El asesinato de Charlie Kirk es una tragedia en varios niveles. Priva a su familia y amigos del tiempo que de otro modo habrían pasado con Charlie, especialmente a sus hijos pequeños y a su esposa. Es una tragedia para Charlie —cuya vida se vio truncada prematuramente. Y es una señal trágica de que las palabras equivocadas, incluso en una democracia liberal, pueden costarte la vida. Como académico e intelectual público, lo encuentro escalofriante.
También es, de manera inquietante, un caso de estudio sobre cómo los incentivos democráticos pueden corroer la vida política. A pesar de la conmoción y el horror que rodea al asesinato, su lógica no es del todo misteriosa. Las herramientas de la economía política y la filosofía, especialmente conceptos como la irracionalidad racional y teorías como la teoría de la señalización costosa, pueden ayudarnos a comprender por qué la violencia política a veces surge desde dentro de la propia democracia.
Los economistas y filósofos llevan mucho tiempo dándole vueltas a una pregunta sencilla: ¿por qué los ciudadanos participan en la política cuando es casi seguro que sus acciones individuales no tienen importancia? Emitir un solo voto, asistir a una protesta o escribir una carta a un representante rara vez cambia el resultado. La probabilidad de que tu voto incline una elección nacional es de aproximadamente una entre sesenta millones. Es más o menos la misma probabilidad que ganar dos veces el premio mayor de la lotería estatal. Por lo tanto, a la luz de esto, parecería irracional que alguien dedicara tiempo o recursos a la política. Sin embargo, la gente lo hace y, a menudo, con pasión.
Una teoría popular desarrollada por el economista Bryan Caplan sostiene que los ciudadanos son «racionalmente irracionales». Por lo tanto, es prácticamente racional que los individuos se dejen llevar por sesgos epistémicos y fantasías partidistas, ya que el costo de hacerlo es prácticamente nulo. Si mi voto, mi tuit o mi pancarta de protesta no van a decidir el resultado, ¿por qué no utilizar la política para expresar mi identidad tribal?
Según esta teoría, la ignorancia y los sesgos políticos no son producto de la estupidez, sino de incentivos perversos. Es racional que los individuos sigan ignorando los complejos detalles de las políticas mientras se entregan a formas expresivas de identidad política. El coste personal del error es insignificante y la recompensa tribal puede ser grande.
Esta misma lógica se extiende a ámbitos más oscuros. El asesinato casi nunca logra los fines que imaginan sus autores. Las instituciones se adaptan, los sucesores intervienen, los movimientos perduran. Matar a Charlie Kirk no disolverá el movimiento juvenil conservador que él ayudó a dinamizar, ni curará la polarización de América. Sin embargo, el cálculo del asesino suele ser diferente. La violencia puede tratarse como una forma de expresión —un acto que señala lealtad, registra ira o fabrica notoriedad instantánea. Dentro de las estructuras de incentivos distorsionadas de la política democrática, esa violencia puede parecer subjetivamente racional: una forma de demostrar lealtad tribal. Sin embargo, juzgada desde fuera, sigue siendo objetivamente irracional, ya que produce daños sociales y políticos que superan con creces cualquier sentido fugaz de significado o reconocimiento que buscara el asesino.
Aquí, la teoría de la señalización ayuda a profundizar el análisis. Tanto los economistas como los biólogos distinguen entre señales baratas y costosas. Una señal barata es fácil de producir y, por lo tanto, fácil de falsificar. Una pegatina política para el parachoques o una publicación en las redes sociales son baratas: cualquiera puede pegarlas en su coche o en su muro sin mucho esfuerzo. Las señales costosas, por el contrario, son más difíciles de falsificar precisamente porque implican un sacrificio. Comprar un anillo de compromiso caro es una señal costosa de compromiso; servir en combate es una señal costosa de lealtad a la propia nación. Y, en el extremo de la política, la violencia funciona, por desgracia, como la señal costosa definitiva. Arriesgarse a la cárcel o a la muerte tiene un costo elevado que ningún eslogan podría igualar. Para los radicales políticos desesperados por demostrar su lealtad o consolidar su reputación, la violencia se convierte en algo perversamente atractivo.
Pero la lógica de la reputación no termina con el asesino. Los actores políticos, las figuras de los medios de comunicación y los activistas aprovechan rápidamente los actos de violencia para mejorar su propia posición. Algunos se apresuran a culpar a sus oponentes, presentando la tragedia como prueba de la depravación del bando contrario. Otros se erigen en voces de la unidad, presentándose como ejemplos morales. Otros aún aprovechan el momento para endurecer sus posiciones políticas preferidas. El asesinato se convierte en un recurso reputacional, una moneda sombría que se gasta en la economía de la política tribal.
No es popular admitir que, a veces, la señalización de la virtud y la racionalización en la política pueden tener beneficios no deseados similares a la «mano invisible» de Adam Smith en los mercados. En esos casos, la señalización interesada de los partidarios a veces empuja las normas sociales en una dirección positiva. Y, al difundir sus conexiones morales para quedar bien ante los demás, aunque sea de forma insincera, los actores políticos a veces se comprometen con el progreso moral ante el dolor de la hipocresía moral.
Desgraciadamente, los asesinatos revelan el lado oscuro de este proceso, en el que la violencia puede secuestrar el proceso de señalización y reputación, convirtiéndolo de una fuente potencial de progreso en un motor de colapso. En lugar de impulsar las normas hacia arriba, las señales costosas, como la violencia política, las arrastran hacia abajo, reforzando la polarización y la desconfianza. La violencia expresiva, concebida como una señal tribal, puede acabar corroyendo las condiciones que hacen posible la cooperación democrática.
El asesinato también ilustra una verdad más amplia sobre la gobernanza democrática. Las democracias son admirables porque difunden el poder político, lo que dificulta que una sola persona o facción domine. Pero esta difusión también crea débiles incentivos para la búsqueda de la verdad. Los votantes individuales tienen pocas razones para informarse. Los políticos tienen fuertes incentivos para complacer en lugar de persuadir. Los partidarios son recompensados por su lealtad tribal en lugar de por su integridad epistémica.
Se trata de declaraciones destinadas a persuadir, independientemente de la verdad. Y, tras un asesinato, el incentivo no es investigar cuidadosamente o deliberar con paciencia. El incentivo es enmarcar la tragedia de manera que resuene en la base de cada uno, independientemente de la verdad. Por eso vemos a líderes políticos culpando a campos ideológicos enteros, a activistas vigilando el discurso en las redes sociales y a comentaristas manipulando narrativas antes de que se conozcan los hechos.
Ninguno de estos análisis justifica el acto. No disminuye el horror de la muerte de Kirk ni el dolor de quienes lo lloran. Pero nos ayuda a apreciar que la democracia, al difundir el poder político, debilita los incentivos para que los individuos busquen la verdad o el impacto político. Este vacío fomenta la política expresiva, en la que la reputación y la identidad tribal prevalecen sobre la deliberación racional. En la mayoría de los casos, el resultado es simplemente un desperdicio, pero en algunos casos es terriblemente trágico y catastrófico.