Mises Daily

Un hombre, un plan, un fracaso

En nuestras manos: un plan para reemplazar el Estado benefactor. Por Charles Murray. AEI Press, 2006. Xv + 214 pgs.

Charles Murray, según sus propias palabras, no debería haber escrito En nuestras manos. Identifica un verdadero problema, pero él mismo demuestra que su plan para resolverlo es inútil o inferior a otro mejor.

Los programas gubernamentales gastan miles de millones de dólares para ayudar a los pobres, pero la pobreza continúa. Dado el despilfarro desmesurado de los programas burocráticos, ¿por qué no suprimirlos por completo? ¿No sería mejor dar el dinero que cuestan los programas de transferencia directamente a los pobres?

«La población americana es más rica que ninguna otra en la historia. Cada año, el gobierno americano redistribuye más de un billón de dólares de esa riqueza para financiar la jubilación, la atención sanitaria y el alivio de la pobreza. Aún tenemos millones de personas sin jubilaciones cómodas, sin asistencia sanitaria adecuada y viviendo en la pobreza. Sólo un gobierno puede gastar tanto dinero de forma tan ineficaz. La solución es dar el dinero a la gente». (p.1)

Surge enseguida un problema. En la propuesta de Murray, el gobierno utiliza los impuestos que de otro modo se habrían destinado a programas de bienestar para financiar una subvención de 10.000 dólares anuales a cada ciudadano americano de veintiún años o más. Pero si el gobierno es tan ineficiente como piensa Murray, ¿para qué tomar dinero de los impuestos? ¿No debería la gente ser libre de gastar o ahorrar su propio dinero a su antojo?

Una objeción obvia amenaza esta sugerencia, pero Murray proporciona los recursos para responderla. ¿Qué pasa con los pobres? Está muy bien hablar de que la gente se quede con su propio dinero, pero ¿qué pasa con los que en el mercado libre no pueden arreglárselas por sí mismos? ¿Se les va a dejar morir de hambre o prescindir de una atención médica necesaria que no pueden permitirse?

Como bien señala Murray, las asociaciones voluntarias de asistencia social estaban muy extendidas antes de que los programas obligatorios del New Deal las desplazaran. «En la época en que comenzó el New Deal, la asistencia mutua para el seguro no consistía en unos pocos grupos aislados de trabajadores. La filantropía hacia los pobres no consistía en unas cuantas Damas Generosas distribuyendo cestas de comida. Amplias redes, en las que participaban personas de la cúspide a la base de la sociedad, formadas espontáneamente por ciudadanos corrientes, proporcionaban seguros sociales sofisticados y eficaces y servicios sociales de todo tipo». (pag.116-17) Si, se pregunta Murray, se logró tanto en las condiciones relativamente pobres de principios del siglo XX, ¿cuánto más podría hacerse «para hacer frente a las necesidades humanas en el nivel actual de riqueza nacional»? (p.116, el énfasis es nuestro)

Sorprendentemente, Murray está de acuerdo en que una política de laissez-faire es mejor que su propio plan. «La solución libertaria es impedir que el gobierno redistribuya dinero en primer lugar. Imaginemos por un momento que los más de un billón de dólares que el gobierno de los Estados Unidos gasta en transferencias quedaran en manos de la gente que empezó con ellos. Si yo [Murray] pudiera agitar una varita mágica, ésta sería mi solución». (p.4)

Murray rechaza el planteamiento libertario porque es inaceptable para la opinión pública americana. ¿Debemos considerar entonces su plan de renta garantizada como un compromiso con la realidad política? Por desgracia para esta sugerencia, Murray también piensa que su propio plan sobrepasa los límites de la posibilidad política: «La escalera que les estoy describiendo funcionaría si existiera, pero los políticos americanos de hoy no la construirán. Debo pedirles que suspendan la creencia y sigan el juego». (p.xv) Luego no puede imaginarse a sí mismo como Milton Friedman y decir, por ejemplo: «Lo ideal sería que el gobierno no desempeñara ningún papel en la educación. Pero el público no lo aceptará. En su lugar, los vales educativos son lo más cercano al libre mercado que podemos alcanzar en la práctica». Friedman pensaba que sus propuestas eran realistas; y por mucho que uno pueda estar en desacuerdo con ellas —¿acaso los vales no conducirían a un mayor control gubernamental, en lugar de a uno menor?— se puede admitir que tenía argumentos dignos de ser presentados. No así Murray —¿qué sentido tiene una exposición detallada de un plan inferior que no puede llevarse a cabo?

