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Anarcocapitalismo comunitarista

El enfoque del anarcocapitalismo como filosofía política es la autonomía del individuo: todo el mundo debería poder perseguir pacíficamente su proyecto de vida sin sufrir interferencias no deseadas. El eje ético que permite alcanzar este objetivo es la propiedad privada. Esto permite que tanto los cuerpos como los bienes externos sean asignados y delimitados legítimamente, lo que hace posible identificar y juzgar las transferencias de propiedad adquirida.

La propiedad privada no es un fin en sí misma, sino un marco regulador necesario para garantizar la autonomía individual. Su función es regular las interacciones físicas y esto, desde un punto de vista político, se resume en el principio de no agresión: no iniciar ni amenazar con iniciar agresiones contra quienes no nos han atacado ni amenazado con atacarnos.

Este principio postula al individuo como la unidad básica de la sociedad, exigiendo que se respete su voluntad siempre que no implique agresión contra terceros. Esta suele ser la excusa de cualquiera que se adentra en el libertarismo y, aunque es una brújula para comprender la dirección de la posición libertaria y anarcocapitalista, hay un matiz importante que se omite. La propiedad privada solo se refiere a las relaciones físicas y, por lo tanto, quedarse únicamente con el principio de no agresión es ignorar una parte muy importante de la sociedad: el orden social.

Los seres humanos, como animales sociales, descubren a través de la costumbre los beneficios del intercambio y la cooperación. No solo intercambian bienes económicos, sino también ideas, valores y costumbres. Este hecho conduce al orden espontáneo: la autoorganización de los individuos a través de prácticas que, mediante un proceso gradual de ensayo y error, culminan en la formación de instituciones sociales. Se trata de patrones de comportamiento, normas y relaciones estructurados y duraderos que tienen como objetivo alcanzar tanto los objetivos individuales como la cohesión social.

Podemos clasificar las instituciones sociales en dos tipos según su función:

  • Las instituciones orientadas a la agencia, que estructuran las condiciones de posibilidad para la libre acción: el lenguaje, la propiedad, los contratos, las leyes, el dinero, el mercado, la educación, etc.
  • Instituciones orientadas a la pertenencia, que organizan relaciones interpersonales más densas: familia, iglesia, localidad, gremio, universidad, etc.

En un sentido social, todas estas prácticas implican cierto grado de autoridad. En el caso de las instituciones orientadas al individuo, se ejercen presiones funcionales: ¿por qué debo comunicarme en ese idioma? ¿Por qué debo firmar contratos? Por otro lado, las instituciones orientadas a la pertenencia, es decir, las comunidades, ejercen presiones normativas o jerárquicas: ¿por qué debo obedecer a mis padres? ¿Por qué debo respetar ciertas costumbres? ¿Por qué no puedo andar desnudo? Mientras estas prácticas no recurran a la coacción sistemática, su legitimidad reside en la aceptación voluntaria.

¿Qué utilidad podemos extraer de las instituciones sociales desde una perspectiva anarcocapitalista? En lo que respecta a las orientadas al individuo, su necesidad es evidente: sin un lenguaje común, sin propiedad y sin contratos, la sociedad carecería de los elementos mínimos para establecer un marco institucional anarcocapitalista. Afirmamos que hay instituciones que sirven directamente como condiciones para la acción libre.

Sin embargo, lo relevante aquí es investigar el papel de las instituciones sociales más orientadas a la comunidad. Estas no son necesarias para el libre albedrío en sentido estricto, pero son fundamentales para la cohesión entre los individuos. La comunidad, como institución social, es lo que en última instancia marca la diferencia entre la estabilidad y el caos.

Esto ha sido destacado por anarcocapitalistas misesianos como Murray Rothbard y, de manera más enfática, Hans-Hermann Hoppe. El «hoppeanismo» o anarcocapitalismo conservador es el resultado de apreciar la importancia de las comunidades tradicionales como instituciones necesarias para una coexistencia estable. Posiciones como el atomismo social, el nihilismo, el hedonismo y el libertinismo son, en principio, lógicamente coherentes con la ética de la propiedad privada y, por lo tanto, con una sociedad de derecho privado. Sin embargo, todas estas posiciones tienden a desestabilizar el orden social debido a sus implicaciones relativistas. Si cada uno define sus propias reglas, si nada tiene sentido, si nuestro criterio último es el placer subjetivo y si todos podemos actuar sin consecuencias, este es el tipo de posiciones que conducen al relativismo ético y, con él, a la destrucción de cualquier orden de propiedad privada.

El anarcocapitalismo comunitarista es el reconocimiento explícito de la autonomía individual como eje principal de la sociedad, pero al mismo tiempo enfatiza la importancia del vínculo entre el individuo y su entorno social. No nos dice específicamente cómo debe ser una sociedad en particular, sino que destaca la relevancia de las comunidades como instituciones que surgen orgánicamente y estabilizan el orden social.

