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El mito detrás del poder federal para anular leyes estaduales

Durante más de un siglo, el proceso de centralización política y construcción del Estado en Estados Unidos ha supuesto convencer a una gran parte de la población de que el gobierno federal debe ser el árbitro final de la rectitud moral de todas las leyes y políticas adoptadas en cada estado. La idea comenzó como un concepto novedoso en el siglo XIX, cuando los responsables de la política federal empezaron a utilizarla como herramienta para afirmar el control federal sobre los estados. Si las instituciones federales consideran que una política estadual se ajusta a las nociones federales de «derechos», entonces se permite que la política se mantenga. Si no, el gobierno federal considera que la ley es nula y sin efecto. Esta negación de las políticas estaduales y locales, por supuesto, está respaldada por la fuerza coercitiva real o amenazada que aplican las instituciones federales. Hoy en día, la idea de que los tribunales federales pueden declarar cualquier ley estadual como «inconstitucional» es aceptada sin duda por la inmensa mayoría de los americanos.

Además, la idea impregna todos los rincones del espectro político, de modo que tanto los conservadores como los progresistas pueden oírse habitualmente pidiendo que el gobierno federal intervenga y anule por la fuerza las leyes locales cuando éstas no sean del agrado de los activistas. La izquierda, por supuesto, lleva mucho tiempo pidiendo la intervención federal en todos los gobiernos estaduales y locales, hasta el consejo escolar local. A través de este proceso, por ejemplo, incluso la oración en un partido deportivo de la escuela secundaria se ha convertido en una cuestión federal. Los conservadores, por su parte, exigen que el gobierno federal anule las leyes de armas estaduales y locales cuando los conservadores consideran que estas leyes son demasiado restrictivas.

Esta es incluso una noción común entre los autodenominados libertarios, muchos de los cuales insisten en que es totalmente apropiado que un gobierno—es decir, el gobierno federal—imponga ciertas leyes a otro gobierno—es decir, los gobiernos estaduales y locales.

Entre los defensores de este tipo de cosas, ya sean progresistas, conservadores o libertarios, se justifica con el argumento de que la intervención federal debe permitirse para «proteger los derechos». Los derechos, por supuesto, son en estos casos definidos por el propio gobierno federal.  Además, el gobierno central en estos casos debe ser el único juez de sus propias leyes y políticas, y no estar sujeto a ninguna intervención de «personas externas» con el fin de proteger los derechos, o cualquier otra cosa.

Como ya he señalado en el pasado, se trata de una forma de imperialismo y, desde luego, no es nada nuevo, novedoso o exclusivo de los americanos. Los imperialistas de todo tipo han justificado durante mucho tiempo sus intervenciones con el argumento de que sus acciones son necesarias para imponer la protección de los derechos humanos, difundir la civilización o prestar algún otro servicio a la humanidad. Esto se considera necesario porque no se puede confiar en el autogobierno de los habitantes de las colonias, sea cual sea su definición, y por lo tanto deben someterse al gobierno ilustrado de los forasteros en los que se puede confiar para proteger adecuadamente los derechos y la civilización. 

De hecho, la justificación de este tipo de relación entre el gobierno federal y los gobiernos estaduales en Estados Unidos es fundamental para la ideología del régimen americano. Se refleja en la constitución escrita del régimen, que se invoca regularmente para dar una pátina de legitimidad a las pretensiones del Estado central. Sin embargo, este mito de la infalibilidad jurídica del Estado central se basa en distinciones puramente arbitrarias, inventadas y ficticias entre los gobiernos estaduales, locales y federales. 

¿La «democracia» funciona para el gobierno federal, pero no para los gobiernos estaduales y locales?

Entre la mayoría de los americanos, se da por sentado que, a menos que el gobierno federal pueda evaluar, afirmar o anular las leyes estaduales y locales, estas instituciones estaduales y locales no protegerán adecuadamente los derechos. Sin embargo, en esta ecuación está implícito que el gobierno federal no necesita ningún tipo de supervisión externa similar. La razón de ello nunca está del todo clara, sobre todo porque los gobiernos estaduales son notablemente similares al gobierno federal en términos de estructura e instituciones.

Por ejemplo, todos los gobiernos estaduales de EEUU son gobiernos republicanos con elecciones regulares, asambleas legislativas, tribunales y muchos de los llamados controles y equilibrios propios. La mayoría de las constituciones estaduales contienen sus propias declaraciones de derechos, y emplean tribunales supremos estaduales que evalúan las leyes estaduales y locales a la luz de estos derechos legales. En otras palabras, cada gobierno estadual contiene todas las características de lo que las élites nos dicen que es la «democracia».

