Hace unas semanas, durante una conversación de grupo en un ambiente amistoso, uno de los participantes dijo que admiraba a otro por su «gran éxito [económico] profesional». No era un halago ni algo superficial. Era una expresión sobria y sincera —o al menos así lo percibí yo. Sin embargo, la reacción de los demás fue desconcertante: una pausa incómoda, seguida de risas nerviosas y burlonas.
Pero no era sólo burla. También había un sutil aire de superioridad moral. A algunos les pareció que el comentario sonaba materialista —fuera de lugar en un contexto en el que se esperaba que prevaleciera algo más «humano» o «espiritual». Como si admirar el éxito económico fuera de algún modo vulgar, indigno de individuos «cultos».
Esa objeción —a efectos de este artículo— parte de una confusión. Suponer que el éxito económico es superficial es ignorar el hecho de que, en condiciones de libertad, los intercambios voluntarios reflejan decisiones sobre la mejor manera de atender las necesidades de los demás. El éxito económico —cuando no es el resultado de privilegios coercitivos o del capitalismo de amigos— no es mera acumulación, es la expresión visible de la virtud privada traducida en utilidad pública. En ese sentido, no es reductivamente materialista, sino profundamente ético. Su naturaleza ética reside en el hecho de que ese éxito sólo surge cuando otros deciden libremente validarlo con sus acciones.
El malestar no fue espontáneo. Como advierte Agustín Laje, el discurso progresista moderno lo reduce todo a una dialéctica de opresor y oprimido. En ese marco, el capitalista, el empresario —el individuo económicamente exitoso— no es visto como un benefactor, sino como un opresor disfrazado.
Pero esta visión parte de un error fundamental: la creencia de que la economía es un juego de suma cero. Como sostienen los austriacos, el empresario se enriquece previendo mejor el valor subjetivo que algo tiene para los demás. El beneficio no es un signo de explotación, sino de descubrimiento. Rothbard y Mises refuerzan esta idea con una verdad simple pero poderosa: todo intercambio voluntario implica un beneficio mutuo; de lo contrario, no se produciría. El beneficio no es parasitismo; es cooperación.
¿Qué pasaría si alguien encontrara la cura para el cáncer, la vendiera por diez dólares y mil millones de personas la compraran? Esa persona se convertiría en una de las más ricas de la historia y una de las más valiosas. ¿Quién se atrevería a llamarle explotador?
El éxito empresarial también activa ciclos virtuosos. El empresario que tiene éxito crea puestos de trabajo; esos puestos generan ingresos, y esos ingresos se convierten en ahorro o consumo. Ambos envían señales al mercado: qué quiere la sociedad, en qué cantidad, con qué calidad y a qué precio. Como explicó Hayek, ese orden no se diseña: surge. Y como enseñó Israel Kirzner, el empresario es quien descubre y corrige esos desajustes.
Pero el impacto del empresario va más allá de la economía: inspira. En las sociedades con tendencias libertarias, el éxito puede suscitar una especie de envidia positiva. Por el contrario, cuando el éxito ajeno se percibe como una injusticia estructural, lo que surge es una cultura del agravio y el victimismo.
Por supuesto, no estamos hablando aquí del capitalismo de amigos —ese virus estatista que, como advierte Jesús Huerta de Soto, es el verdadero contaminante de la sociedad moderna.
Por eso, cuando alguien exprese admiración por el éxito económico, no lo tachemos de simplista. Tal vez —consciente o inconscientemente— estén reconociendo algo profundo: que en una sociedad libre, el éxito económico legítimo no cae del cielo ni llega por la fuerza. Es el resultado de servir a los demás mejor que nadie. Detrás de cada fortuna hay esfuerzo, riesgo, ahorro, tiempo, descubrimiento, validación y coordinación social.
Y lo que es más importante: no se trata de una visión reducida a lo material. Se trata de reconocer que el auténtico éxito económico es la expresión visible de virtudes profundamente humanas: el esfuerzo, la superación, la responsabilidad intertemporal, el respeto a la libertad de los demás y la capacidad de crear valor. No es una idea frívola. Es una idea filosófica, moral y civilizatoria.
En palabras de Bastos: «Capitalismo, ahorro y trabajo duro. No hay nada más».