Pocas ideas en la historiografía moderna han generado tanto interés como la afirmación de que la esclavitud y el capitalismo compartían un lenguaje administrativo común. La sugerencia de que los esclavistas empleaban principios contables comparables a los utilizados por las empresas modernas implica que las plantaciones funcionaban como los primeros laboratorios de la racionalidad capitalista. Esta interpretación ha captado la atención de los estudiosos porque parece revelar una escalofriante continuidad entre la esclavitud y las prácticas empresariales modernas. Sin embargo, los propios libros de contabilidad de las plantaciones cuentan una historia más moderada.
Cuando se examinan las pruebas que han sobrevivido, se hace evidente que la contabilidad de las plantaciones rara vez era un medio para mejorar la productividad o disciplinar a los trabajadores en un sentido capitalista. Se trataba más bien de un sistema de vigilancia de la propiedad y mantenimiento del valor. Las cuentas que llevaban los plantadores y los capataces estaban diseñadas para controlar el estado físico y el paradero de los esclavos, registrar las transacciones de cultivos y suministros, y garantizar que las «existencias» de la finca, —tanto humanas como materiales—, permanecieran intactas. Estos registros eran instrumentos de custodia, no de creatividad. Lejos de anticipar la gestión capitalista, ponen de manifiesto los límites de la racionalidad económica en un mundo basado en la coacción.
La imagen de la plantación como una «fábrica en el campo» se ha utilizado durante mucho tiempo para sugerir que la esclavitud y el capitalismo industrial compartían características estructurales fundamentales. La frase evoca una imagen de eficiencia mecánica y disciplina organizativa, lo que implica que la mano de obra esclava se gestionaba con la misma precisión que la maquinaria de una fábrica del norte. Sin embargo, cuando se compara la metáfora con las pruebas empíricas, se desintegra.
Los análisis económicos de las plantaciones del siglo XIX demuestran que su tecnología, sus ritmos y sus sistemas de trabajo eran fundamentalmente agrícolas. La producción seguía el ciclo de las estaciones, en lugar de los turnos regulados por el reloj del trabajo industrial. La fuerza muscular humana y animal seguía siendo la principal fuente de energía, mientras que la maquinaria representaba solo una pequeña parte de la inversión total. La jornada laboral estaba dictada por el sol, no por el tiempo mecánico, y la productividad aumentaba y disminuía con el clima, en lugar de con la eficiencia de la gestión.
Además, la composición del capital de las plantaciones revela un carácter inequívocamente preindustrial. Los datos del censo de 1860 muestran que más del 80 % del capital total se invertía en tierras y esclavos, y no en equipos o tecnología. En resumen, la plantación era un sistema de trabajo forzoso vinculado a la tierra, no una empresa de máquinas y salarios. Incluso las fincas más grandes carecían de la especialización técnica y las operaciones continuas que definían a las fábricas del norte. Si se comparan en términos de producción, intensidad de capital e incentivos laborales, las plantaciones están muy por debajo de cualquier modelo industrial. La metáfora tan repetida oscurece más de lo que aclara, ofreciendo la ilusión de modernidad a un sistema construido sobre la dominación en lugar de la disciplina.
Para comprender la función real de la contabilidad de las plantaciones es necesario ir más allá de la retórica de la «sofisticación gerencial». Los registros que se conservan muestran que la contabilidad en las plantaciones era rudimentaria. Los capataces, los empleados y los contables llevaban libros de contabilidad de las cosechas, las raciones y los gastos básicos, pero sus registros eran irregulares, inconsistentes y orientados a la verificación más que a la toma de decisiones.
Aunque los comentaristas modernos a veces describen las plantaciones como «jerarquías complejas», las pruebas indican lo contrario. Toda la estructura de gestión de una gran finca solía consistir en un solo capataz asistido por unos pocos empleados. Los conductores esclavizados que supervisaban a los grupos de trabajadores del campo no eran gestores en ningún sentido significativo; eran intermediarios coaccionados cuya autoridad derivaba enteramente de la amenaza de castigo. Describir tales disposiciones como una forma de gestión profesional es confundir la coacción con la coordinación.