Sin embargo, por la razón que sea, se considera que estas instituciones no son fiables a la hora de proteger los derechos y no son—en el lenguaje de las élites americanas—suficientemente democráticas. La «solución», por tanto, consiste en someter todas las leyes y políticas estaduales a un veto federal a través de los tribunales o mediante una legislación federal que sustituya a la ley estadual. La intervención federal, se nos dice, es necesaria como respaldo para evitar los abusos de los funcionarios estaduales y locales.

Sin embargo, en el ámbito federal se presume que las instituciones, por la razón que sea, funcionan lo suficientemente bien como para proteger los derechos y son suficientemente democráticas. Es decir, aunque el gobierno federal es prácticamente idéntico a los gobiernos estaduales en cuanto a su estructura y composición institucional, no requiere un respaldo externo que garantice que el gobierno federal no abuse de su poder. Mientras las instituciones estaduales fracasan en su misión, se supone que las elecciones, las legislaturas y los tribunales federales son suficientes para proteger los derechos. En otras palabras, la «democracia» sólo funciona a nivel federal, y sólo a nivel federal.

¿Por qué las instituciones federales funcionan para proteger los derechos mientras que las instituciones estaduales y locales son insuficientes para hacerlo? Esto nunca se explica, ¿y cómo podría ser? La distinción es puramente arbitraria y no se basa más que en la mera afirmación de que sólo los gobiernos estaduales y locales—pero no el gobierno nacional—requieren de la intervención externa para garantizar el respeto de los derechos. Sería igualmente riguroso sostener que las instituciones federales son fundamentalmente diferentes de las estaduales y locales en este sentido debido a hechizos y polvo de hadas.

El gobierno federal es el único juez de sus propias leyes.

O dicho de otro modo, la ideología centralista en juego sostiene que los gobiernos estaduales y locales no son soberanos, sino que el gobierno federal es plenamente soberano. Para ilustrar esta soberanía, no hay más que ver el hecho de que prácticamente nadie del régimen ha intentado seriamente someter las leyes americanas a la evaluación de los jueces de las Naciones Unidas o de cualquier otra organización internacional. (Hacerlo sería, al menos, coherente con la idea de que la ley de un gobierno debería estar sujeta a la revisión de algún nivel de gobierno «superior»). No es que la idea no se mencione nunca. Por ejemplo, algunos grupos de interés proabortistas han afirmado que los Estados que prohíben el aborto lo hacen violando el derecho internacional. Podría decirse entonces que si el gobierno federal afirmara esas leyes, EEUU debería estar sujeto a una intervención externa en nombre de forzar el cumplimiento de las protecciones internacionales de los derechos humanos.

Aquellos que sugieran algo así tendrán poco éxito en Estados Unidos, por supuesto. La mayoría de los americanos—incluso entre las élites— insisten en que los «forasteros» no deben ser jueces de las leyes de otra jurisdicción, y que sólo las instituciones americanas pueden decidir qué leyes deben aplicarse dentro de las fronteras de Estados Unidos. Los jueces franceses, británicos o italianos no deben opinar sobre las leyes que se aplican o adoptan dentro de Estados Unidos. Pero nótese que esta misma lógica no se aplica a los estados miembros supuestamente «soberanos» de Estados Unidos. Debemos creer que sería escandaloso que personas que viven a miles de kilómetros de distancia dictaminen sobre las leyes de Estados Unidos, sin embargo se considera perfectamente aceptable que los políticos o jueces federales de Washington DC dicten ellos mismos qué leyes o políticas son permisibles a miles de kilómetros de distancia en Idaho o Alaska.  En otras palabras, el gobierno federal —y sólo el gobierno federal— es el único juez de sus propias leyes y políticas.

Una vez más, la distinción aquí es puramente arbitraria, y se basa en ficciones convenientes como la afirmación de que un agricultor en Idaho y un abogado en el Tribunal Supremo son «todos los americanos» y, por tanto, el primero debe someterse al poder político del segundo. Estas pretensiones de solidaridad americana sólo se aplican en una dirección, por supuesto, y no se emplean nunca para limitar el poder federal. Sin embargo, estas ideas perduran porque se ajustan a los caprichos ideológicos de quienes logran moldear y propagar la opinión pública.

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Image Source: John Brighenti via Flickr
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