Quizá Murray tenga una respuesta. Hacia el final del libro, sugiere que el plan podría no ser irrealista en el futuro: «Empecé este experimento mental pidiéndoles que ignoraran que el Plan era políticamente imposible hoy. Termino proponiendo que algo como el Plan es políticamente inevitable —no el año que viene, sino en algún momento». (p.125)

¿Cómo lo imposible se ha convertido en inevitable? Nuestro autor señala el continuo progreso del capitalismo americano. ¿No somos cada vez más ricos? «El PNB real per cápita ha crecido con notable fidelidad a una ecuación de crecimiento exponencial durante más de un siglo». (p.125) A menos que el gobierno, mediante políticas aún más incompetentes que las que ahora aplica, desactive la economía, ¿no cabe esperar que este proceso continúe? 1 Si lo hace, la persistencia de la pobreza se hará intolerable. La gente se dará cuenta de que los programas gubernamentales no han funcionado y recurrirá a otra cosa. De ahí que el Plan se convierta en una opción viva.

Murray ha olvidado evidentemente su discusión anterior. Si el gobierno ha fracasado a la hora de aliviar la pobreza, ¿no llegarán las personas muy ricas a darse cuenta de que merecerá la pena intentarlo en una sociedad puramente voluntaria? Si son suficientemente ricos, las contribuciones caritativas no les supondrán una carga excesiva. ¿Por qué entonces recurrirán al Plan, que Murray reconoce que es menos que ideal?

Pero dejemos de lado esta objeción. Supongamos que en el futuro la gente quiera adoptar el plan de Murray. Si es así, tendrán que comparar los costes de los programas gubernamentales, entre los que destacan la Seguridad Social y Medicare, con los costes de los pagos anuales a la población que existirán entonces. ¿Qué sentido tienen entonces las elaboradas estimaciones que ocupan la mayor parte de este libro? En el futuro, la gente no se preocupará por cálculos basados en condiciones que para ellos serán el pasado. Si las cifras de Murray son correctas, ha demostrado que ahora podría realizarse un programa políticamente imposible. ¿Y qué?

Si buscamos una respuesta a la preocupación de Murray por una idea inferior y políticamente imposible, la respuesta no está lejos de encontrarse. Resulta que en realidad no es un libertario en absoluto: «Las personas son desiguales en las capacidades que conducen al éxito económico en la vida. En la medida en que esta desigualdad se basa en la forma en que las personas eligen libremente llevar sus vidas, no me parece preocupante.... La desigualdad de riqueza basada en la desigualdad de capacidades es diferente... Cuando una sociedad intenta redistribuir los bienes de la vida para compensar a los más desafortunados, su corazón está en el lugar correcto, por muy mal que haya funcionado en la práctica». (pp.4-5) Murray caracteriza su propio proyecto como un esfuerzo «por tender una mano a través de la división política entre libertarios y socialdemócratas, ofreciendo un compromiso que proporcionara una ayuda generosa para hacer frente a las necesidades humanas sin implicar el asfixiante y desalmado Estado benefactor. (p.xii) Pero el libertarismo rechaza la redistribución coercitiva y la socialdemocracia la abraza: ¿cómo es posible entonces el compromiso?

¿Qué pasa con el plan de Murray? Debe enfrentarse a una objeción potencialmente fatal. Si todos los adultos reciben unos ingresos garantizados, independientemente de si trabajan o no, ¿no inducirá esto a muchas personas a abandonar la población activa? ¿No reduce la propuesta sustancialmente el coste de oportunidad del ocio? ¿Acaso un problema similar no hizo inviable el impuesto negativo sobre la renta de Milton Friedman? «Durante la década de 1970, el gobierno federal patrocinó versiones de prueba del NIT [impuesto negativo sobre la renta] en lugares seleccionados de Iowa, Nueva Jersey, Indiana, Pensilvania y, de forma más ambiciosa, en Denver y Seattle. El NIT experimental produjo resultados decepcionantes. Los desincentivos al trabajo fueron sustanciales y ominosamente mayores entre los beneficiarios más jóvenes» (pp.8-9).

Murray sostiene que su plan, mucho más ambicioso, evitaría en gran medida el problema de los incentivos. El resumen y la sustancia de su argumento es que ni los jóvenes que se incorporan por primera vez a la población activa ni los que ganan salarios sustanciales dependerán por completo de sus subvenciones anuales de 10.000 dólares. Supongamos que tiene razón: sigue ignorando el principal problema que el argumento de los incentivos plantea a su plan.

La dificultad no estriba en que la gente «abandone» por completo, viviendo enteramente de una suma apenas munificente. Más bien, los que prefieren una vida ociosa pueden vivir bastante bien con poco trabajo. El propio Murray ha señalado este efecto, aunque no ve su relevancia para el problema de los incentivos: «Superar el umbral oficial de pobreza con el Plan es fácil para las personas en una amplia gama de circunstancias de vida, incluso en una mala economía, e incluso con el salario más bajo»(p.54) Murray utiliza este punto para contrarrestar la objeción de que su plan dejará a un número considerable de personas sumidas en la pobreza, pero no ve que permite a los trabajadores más cualificados evitar el empleo a tiempo completo.2 Si un número suficiente lo hiciera, la base de ingresos en la que Murray apoya sus cálculos se vería alterada. Se dispondría de muchos menos ingresos de los que él piensa para pagar las pensiones anuales.

