Cuando se discuten estrategias para lograr una sociedad anarcocapitalista, el debate suele centrarse en la acción directa: el desmantelamiento progresivo del reformismo, la separación política mediante la secesión o el desarrollo de mercados paralelos a través de la contra-economía. Sin embargo, todos estos enfoques comparten un punto ciego: se centran en los efectos del Estado en lugar de en sus causas. Sirven como herramientas para la participación práctica, pero solo arañan la superficie.
El primer paso para escapar de la ilusión colectiva del estatismo —y así avanzar hacia una transición natural hacia una sociedad de derecho privado— es identificar su talón de Aquiles. La verdadera fragilidad del Estado no radica en el reconocimiento de su aparato coercitivo, sino en su legitimidad conceptual. El Estado existe solo porque la gente cree, en el peor de los casos, que es un mal necesario. En otras palabras, el poder real del Estado no es físico, sino ideológico.
El argumento del «mal necesario» se basa en una idea simple: «El Estado siempre ha existido; sin política y sin gobierno habría caos». Hay algo de verdad en esto: la gobernanza es realmente fundamental para mantener el orden social. El error radica en confundir el Estado con la sociedad misma.
Desde una perspectiva histórico-evolutiva, el Estado no es política; es simplemente una de sus formas históricas, solo una de las muchas formas posibles de organizar el gobierno. Por esta razón, los intelectuales estatistas se basan en un uso partidista del lenguaje: términos como «política» y «gobierno» se aceptan ahora como intrínsecamente estatistas, cuando en realidad no lo son. Comprender que el Estado no creó el orden, sino que simplemente lo ocupó, es el primer paso hacia la liberación.
La política como coordinación
La forma más básica de entender la política es como la función destinada a regular los conflictos sociales. En este sentido, es tan antigua como las primeras comunidades humanas. La causa es simple: la cooperación entre individuos existe para facilitar la consecución de objetivos —de ahí el interés natural por la comunidad—, pero esa misma unión también introduce la posibilidad de conflicto entre personas con deseos e intereses diferentes.
El origen de la política, por lo tanto, radica en la necesidad de la coexistencia, y su fin último es la civilización, entendida como un marco en el que cada individuo, siguiendo el propósito original de la cooperación, puede vivir según su propia voluntad. Dado que la cooperación surge de la búsqueda de fines individuales, cualquier civilización que viole la voluntad individual se contradice a sí misma.
Del gobierno natural al monopolio
El origen del gobierno va de la mano con el de la política. Si la política es la función que regula el conflicto social, el gobierno es la institución que asume esa función. Cuando los objetivos de diferentes soberanos dentro de la misma comunidad se vuelven incompatibles, se produce un conflicto y, —en última instancia, la disolución—. El gobierno surge como una institución social para preservar la armonía dentro del orden político natural, emergiendo espontáneamente dondequiera que la coexistencia requiera un punto de referencia para la coordinación.
Que un gobierno surja «naturalmente» no significa que esté libre de prácticas o estructuras antinaturales, sino que su origen radica en la espontaneidad de la interacción humana. Sin embargo, todo gobierno artificial es, por definición, antinatural: uno surge del consenso, el otro de la imposición.
Las primeras formas reconocibles de gobierno aparecieron en los sistemas tribales, —primero en bandas y más tarde en tribus. Las bandas, —nómadas y organizadas comunitariamente—, carecían de estructura institucional; la autoridad era circunstancial y dependía de las condiciones materiales y sociales del grupo. Con el auge de las tribus se produjo una transición a la vida seminómada, que requirió la aparición de figuras coordinadoras basadas en el consenso, encarnadas en ancianos, mediadores o jefes.
Con la revolución agrícola, alrededor del 10 000 a. C., la domesticación de plantas y animales permitió la vida sedentaria. La institución de la propiedad privada se desarrolló en este contexto a través de la idea de la tierra como capital, lo que reforzó el hogar sedentario y los linajes patrimoniales, y dio forma a la familia como una forma de gobierno doméstico.
De la familia surgieron las aldeas y los pueblos, —redes de familias unidas para cooperar—, y de ellas surgió la monarquía, entendida de forma natural: el reconocimiento social de aquellas familias capaces de coordinar y resolver conflictos. La autoridad política, lejos de imponerse, se consolidó como una extensión orgánica del liderazgo social.
Entre el 8000 y el 6000 a. C., el crecimiento demográfico y el comercio transformaron los pueblos en ciudades. La polis fue originalmente una extensión avanzada de la división del trabajo y la acumulación de capital. Pero su prosperidad económica y densidad social llevaron a la concentración del poder. Como explica Josep Maria Vallès:
En estas sociedades que producen un excedente económico, se ponen en marcha mecanismos de acumulación y redistribución, que también requieren actividades y normas que ahora llamamos política: es decir, las que regulan los conflictos sobre esa acumulación y redistribución. Con esta forma de organización, las posiciones sociales se estratifican. Las funciones económicas, religiosas y políticas a menudo se superponen, porque quienes ocupan una posición destacada en una relación económica también la ocupan en la relación política. [traducción del autor]
Esta concentración de funciones marcó el comienzo de una ruptura con el orden social natural. La autoridad dejó gradualmente de ser una extensión de la cooperación y se convirtió en una administración del poder.
