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Reconocer las raíces de la actual agitación política en EEUU

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Political Breakdown (2025), de Lawrence Mead, no es un libro de disputas partidistas o diagnósticos rápidos. Se trata más bien de una reflexión cultural sobre por qué los Estados Unidos, una sociedad que en su día parecía excepcionalmente dinámica, segura de sí misma y cohesionada, ahora lucha por mantener las normas que impulsaron su ascenso. Para Mead, la historia del declive americano no se reduce simplemente a la desigualdad, la polarización o el estancamiento de los salarios, aunque estos son problemas muy reales. Se trata de la erosión de la ética del individualismo que en su día mantuvo unida a la sociedad. Los Estados Unidos —a diferencia de muchas otras naciones—, prosperó porque exigía a sus ciudadanos que asumieran la responsabilidad de sí mismos. Las familias, las escuelas y las comunidades esperaban que los individuos cultivaran la disciplina, la ambición y la responsabilidad cívica. El problema hoy en día, insiste Mead, es que estas normas ya no tienen la misma autoridad. Lo que antes era una base cultural compartida se ha fracturado, y el vacío resultante ha dejado a los americanos incapaces de mantener el progreso o gobernarse a sí mismos de manera eficaz.

La política educativa ofrece uno de los ejemplos más claros de esta tesis. Mead revisa el histórico Informe Coleman de 1966, cuyo objetivo era medir si la desigualdad en los recursos escolares explicaba las diferencias en el rendimiento de los estudiantes. Sus conclusiones sorprendieron a los responsables políticos: la calidad de las escuelas importaba mucho menos que el entorno familiar. Los niños de hogares intactos y disciplinados superaban a sus compañeros independientemente de los recursos escolares, mientras que los niños de familias inestables tenían dificultades incluso en entornos bien financiados. Este hallazgo cuestionó los supuestos en los que se basaba la Guerra contra la Pobreza, que destinó enormes recursos a las escuelas y a los programas de educación temprana con la convicción de que la igualdad de condiciones institucionales produciría resultados iguales.

Head Start, la más famosa de estas intervenciones, parecía prometedora al principio, ya que los niños mostraban modestos avances en las puntuaciones de las pruebas tempranas. Sin embargo, en tercer grado, esos avances se habían evaporado y los participantes habían vuelto a caer en patrones de bajo rendimiento. Para Mead, la lección es obvia, pero a menudo se ignora: cuando la familia no transmite responsabilidad y disciplina, las instituciones no pueden llenar el vacío. La cultura importa más que el aula, y las políticas que niegan esta realidad están destinadas al fracaso.

Esta insistencia en la cultura también da forma a la interpretación de Mead sobre el progreso de los negros. Sostiene que los afroamericanos avanzaban antes de la legislación sobre derechos civiles, aunque de forma desigual y en condiciones difíciles. En la primera mitad del siglo XX, los negros mostraban altas tasas de matrimonio, una fuerte participación en la iglesia, un aumento de la alfabetización y ganancias constantes en ingresos y empleo. La segregación imponía límites crueles, pero dentro de esas restricciones, la cohesión familiar y la disciplina comunitaria permitían una mejora constante. La tragedia, observa Mead, es que después de que la revolución de los derechos civiles eliminara las barreras formales, los fundamentos culturales del progreso se derrumbaron. Los nacimientos fuera del matrimonio se dispararon, las tasas de criminalidad aumentaron y la dependencia de la asistencia social se profundizó. El sociólogo Daniel Patrick Moynihan previó este desmoronamiento en su informe de 1965 sobre la familia negra, advirtiendo que el colapso de la autoridad paterna pondría en peligro el avance. Sus predicciones fueron descartadas en su momento como alarmismo racista, pero la historia le dio la razón. En opinión de Mead, la paradoja es evidente: los negros progresaban cuando la estabilidad familiar se mantenía fuerte y flaqueaban cuando esta se desintegraba, a pesar de las nuevas oportunidades que les brindaba la igualdad jurídica. El progreso no dependía tanto de la eliminación de barreras como de la preservación de los apoyos culturales, y cuando estos apoyos cedieron, los resultados fueron devastadores.

La familia surge aquí no como una institución privada, sino como el transmisor esencial de la cultura. Los niños adquieren disciplina, ambición y la capacidad de retrasar la gratificación no a partir de programas gubernamentales, sino de las rutinas diarias de la vida familiar. Cuando la familia se desintegra, las escuelas no pueden sustituirla, y la sociedad en general debe absorber las consecuencias en forma de delincuencia, dependencia de la asistencia social y desorden social.

Del mismo modo, Mead extiende su análisis cultural a la inmigración, donde la transformación provocada por la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965 ha remodelado la sociedad americana. Las primeras oleadas de inmigrantes europeos, aunque no se ajustaban perfectamente a la cultura angloprotestante del individualismo, eran lo suficientemente cercanas como para adaptarse en una o dos generaciones. Entraron en una sociedad que exigía la asimilación, y la presión para conformarse produjo resultados notables. Sin embargo, la afluencia posterior a 1965 procedía principalmente de América Latina, Asia y África, regiones con tradiciones colectivistas que daban más importancia a la lealtad familiar, la jerarquía o la deferencia hacia la autoridad que a la iniciativa individual. Al mismo tiempo, la sociedad americana había abandonado su antigua insistencia en la conformidad cultural, prefiriendo celebrar la diversidad y minimizar la asimilación. El resultado ha sido una profunda divergencia en los resultados.