Incluso el contenido de los libros de contabilidad de las plantaciones socava las afirmaciones sobre la complejidad de la gestión. Los inventarios de esclavos, a veces denominados «balances de vida y muerte», no eran en absoluto balances. No contenían cuentas de pasivo, ingresos o depreciación, sino solo listas de nombres, edades y condiciones. Estos documentos servían para confirmar los derechos de propiedad del propietario, no para orientar las decisiones de inversión o evaluar el rendimiento. Su finalidad era estabilizar la propiedad mediante el mantenimiento de registros, no modernizarla mediante innovaciones contables.
La contabilidad de las plantaciones seguía una lógica simple y repetitiva: la enumeración cuidadosa de los bienes. Dos formularios recurrentes definían este sistema. El primero era el inventario periódico, que registraba toda la población esclava, a veces anotando los nacimientos, las muertes o las enfermedades. El segundo era el «calendario de aumentos y disminuciones», que enumeraba cualquier cambio en la población y, por lo tanto, en el valor de las existencias. Ambos formularios existían para que los supervisores rindieran cuentas del mantenimiento de los activos.
Los registros no medían la productividad laboral ni la rentabilidad. No tenían propiedades incentivadoras y no ayudaban al control ni a la motivación de los trabajadores esclavos. El objetivo era simplemente evitar pérdidas y demostrar que la finca estaba intacta. Como explica un estudio, estos documentos «no tenían propiedades incentivadoras en términos de mejora de la productividad».
Los intentos ocasionales de registrar las tasas diarias de recolección o el rendimiento de las cosechas nunca se convirtieron en una contabilidad de costes sistemática. De hecho, los plantadores supervisaban el trabajo y registraban la producción de los esclavos, pero hay pocos indicios de que utilizaran sistemáticamente estos registros para mejorar la productividad. Muchos libros de contabilidad de las plantaciones incluían secciones para el seguimiento del trabajo, pero los plantadores solían dejarlas en blanco o completarlas de forma irregular. Esto sugiere que su prioridad era más mantener la apariencia de orden que gestionar eficazmente la mano de obra. En realidad, las plantaciones se gestionaban según la rutina, la tradición y el miedo, más que según mediciones sistemáticas u optimizaciones.
Aunque algunos gobiernos coloniales exigieron posteriormente a los plantadores que registraran los castigos, estos registros eran formalidades legales más que innovaciones administrativas. Su objetivo era satisfacer a los reguladores, no mejorar el rendimiento. La diferencia entre la coacción y la gestión no podía ser más profunda. La contabilidad moderna asume que el trabajo es un contrato voluntario, medido y recompensado según el rendimiento. En las plantaciones, el trabajo era involuntario y su valor se extraía por la fuerza. Sin libertad contractual, la contabilidad pierde su razón de ser económica. Lo que quedaba era la aritmética de la posesión. Al reducir a las personas a entradas en un libro de contabilidad, los plantadores transformaron el sufrimiento humano en una categoría de valor patrimonial. El aparente orden de las cuentas de las plantaciones ocultaba así un caos subyacente de violencia y explotación.
Lo que la contabilidad de las plantaciones revela en última instancia no es el surgimiento del capitalismo moderno, sino su distorsión. Estos registros encarnan las contradicciones de una época que exaltaba la razón, pero que, sostenía la esclavitud. Muestran precisión sin propósito y cálculo sin creatividad. El libro mayor de la plantación, con sus pulcras columnas e inventarios de seres humanos, es un documento de dominación, no de progreso económico.
La contabilidad industrial se desarrolló para asignar costes, medir la productividad y orientar la mejora continua. La contabilidad de las plantaciones no hacía nada de eso. Servía para supervisar, no para gestionar. La comparación entre los dos sistemas se basa, por tanto, en un parecido superficial y no en una función compartida. La presencia de números no implica la presencia de racionalidad.
La descripción de la plantación como una empresa capitalista se derrumba bajo un análisis minucioso. Las pruebas demuestran que la contabilidad en las fincas esclavistas era un medio de vigilancia y control de la propiedad, no de gestión o eficiencia. Sus inventarios y calendarios documentaban la persistencia de la esclavitud, más que la búsqueda del progreso. Lejos de ser «fábricas en el campo», las plantaciones eran instituciones estáticas que medían el valor en vidas humanas. Sus libros de contabilidad no marcaron el auge de la gestión moderna, sino que revelaron el coste moral de confundir el mantenimiento de registros con la racionalidad.