En este contexto, surgió el Imperio Romano con sus ciudades-imperio, centros urbanos que extendieron su dominio más allá de los límites naturales mediante el comercio, los tributos o la fuerza. Sin embargo, aunque era el pariente histórico más cercano del Estado, ni siquiera el Imperio lo era. Como observó Álvaro d’Ors, el imperium en Roma era un poder personal, no una abstracción jurídica soberana. El gobernante ejercía la autoridad en virtud de su prestigio o misión, no en nombre de una entidad impersonal. El emperador gobernaba vastos territorios, pero nunca se presentaba como la fuente última de la ley, como haría más tarde el Estado.
Tras la caída del Imperio romano, surgió espontáneamente el orden policéntrico medieval. Lejos de ser una regresión, representó la recuperación —aunque incompleta— del orden político natural. Con la fragmentación del poder, surgieron múltiples centros de autoridad: familias, señoríos, gremios, parroquias, universidades y comunidades rurales reorganizaron la vida social desde abajo. Fue, en términos hoppeanos, el último gran ejemplo histórico de un orden basado en la competencia jurisdiccional y la descentralización del poder.
Con la crisis del feudalismo y el amanecer de la Edad Moderna se produjo una transición del orden policéntrico hacia la centralización del poder político, lo que dio lugar al nacimiento del Estado. El Estado surgió como un intento de pacificación territorial en un contexto de crisis institucional y guerras religiosas. Allí donde el orden feudal carecía de autoridad suficiente para resolver los conflictos internos, la unificación se logró mediante la eliminación de los señoríos y principados feudales, lo que condujo a la consolidación territorial y al monopolio de la jurisdicción suprema. Como dijo Charles Tilly: «La guerra creó el Estado, y el Estado creó la guerra».
La idea de la centralización política surgió de la fascinación del Renacimiento por las formas políticas unificadas de la antigüedad —la polis griega y la Roma republicana e imperial— que promovían una visión de la unidad política concentrada en un soberano absoluto. En contraste con la fragmentación feudal, promovió la noción de un poder autónomo, liberado del control eclesiástico y que ponía la religión al servicio del monarca.
La monarquía medieval —basada en la descentralización e incapaz de imponerse políticamente— dio paso en la Edad Moderna a la monarquía estatal, donde la centralización administrativa y militar otorgaba al soberano la capacidad de imponer su jurisdicción y hacer la guerra a su antojo.
El Estado como orden artificial
La característica definitoria del Estado tiene dos caras inseparables: el monopolio territorial de la jurisdicción última y la construcción de un marco ideológico diseñado para justificar dicho dominio. Ser un monopolio significa que inicia o amenaza con iniciar la violencia física para bloquear a cualquier proveedor competidor —en este caso, los productores de la jurisdicción última—, lo que convierte al Estado en juez y parte, destruyendo así el principio mismo de la justicia.
Esta jurisdicción implica la centralización del poder político y del uso legítimo de la violencia física. En conjunto, estos elementos permiten al Estado definir qué es la ley y hacerla cumplir de forma. Dado que la legitimidad última de esta ley se basa en el mero uso o la amenaza de la violencia física, todos los Estados se posicionan dentro de lo que podríamos llamar autoritarismo legal.
Es este poder unilateral para estructurar el orden lo que convierte al Estado en una forma de gobierno impuesto. Comparte paralelismos con la estructura de una mafia, en la que uno se ve obligado a pagar por su propia protección. Sin embargo, hay una diferencia crucial: mientras que la mafia conserva un carácter ilícito, el Estado busca crear las condiciones ideológicas que legitiman su existencia —convirtiendo la coacción en virtud cívica.
El poder del Estado, por lo tanto, no reside en la fuerza bruta, sino en la ideología. Cuando hablamos de partidos e ideologías políticas, casi siempre lo hacemos dentro del marco del Estado, es decir, dentro de la política estatista, lo que convierte la política en un juego cerrado y engañoso que da la ilusión de elección. Independientemente de quién ostente el poder, toda victoria en la política es una victoria para la centralización y, por lo tanto, una derrota del individuo como ser soberano.
Conclusión
El Estado es la primera institución de la historia que consolida ideológicamente la centralización política como un bien moral. Sin embargo, no es la primera institución agresiva que ha existido. Analizar el papel histórico de la esclavitud nos ayuda a comprender que el Estado no se abolirá mediante la acción directa, sino a través de la disolución ideológica.
Al igual que la institución de la esclavitud perduró sobre la base de una creencia socialmente compartida —justificada moral, religiosa y económicamente como necesaria para el orden social—, también el Estado se sustenta en el mismo tipo de creencia. Y, al igual que la abolición de la esclavitud fue consecuencia de un cambio de pensamiento, la desaparición del Estado no se producirá mediante la violencia o el reformismo, sino a través de la disolución del consenso ideológico que lo sustenta: la creencia de que algunos hombres tienen derecho a gobernar sobre otros.
La construcción de un orden de propiedad privada depende, ante todo, de reconocer que la autoridad no es en sí misma antinatural y que instituciones como la política y el gobierno —en su sentido más básico— son herramientas para la coordinación y la preservación de la armonía social. El Estado, al monopolizar el gobierno y absorber todas las formas intermedias de autoridad, constituye un fraude como protector del orden, una ficción sostenida ideológicamente.
La revolución no será contra los ejércitos del Estado, sino contra sus ideas; revisar la historia y recuperar el lenguaje será nuestro gran primer paso.