La desigualdad se ha convertido en uno de los problemas más importantes de nuestra época. El economista Thomas Piketty, entre otros, ha popularizado la idea de que el capitalismo inevitablemente concentra la riqueza en manos de unos pocos. ¿Su solución? Más impuestos, más redistribución y más intervención gubernamental.
Pero ¿y si Piketty pasa por alto un problema más profundo, uno que libertarios y liberales clásicos deben abordar con urgencia? En un artículo reciente publicado en el Journal of Libertarian Studies, sostengo que gran parte de la desigualdad actual no se debe en absoluto al libre mercado, sino a algo mucho más insidioso: el auge de emprendedores artificialmente exitosos.
Dos tipos de emprendedores
En cualquier sociedad hay ganadores. Pero ¿cómo ganan?
En primer lugar, existen emprendedores con éxito natural que innovan, asumen riesgos y satisfacen las necesidades de los consumidores en un mercado competitivo. Crean valor, y sus ganancias son una recompensa por servir a los demás. Sin embargo, también hay emprendedores con éxito artificial que, en cambio, triunfan —no por mérito ni creatividad— sino porque reciben favores gubernamentales —subsidios, regulaciones proteccionistas, exenciones fiscales o contratos públicos. Su éxito es producto de la política, no de la mercadotecnia.
Esta distinción es vital. Cuando demasiados ganadores son artificiales, la gente empieza a perder la fe en el capitalismo mismo, moviéndose hacia lo que empeora el sistema desde el principio.
De los mercados libres a los juegos amañados
Piketty y otros críticos señalan con razón que la desigualdad está aumentando en muchos países. Pero no ven una causa clave: la intervención estatal que distorsiona el mercado y premia el favoritismo en detrimento de la competencia. Durante la pandemia de COVID-19, por ejemplo, las políticas de confinamiento devastaron a las pequeñas empresas, a la vez que impulsaron a gigantes del comercio electrónico como Amazon. ¿Fue esto resultado de la competencia en el mercado o de decisiones políticas?
Tomemos el caso de Solyndra —una empresa de EEUU de energía solar que recibió más de 500 millones de dólares en préstamos gubernamentales antes de quebrar. O el del francés Xavier Niel, quien aprovechó los cambios favorables en la regulación de las telecomunicaciones para superar a competidores más consolidados. O el de Elon Musk, cuyas empresas combinan la innovación con enormes subvenciones estatales y contratos públicos. En cada caso, la línea entre el éxito empresarial y la ingeniería gubernamental se difumina. Y eso es un problema —no solo para la economía, sino también para la democracia.
La movilidad muere, el resentimiento crece
En una verdadera economía de mercado, el éxito es fluido. Los consumidores son los jueces definitivos. «Votan» con su dinero, premiando a los mejores y castigando a los peores. Pero cuando los gobiernos empiezan a elegir a los ganadores, esta dinámica se desmorona. El éxito se vuelve estático. La riqueza se concentra, no porque se gane, sino porque está protegida. Los aspirantes a emprendedores cambian su enfoque de satisfacer a los clientes a complacer a los burócratas. Esto genera cinismo y resentimiento. La gente ya no ve la riqueza como un signo de creación de valor, sino de manipulación. Y eso hace que el capitalismo sea un sistema más difícil de defender.
La solución equivocada de Piketty
La propuesta de Piketty —un impuesto global sobre el patrimonio de hasta el 90%, junto con una redistribución masiva— no solo es impráctica. Es peligrosa. ¿Por qué? Porque se centra en el resultado (la desigualdad) sin abordar la causa (el favoritismo estatal). Peor aún, fortalece a las mismas instituciones que contribuyeron a crear el éxito artificial en primer lugar.
Gravar a los ricos no solucionará el favoritismo. Incluso podría profundizarlo al impulsar a más empresarios a buscar el favor del gobierno y protección contra las políticas confiscatorias. La mejor solución: eliminar los privilegios, no las ganancias.
Soluciones reales para una economía más justa
Para restaurar la legitimidad del capitalismo, debemos:
- Abolir los subsidios y el trato preferencial para empresas con conexiones políticas;
- Derogar las regulaciones que protegen a los operadores históricos e impiden el ingreso de nuevos actores al mercado;
- Promover la competencia abierta, no los monopolios patrocinados por el gobierno;
- Reformar los impuestos para recompensar la innovación y la toma de riesgos, no la búsqueda de rentas;
- Reducir la intervención estatal en los mercados financieros, laborales y de productos
No se trata de defender la desigualdad por sí misma. Se trata de garantizar que la desigualdad refleje el mérito y la elección del consumidor, no una manipulación artificial.
Por qué esto es importante
Una sociedad dominada por emprendedores artificiales está condenada al estancamiento; el talento se desperdicia; la innovación se ralentiza; la ciudadanía se desilusiona. Con el tiempo, las demandas de una redistribución radical se hacen cada vez más fuertes.
El capitalismo solo puede sobrevivir —y prosperar— si la gente cree que es un sistema de oportunidades, no de favoritismo estatal. Esto implica trazar una línea clara entre el éxito ganado y el éxito planificado.
Thomas Piketty tiene razón en una cosa: toda sociedad debe justificar sus desigualdades. Pero la justificación debe ser la siguiente —la desigualdad es aceptable cuando resulta del intercambio voluntario, el emprendimiento y la satisfacción del consumidor. No es aceptable cuando resulta del privilegio político.
Conclusión
Si queremos defender el capitalismo, primero debemos hacer limpieza. Esto significa rechazar no solo la redistribución socialista, sino también a los ganadores creados por el Estado que corrompen el mercado y erosionan la confianza pública. Dejemos de defender el «capitalismo» en abstracto —y empecemos a defender lo real: un orden de mercado competitivo donde el éxito surge de la libertad, no de los favores.