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La ciencia gubernamental es un oxímoron

Donald Trump ha sido muy criticado por recortar la financiación federal de la ciencia. Sus oponentes afirman que su decisión amenaza con socavar la innovación americana, debilitar la economía del país y disminuir su influencia global. Sin embargo, rara vez se examina la suposición que subyace a estas quejas. Se da por sentado que el gobierno debe desempeñar un papel central en el apoyo a la ciencia para que la sociedad progrese. Un examen más detallado de la experiencia histórica, el razonamiento económico y la dinámica real de la investigación revela que esta suposición es falsa. La innovación ha florecido sin el patrocinio del Estado, y el apoyo gubernamental a menudo politiza la ciencia, desplaza la iniciativa privada y socava el progreso que se supone que debe promover.

El argumento convencional a favor del apoyo público se basa en la idea de que la ciencia es un bien público. Dado que se dice que el conocimiento se difunde ampliamente, con beneficios que no pueden ser captados en su totalidad por un solo individuo o empresa, los economistas y los responsables políticos han sostenido durante mucho tiempo que los actores privados invertirán menos de lo necesario. En el siglo XX, este razonamiento tomó una forma más formal en el llamado modelo lineal: el gobierno financia la investigación básica, que luego produce tecnologías aplicadas, las cuales a su vez impulsan el crecimiento económico. Este modelo justificó la expansión del patrocinio gubernamental después de la Segunda Guerra Mundial y se ha invocado desde entonces para defender el gasto público en ciencia.

Sin embargo, los datos históricos contradicen esta teoría. Durante la Revolución Industrial, Gran Bretaña dedicó pocos fondos públicos a la ciencia civil, pero se convirtió en la sociedad más inventiva del mundo. Los Estados Unidos, del mismo modo, se basó en la iniciativa privada y, a principios del siglo XX, había superado a Europa como la nación más avanzada tecnológicamente del mundo. Por el contrario, Francia y Alemania, —que financiaban sistemáticamente la investigación a través de sus gobiernos— no lograron converger con las economías líderes. Sus ingresos per cápita y sus niveles de industrialización siguieron siendo más bajos, a pesar de sus amplios programas estatales. Si el apoyo gubernamental fuera realmente indispensable para la innovación, estos resultados no se habrían producido.

A menudo se sugiere que la industria privada solo invierte en investigación aplicada, dejando de lado los descubrimientos fundamentales. Pero las pruebas demuestran lo contrario. Muchos avances cruciales proceden de laboratorios y talleres industriales, más que de universidades. Esto ilustra que la supuesta frontera entre la investigación pura y la aplicada es engañosa. Las empresas privadas han financiado históricamente investigaciones sobre principios fundamentales porque reconocían que dichas investigaciones podían reportarles ventajas a largo plazo. Las grandes empresas de telecomunicaciones, química y electrónica mantuvieron importantes laboratorios que no solo aplicaban el conocimiento, sino que también lo producían, ganando reconocimiento internacional y dando forma a industrias enteras. Por lo tanto, la afirmación de que los actores privados no apoyan la ciencia básica se contradice con las pruebas tanto históricas como modernas.

La idea de que se necesita el apoyo del gobierno para que la ciencia sea cooperativa también es errónea. La colaboración y la apertura no son productos exclusivos del patrocinio público, sino que han caracterizado desde hace mucho tiempo a la investigación privada. Incluso cuando el secretismo era más habitual, los científicos encontraban formas de revelar sus descubrimientos sin perder su prioridad, por ejemplo, publicando los resultados en forma codificada o depositándolos en intermediarios de confianza. En la actualidad, las industrias forman empresas conjuntas, comparten patentes y crean asociaciones profesionales para difundir el conocimiento. La investigación funciona como un sistema social en el que los individuos y las empresas cooperan más allá de las fronteras institucionales, adaptándose a los incentivos y las oportunidades. La vitalidad de este sistema proviene de la competencia y la cooperación voluntaria dentro de los mercados, más que de la dirección política.

La supuesta neutralidad de la financiación gubernamental es, en realidad, una peligrosa ilusión. El apoyo del gobierno no se basa en el mérito científico, sino en agendas políticas. Lo que parece ser una ayuda generosa a menudo conlleva costes ocultos. Como advierte un estudio, la relación entre el Estado y la ciencia «conlleva peligros no reconocidos para el funcionamiento y la integridad de la ciencia». Las agendas de investigación se vinculan a la movilización en tiempos de guerra, a cálculos electorales o a rivalidades burocráticas, en lugar de a la lógica interna del descubrimiento. La gran expansión de los programas federales durante el siglo XX se justificó en gran medida por la necesidad militar. Sin embargo, una vez terminadas las guerras, estos programas se mantuvieron, no porque fueran indispensables para el progreso, sino porque las burocracias y los grupos de interés presionaron para que se mantuvieran. Esta politización desvía los recursos hacia temas de moda o atractivos desde el punto de vista electoral, mientras que descuida otros menos visibles pero más prometedores. Corroe la independencia de la ciencia y distorsiona sus prioridades.

Aún más perjudicial es que el gasto público suprime la inversión privada. Las pruebas demuestran que cuando las empresas que dependen de contratos públicos amplían sus presupuestos de investigación, sus homólogas del sector reducen los suyos. Los directivos, presionados para mantener el rendimiento frente a los competidores subvencionados, suelen recortar la investigación a largo plazo para impulsar los beneficios a corto plazo. El resultado es una disminución neta de la investigación global del sector. Incluso si las empresas dependientes aumentan su actividad, la contracción entre sus homólogas supera la ganancia. A nivel del sector en su conjunto, el gasto gubernamental reduce la inversión. Lejos de llenar el vacío dejado por los mercados, el dinero público desplaza y socava la iniciativa privada.

La diferencia fundamental entre la ciencia pública y la privada radica en los incentivos. La investigación privada se guía por la rentabilidad. Los proyectos que prometen un rendimiento atraen financiación, mientras que los que fracasan se abandonan. Esta disciplina garantiza que los recursos se dirijan a líneas de investigación fructíferas. Los proyectos gubernamentales, por el contrario, no se rigen por esta disciplina. Los burócratas y los políticos no asumen los costos del fracaso, y los programas suelen persistir porque cuentan con apoyo político más que con justificación científica. Una vez que se establecen las agencias y los presupuestos, estos desarrollan su propio impulso, expandiéndose independientemente de los resultados. El sistema se perpetúa a sí mismo, corroyendo la adaptabilidad y vinculando la investigación a los intereses políticos.

Por lo tanto, la suposición de que la innovación requiere el patrocinio del gobierno no se sostiene. La historia demuestra que los avances más transformadores se produjeron cuando la iniciativa privada marcó el camino. Las empresas privadas y los particulares han apoyado constantemente tanto la ciencia aplicada como la básica, cooperando dentro de redes que difunden el conocimiento y reparten el riesgo. La participación del gobierno, por otro lado, politiza las prioridades, afianza la burocracia y desplaza la financiación privada. Cuando los críticos atacan a Trump por recortar los presupuestos, revelan su apego a un e un mito más que a la evidencia. La reducción del gasto federal no debe considerarse una amenaza para la innovación, sino una oportunidad para devolver a la investigación el lugar que le corresponde en el mercado. Sin distorsiones políticas ni subvenciones dependientes, la ciencia puede recuperar la creatividad, la apertura y la independencia que siempre han sido la verdadera fuente del progreso.

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