La investigación de Jacob Vigdor sobre la asimilación proporciona la base empírica para este análisis. Vigdor desarrolló un índice para examinar en qué medida los inmigrantes son diferentes de los americanos nativos en tres dimensiones: asimilación económica, asimilación cultural y asimilación cívica. Sus conclusiones revelan un panorama preocupante. Si bien los inmigrantes suelen tener un rendimiento relativamente bueno en términos económicos —empleo, ingresos y riqueza—, la asimilación cultural y cívica se queda muy atrás. La adquisición del idioma es más lenta que en generaciones anteriores, las tasas de matrimonios mixtos son más bajas y las diferencias en los patrones matrimoniales y la estructura familiar persisten. La asimilación cívica también es más débil, con tasas más bajas de naturalización y participación en actividades como el servicio militar. Lo más llamativo es que la asimilación general actual es mucho menor que hace un siglo, y entre todos los grupos de inmigrantes, los mexicanos siguen siendo los menos asimilados. Esta persistencia de la distancia cultural es muy importante, porque socava el espíritu individualista que Mead considera esencial para el éxito americana. Los inmigrantes ya no se ven obligados a adaptarse como lo estaban los que llegaron antes, y la consecuencia es una sociedad en la que la fragmentación cultural persiste a lo largo de las generaciones.

Los hispanos ilustran estos retos con mayor claridad. Su familismo genera calidez, solidaridad y resiliencia, pero también limita la ambición individual. Cuando la lealtad a la familia prevalece sobre el progreso personal, el rendimiento educativo se resiente y el compromiso cívico se tambalea. Este patrón explica por qué, incluso después de décadas en los Estados Unidos, muchos hispanos siguen estando rezagados en las medidas de asimilación. Así, los afroamericanos y los hispanos llegan al mismo punto desde trayectorias diferentes: ambos siguen estando en desventaja por la ausencia de un individualismo profundamente arraigado. Los afroamericanos sufren la dependencia de las ayudas sociales y la desintegración familiar; los hispanos, una herencia cultural que valora más los lazos familiares que la ambición. En ambos casos, el resultado es una menor movilidad ascendente en un entorno que premia la independencia y la iniciativa.

Los americanos de origen asiático oriental presentan un caso diferente. Superan a otros grupos minoritarios en educación e ingresos y, a menudo, superan a los blancos. Su éxito refleja las tradiciones culturales de disciplina, respeto a la autoridad y una extraordinaria capacidad de trabajo. El estudio de Christian Goldhammer de 2012 destaca la importancia de las habilidades no cognitivas en este proceso, mostrando que los asiáticos obtienen mejores resultados en las medidas de rasgos no cognitivos que producen una ventaja salarial, incluso cuando se controlan los factores ambientales. Sin embargo, su orientación cultural hacia la deferencia y la armonía también frena la asertividad en los puestos de liderazgo. Los asiáticos orientales prosperan en entornos estructurados, como las escuelas y las empresas, pero son menos prominentes en la vida política ejecutiva. Su éxito demuestra, por tanto, que la cultura puede dotar a los grupos de logros extraordinarios, pero también ilustra que no todas las fortalezas culturales se alinean por igual con las exigencias de la vida pública americana, que valora la asertividad y la autopromoción.

Sin embargo, el tema más amplio que surge de Political Breakdown es la singularidad de la cultura occidental. Moldeada por el cristianismo y siglos de desarrollo histórico, Occidente cultivó una ética de responsabilidad individual, iniciativa y cooperación voluntaria que hizo posible el autogobierno democrático y el capitalismo moderno. Por el contrario, muchas otras sociedades han organizado la vida en torno al parentesco, la jerarquía o la obligación comunitaria. Estos sistemas fomentan la solidaridad, pero no la independencia individual. Mead insiste en que el declive de la política americana no puede entenderse sin tener en cuenta el debilitamiento de esta ética. El desarrollo social adverso —la delincuencia, la dependencia de las ayudas sociales, el fracaso escolar y la disfunción en el lugar de trabajo— es el resultado de la erosión cultural. Cuando las familias ya no transmiten disciplina, cuando los inmigrantes no se integran y cuando los grupos abrazan el resentimiento en lugar de la responsabilidad, los cimientos culturales de la democracia se derrumban.

Political Breakdown es un libro poderoso e inquietante. Su fuerza radica en la negativa de Mead a eludir las explicaciones culturales, incluso cuando ofenden la sensibilidad predominante. Sin embargo, habría sido más contundente si hubiera abordado directamente la creciente literatura empírica sobre las diferencias cognitivas y no cognitivas entre grupos, que refuerza con precisión sus afirmaciones centrales. No obstante, el mensaje de Mead es claro: la crisis política de América no es simplemente una polarización partidista, sino la expresión visible de una crisis cultural más profunda. Sin un compromiso renovado con el individualismo, la responsabilidad y la asimilación, la nación seguirá sumida en la división y el declive.

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