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Por qué el establishment político no tocará el tema de las enfermedades crónicas

Hace dos semanas, Robert F. Kennedy Jr. suspendió su campaña presidencial. En su discurso de casi una hora para explicar la decisión, Kennedy destacó lo que él considera los tres mayores problemas a los que se enfrenta los Estados Unidos. Los dos primeros —la amenaza a la libertad de expresión y el peligro de la guerra en Ucrania— resultan familiares a cualquiera que siga las luchas políticas diarias que tienen lugar en Internet y en los medios de comunicación tradicionales.

Pero cuando Kennedy llegó a su tercera preocupación, fue sorprendente lo ausente que ha estado cualquier discusión al respecto de nuestro hiperactivo discurso nacional. La cuestión era la magnitud de las enfermedades crónicas que afectan a la población americana y, especialmente, a los niños americanos. Kennedy lo llamó explícitamente «la cuestión más importante» y, al exponer la magnitud del problema, es fácil ver por qué piensa así.

Como dijo Kennedy en el discurso, dos tercios —o alrededor de 222 millones de americanos— sufren problemas crónicos de salud. En la década de 1970, la tasa era inferior al uno por ciento. Además, casi tres de cada cuatro americanos tienen sobrepeso o son obesos, y la tasa de obesidad infantil es del 50%.

Se ha producido una explosión de la diabetes tanto en niños como en adultos, así como de enfermedades y trastornos neurológicos como el Alzheimer y el autismo. Kennedy también destacó el fuerte aumento de las alergias alimentarias, el TDAH y el cáncer, entre otros. Su argumento es que, al mismo tiempo que los americanos están pagando más por la atención sanitaria que la población de casi todos los demás países, también nos estamos convirtiendo rápidamente en los más enfermos.

Lo sorprendente de todo esto es que casi nadie niega la emergencia sanitaria que Kennedy expone. Algunos argumentan que está exagerando ligeramente algunas de sus cifras o que está engañando a la gente con algunas tasas de aumento que están infladas por los cambios en la forma de definir y examinar las enfermedades crónicas — algo que Kennedy y los que cita afirman haber corregido. Pero la mayoría de los críticos de Kennedy en los medios simplemente ignoran lo que dice sobre este tema.

Entonces, si la magnitud del problema es tan extrema y su existencia no es controvertida, ¿por qué no es el tema central de todas las elecciones nacionales? Sencillamente, porque la epidemia de enfermedades crónicas está haciendo absurdamente rica a la clase política.

En muchos sentidos, el problema tiene sus raíces en la Era Progresista de finales del siglo XIX. En aquella época, existían varios enfoques competidores para tratar a los pacientes enfermos, cada uno con su propia red de médicos y asociaciones profesionales. Uno de esos grupos era el que sus rivales denominaban médicos alópatas. Su enfoque consistía en tratar a los pacientes con analgésicos y otros fármacos destinados específicamente a reducir el sufrimiento del paciente.

Por supuesto, para determinadas dolencias, se trata de un enfoque perfectamente razonable. Y, como uno de los muchos disponibles en el primitivo mercado de la atención sanitaria, proporcionó a muchos americanos que requerían ese enfoque la atención que necesitaban. Pero a principios del siglo XX, el grupo profesional de los médicos alópatas —la Asociación Médica Americana (AMA)— decidió adaptarse a los tiempos y presionar al gobierno para obtener privilegios especiales.

Como explicó Patrick Newman en una conferencia basada en un capítulo de su próximo libro, la AMA consiguió establecer las normas oficiales de acreditación de las facultades de medicina del país. Con ese nuevo poder, la asociación pudo restringir enormemente la oferta de médicos —obligando a cerrar a la mitad de las facultades de medicina del país— y certificar su enfoque alopático como la forma de atención médica preeminente, legítima y reconocida por el gobierno.

Y la AMA no era la única. En la mayoría de las industrias, las poderosas corporaciones y asociaciones profesionales se dieron cuenta de que podían ganar mucho más dinero si presionaban al gobierno para obtener privilegios de monopolio, lucrativos subsidios y cuotas de suministro que preservaran los cárteles. Esfuerzos similares en la industria alimentaria dieron lugar a la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) y a muchos de los llamados programas de nutrición en universidades con profundos vínculos con las mayores empresas alimentarias.