Desde un punto de vista político, como ha desarrollado Robert Nisbet en su obra The Quest for Community, las comunidades sirven como centros autónomos de lealtad y autoridad, con diversos grados de impacto en el desarrollo social. Todas las comunidades implican política, no en el sentido estatal, sino en términos de coordinación y regulación de los conflictos sociales, y es la coexistencia de diferentes formas de comunidad —con sus respectivas políticas— dentro del mismo territorio lo que permite un equilibrio de autoridad.

Este fue históricamente el caso de la Europa medieval, que se fragmentó políticamente tras la desintegración del Imperio carolingio. Con el tiempo, se estableció espontáneamente un policentrismo feudal: diferentes fuentes de autoridad —la familia, la Iglesia, la nobleza, el rey, las ciudades libres, las comunidades rurales, los gremios, las universidades— competían en el mismo territorio y funcionaban como contrapesos mutuos a cualquier poder absoluto.

A partir del siglo XIV, diversas circunstancias históricas llevaron a la crisis del orden feudal, lo que permitió a las diferentes autoridades concentrar cada vez más poder. Esta etapa dio lugar gradualmente a la centralización política, con burocracias permanentes, ejércitos regulares, justicia centralizada y sistemas fiscales cada vez más sistematizados. Dos siglos más tarde, la Paz de Westfalia (1648) consagraría formalmente la institución que canalizaba la centralización política: el Estado.

El Estado, entendido como monopolista territorial de la jurisdicción, asume la autoridad absoluta o «soberanía» sobre todos los individuos dentro de sus fronteras, lo que lo convierte en una institución políticamente monista. Las comunidades, como centros autónomos de lealtad y autoridad, suponen una amenaza para el modelo de Estado, cuyo dominio y lealtad exitosos dependen, no de circunstancias técnicas, sino ideológicas, bajo la premisa de que la imposición monopolística es necesaria o inevitable para el desarrollo armonioso de la sociedad.

Por lo tanto, la misión intelectual del estatismo ha sido, en primer lugar, deslegitimar las diversas formas de comunidad como restricciones impuestas y obsoletas y, en segundo lugar, reintegrarlas bajo el control del modelo estatal, vaciándolas progresivamente de su capacidad como actores autónomos y transfiriendo al Estado las funciones que estas comunidades desempeñaban anteriormente. Esta dinámica culmina en el Estado totalitario, en el que todas las formas relevantes de comunidad deben estar subordinadas al poder central, y cualquier desviación se considera una amenaza para la autoridad. Como explica Nisbet:

El objetivo principal del gobierno totalitario se convierte así en la destrucción incesante de todas las evidencias de asociación espontánea y autónoma. Porque, con esta atomización social, debe ir también una disminución de la intensidad y un desvanecimiento final de los valores políticos que se interponen entre la libertad y el despotismo.

Destruir o disminuir la realidad de las áreas más pequeñas de la sociedad, abolir o restringir la gama de alternativas culturales que ofrecen a los individuos el esfuerzo económico, la religión y el parentesco, es destruir con el tiempo las raíces de la voluntad de resistir al despotismo en sus formas más amplias.

Un primer paso para separarse ideológicamente del Estado es apreciar cómo este ha incorporado históricamente diversas instituciones sociales a las funciones estatales según le ha convenido, pasando de lo orgánico a lo impuesto. Podemos verlo en el dinero, la ley, el mercado y el lenguaje. Todos ellos son anteriores al Estado, que se ha encargado de normalizar una narrativa favorable a su mantenimiento. Conceptos como el propio Estado, el gobierno, la regulación, la política o la patria se asimilan ahora sin esfuerzo al culto al Estado, pero son conceptos preexistentes que, tal y como los entendemos hoy en día, son simplemente anacrónicos, y todo ello se ha logrado mediante el desplazamiento progresivo de las comunidades hacia la esfera estatal.

La sinergia entre el anarcocapitalismo y la comunidad es evidente. La propiedad privada proporciona un marco normativo para las interacciones interpersonales; la comunidad proporciona mecanismos de regulación social que favorecen la transmisión generacional de ideas y valores. Uno opera a nivel ético-normativo, el otro a nivel social-moral.

Defender el orden espontáneo no significa estar en contra de las normas o las tradiciones. Así como puede haber malas costumbres, también las hay que se desarrollaron de forma orgánica, es decir, sin amenazas ni imposiciones. Mientras los seres humanos vivan con sus semejantes, surgirán de forma natural normas para hacer frente a la inseguridad interna y ambiental, y estas normas —sociales, morales y económicas— se canalizarán a través de las comunidades.

Lejos de imaginar el anarcocapitalismo como desordenado, amoral y absurdo, la unión voluntaria entre las personas también puede culminar en la política, el gobierno y la regulación en su sentido más básico. La diferencia con nuestro modelo actual radica en la forma en que se ejecutan. En el libre mercado, estos mecanismos de coordinación se llevan a cabo a través de la competencia y el consentimiento; en el Estado, a través de monopolios y agresión física.

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