«Todos somos falibles; el progreso consiste en descubrir nuestros errores y corregirlos». —Karl Popper
«La acción humana es siempre racional: no porque sea perfecta, sino porque busca la mejora». —Ludwig von Mises
«La curiosa tarea de la economía es mostrar a los hombres lo poco que saben sobre lo que imaginan que pueden diseñar». —Friedrich Hayek
Karl Popper pertenece a esa rara estirpe de pensadores cuya brillantez no reside en ofrecer respuestas definitivas, sino en recordarnos, con delicadeza (y a veces con ferocidad), que las respuestas definitivas no existen. Nacido en Viena, formado en el mismo ambiente intelectual que moldeó a Mises y Hayek, Popper maduró en un siglo ensombrecido por la arrogancia epistémica y las catástrofes políticas. Su obra no se asemeja a un gran sistema, sino a una linterna que se lleva a través de la noche, iluminando los errores, los peligros y las ilusiones que rodean silenciosamente todos los intentos de planificación centralizada.
El punto de partida es la misma herida filosófica que abrió Hume siglos antes. En la Investigación sobre el entendimiento humano, se pone de manifiesto la fragilidad de la inducción: ningún puente lógico garantiza que el futuro se parezca al pasado. Popper no intentó reparar esa herida, sino que la transformó en una epistemología. Una teoría científica nunca puede verificarse, solo refutarse. Se mantiene no porque se haya confirmado, sino porque aún no ha sido refutada.
Esta epistemología se convierte en su arma más afilada contra la seducción moderna del cientificismo —la creencia de que los modelos matemáticos y las predicciones estadísticas pueden sustituir al juicio, la experiencia y el conocimiento disperso. En La pobreza del historicismo, Popper expone la tentación de convertir la historia en destino; ve en Platón, Hegel y Marx no a maestros de la razón, sino a arquitectos de jaulas intelectuales construidas sobre la peligrosa promesa de la profecía histórica.
Al lado de la Escuela Austriaca, las afinidades de Popper con Hayek se hacen inmediatamente visibles. Ambos rechazan el conocimiento centralizado y ambos entienden la vida social como una confrontación interminable con la incertidumbre. Hayek describió el mercado como un proceso de descubrimiento, bellamente articulado en La competencia como procedimiento de descubrimiento. Popper describió la ciencia como un proceso abierto de corrección de errores. Su convergencia es inconfundible: la verdad no puede existir sin la posibilidad del error, y el orden no puede surgir sin la libertad.
La relación entre Popper y Mises es más tensa, pero profundamente reveladora. Popper desconfiaba de la praxeología porque no es falsificable; Mises rechazó esa objeción porque, en su opinión, la economía no es una ciencia empírica, sino lógica, basada en el axioma de que el hombre actúa. Esta tensión se hace evidente al leer Acción humana junto con Conjeturas y refutaciones. A pesar de sus desacuerdos metodológicos, ambos pensadores se oponen al mismo enemigo intelectual: la ingeniería social, la planificación centralizada y la ilusión de la infalibilidad de los expertos.
Esta base moral se hace evidente en La sociedad abierta y sus enemigos, la obra política más perdurable de Popper. En ella sostiene que las sociedades libres dependen de instituciones que acogen las críticas, limitan el poder y reconocen la falibilidad de todas las autoridades. El verdadero enemigo de la sociedad abierta es el dogmatismo, ya sea político, científico, ideológico o tecnocrático.
Si las advertencias de Popper sonaban urgentes en el siglo XX, hoy suenan proféticas. Vivimos en una época cada vez más gobernada por sacerdocios acreditados, predicciones algorítmicas y certezas burocráticas disfrazadas de ciencia. Los modelos hablan como oráculos; los expertos hablan como si no estuvieran sujetos a la falibilidad. En este clima, Popper vuelve a ser indispensable.
Leído junto a Hayek y Mises, Popper revela algo precioso: la libertad no es solo un valor político, sino una necesidad epistemológica. Solo la libertad permite a las sociedades corregir los errores. Solo la libertad permite que la información dispersa se convierta en conocimiento. Y solo la libertad protege a la humanidad de aquellos que creen saber lo suficiente como para moldear el mundo para todos los demás.
En una era marcada por nuevas tecnocracias, nuevos dogmas y nuevas formas de censura, —a menudo encubiertas con el lenguaje de la ciencia—, la voz de Popper se impone con una claridad inesperada. La verdad no pertenece a ninguna institución. La ciencia no pertenece a ninguna jerarquía. La historia no pertenece a ningún profeta. La verdad es un camino abierto, y la libertad es el espacio en el que ese camino puede seguir recorríéndose.