Por el lado de la agricultura, los grupos agrícolas y cárnicos presionaron con éxito para la creación de lo que se convertiría en la recurrente ley agrícola quinquenal. Esta ley contiene multitud de dádivas y privilegios para los gigantes agrícolas, como restricciones a la oferta que elevan artificialmente los precios de algunos tipos de productos y subvenciones que sobresaturan el mercado con otros cultivos y productos.

Finalmente, los fabricantes de medicamentos consiguieron que el gobierno penalizara la competencia en la industria farmacéutica y protegiera a las empresas de la responsabilidad por los efectos secundarios de muchos fármacos. El gobierno incluso obliga a la compra de algunos medicamentos con su calendario de vacunación — muchos de los cuales son necesarios para asistir a la escuela.

En conjunto, todas estas empresas y grupos de interés utilizan sus privilegios gubernamentales para llenarse los bolsillos.

Las grandes empresas agrícolas inundan el mercado con cultivos altamente subvencionados que tienen usos alternativos, como el jarabe de maíz y los aceites de semillas, que desplazan a las opciones más saludables que los consumidores realmente prefieren. Las empresas alimentarias pueden entonces utilizar estos ingredientes artificialmente baratos para producir alimentos ultraprocesados altamente adictivos que sus amigos del gobierno y de los programas universitarios de nutrición luego dicen que forman parte de una dieta saludable.

Los americanos, a quienes se enseña desde pequeños a confiar en el gobierno y en los profesionales médicos con formación universitaria y licencia estatal, se enganchan fácilmente a estos alimentos ultraprocesados. Eso es estupendo para las empresas alimentarias, pero terrible para nuestros cuerpos. Muchas de las enfermedades crónicas que aquejan a los americanos se remontan a nuestro consumo (o al de nuestros padres) de estas sustancias adictivas similares a los alimentos.

Pero la cosa no acaba ahí. La avalancha de enfermedades crónicas causadas por los alimentos ultraprocesados es lucrativa para la industria médica, cuyo enfoque alopático garantiza que nunca se discuta la causa de fondo, y mucho menos se aborde, sino que se trate con un aluvión de medicamentos recetados que únicamente atacan los síntomas resultantes. Al fin y al cabo, abordar la causa de fondo sería perjudicial para los beneficios de la industria farmacéutica. Y a los médicos que no siguen el juego se les niegan sistemáticamente las credenciales oficiales reconocidas por el gobierno.

El extenso cóctel de medicamentos que la mayoría de los americanos se tragan e inyectan cada día les permite seguir enganchados a alimentos tóxicos que sus cuerpos intentan decirles que les hacen daño y que, gracias a los efectos secundarios, pueden incluso agravar o causar otras enfermedades crónicas. El ciclo mortal sigue acelerándose y las grandes empresas, políticamente conectadas, de las industrias agrícola, cárnica, alimentaria, sanitaria y farmacéutica se enriquecen absurdamente.

Pero no son los únicos que se benefician. Los burócratas del gobierno disfrutan de un nivel cada vez mayor de poder y recursos a medida que las empresas presionan para que intervengan aún más en sus respectivas industrias. Las universidades reciben millones de las empresas alimentarias y farmacéuticas para dirigir programas académicos amistosos. Y los políticos consiguen parecer heroicos ante ambos bandos mientras explotan lo obviamente horrible que es el sistema sanitario para librar batallas de distracción y sin sentido sobre si limitar o no los precios de un par de medicamentos, normalmente mientras presionan para enviar aún más dinero de los contribuyentes a la industria sanitaria.

Los funcionarios del gobierno, los agentes de la industria y los expertos acreditados por el Estado no tienen nada que ganar y todo que perder si abordan realmente el problema sanitario de nuestro país. Por eso no urge, ni siquiera en las teatrales luchas políticas, hablar de lo enfermos que se han puesto los americanos. Sin embargo, a medida que el problema empeore, será cada vez más difícil ignorarlo.

Aun así, el camino a seguir debe empezar por hacer retroceder las políticas gubernamentales y los privilegios sobre los que se asienta este tinglado masivo y mortífero. Porque es un grave error confiar en quienes se benefician de un problema para resolverlo.

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