisfacer ni siquiera las necesidades básicas de movilidad. Este deterioro de las interacciones sociales cotidianas erosiona gradual e insidiosamente el tejido social.
Costa Rica —antes conocida por su gente hospitalaria y amable, se enfrenta ahora a una transformación preocupante: los atascos de tráfico están desplazando la cordialidad por la hostilidad, sobre todo en las interacciones relacionadas con los desplazamientos al trabajo. Cuanto más tiempo pasa la gente atrapada en el tráfico, más se extienden estas actitudes, deteriorando gradualmente la calidad de las relaciones sociales.
Ante esta realidad, la respuesta típica es exigir más inversión pública o una administración estatal más eficiente. Pero esto cae en la misma contradicción de la que advertía Hayek: los burócratas no pueden comprender las necesidades y preferencias de millones de ciudadanos dispersos en el tiempo y el espacio. Las decisiones se toman de arriba abajo, sin pasar por la aprobación del consumidor, es decir, del propio pueblo.
Lo verdaderamente relevante no es sólo la pérdida de tiempo o el costo económico, sino la sutil pero profunda transformación de las pautas de comportamiento social. La cortesía deja paso a la impaciencia, y la cooperación se disuelve en competencia forzada por un recurso escaso: el espacio vial. No se trata de un mero problema de infraestructuras, sino que refleja cómo las condiciones materiales impuestas por el intervencionismo estatal acaban moldeando la propia cultura.