Incluso con las cifras optimistas de Murray, el plan cuesta mucho dinero. «[E]n total, los gastos de los programas a sustituir ascendieron a 1,385 billones de dólares en 2002, frente a la necesidad de financiación residual del Plan de 1,740 billones de dólares. En otras palabras, en 2002, el Plan podría haberse aplicado con un déficit de 355.000 millones de dólares.» (pp.17-18) ¿Qué es un mero 355.000 millones de dólares entre nosotros, los libertarios? Te reconfortará saber que en 2011, el Plan no costará más que el actual Estado benefactor; y después costará menos  —si las proyecciones de Murray son exactas.

Ante unos costes tan enormes, los impuestos, por supuesto, deben seguir siendo altos: «No hay forma de reconfigurar el sistema fiscal para que los ciudadanos de rentas medias y acomodadas no acaben pagando casi tantos impuestos como ahora». (p.158) Aquí, por una vez, Murray tiene toda la razón. El objetivo de su plan es mantener la transferencia de ingresos a los pobres que realiza el actual Estado benefactor: su afirmación es que el plan transferirá ingresos de forma más eficiente. Y para ello son necesarios impuestos elevados.

Si debemos tener redistribución, ¿debemos estar de acuerdo con Murray en que el proceso debe llevarse a cabo de la forma más eficiente posible? En este caso, pagamos un precio muy alto por la eficiencia. Murray argumenta que su sistema minimiza los costes administrativos porque todo el mundo está obligado a tener un pasaporte nacional y una cuenta bancaria a la que el gobierno puede acceder. ¿No permite esto al Gobierno ahorrar mucho dinero? Ya no se incurriría, por ejemplo, en gastos inútiles para localizar a padres solteros que no pagan la manutención de sus hijos: «La policía no tiene que seguirle la pista [al padre soltero] ni tratar de encontrarle un día que tenga dinero en efectivo. Todo lo que necesitan es una orden judicial para intervenir la cuenta bancaria». (p.63) Quienes no compartan el libertarismo no euclidiano de Murray verán con recelo estas medidas policiales. El pasaporte interno fue un rasgo definitorio del comunismo soviético.3

Aunque el plan impone costes elevados y amenaza la libertad, ¿no deben incluso los opositores admitir que aporta algunas ventajas genuinas? ¿No elimina Medicare? Sí, pero el plan no prevé un mercado libre de la medicina. Muy al contrario, todo el mundo está obligado a destinar 3.000 dólares de su subvención anual al seguro médico.

Murray ha anticipado una objeción obvia al respecto. Con 3.000 dólares se adquieren cantidades muy diferentes de seguro, dependiendo de los factores de riesgo de cada uno. Alguien cuyos padres murieron a los cuarenta años puede descubrir que el dinero no le comprará mucha cobertura.

Nuestro autor resuelve este problema con consumada facilidad. «Obligar por ley a las aseguradoras médicas a tratar a toda la población, de todas las edades, como un único colectivo» (p.44) Se podrían permitir algunas excepciones: quizá los aladeltistas obesos tendrían que pagar primas más altas que los que practican aficiones menos arriesgadas. Pero incluso esto es dudoso: «Puede resultar que el coste para el resto de nosotros de subvencionar los riesgos para la salud de los fumadores obesos que practican ala delta sea sólo de unos pocos dólares al año por persona». (p.44). Si es así, incluso estos casos extremos deberían incluirse en el fondo común de riesgos.

¿Qué sentido tiene todo esto? En opinión de Murray, es injusto que se penalice a las personas que se arriesgan a asegurar: «El requisito de tratar a la población como un único grupo de seguros... elimina la injusticia cósmica por la que algunas personas tienen genes o accidentes que producen debilitamiento, dolor y discapacidades físicas de las que el resto de nosotros nos libramos, sin culpa o mérito propios» (pp.43-44). No me aventuraré a decir por qué Murray piensa que las personas obesas que fuman y practican el ala delta están en riesgo sin culpa propia; pero para acabar con la «injusticia cósmica», el plan de Murray somete el seguro médico al control gubernamental. Una vez más, el compromiso con la igualdad triunfa sobre el «libertarismo» de Murray.

Además, ¿qué ocurriría si, en contra de las hipótesis de Murray, mucha gente despilfarrara sus subvenciones anuales? ¿No exigirían los contribuyentes controles del gasto? Los programas burocráticos que su plan pretendía eliminar volverían a entrar en escena. Y con razón: uno debe ser libre de gastar su propio dinero, no el de los demás. Además, un aumento de los controles, como comprendió el presidente Clinton, tenderá a expulsar a la gente de la asistencia social. El plan de Murray, al ofrecer «dinero gratis», invierte los logros de las reformas de Clinton. 4

Murray defiende sus propuestas con elaborados cálculos, pero a veces presenta sus resultados de forma engañosa. Señala, con bastante acierto, que un joven de veintiún años que gane más de 50.000 dólares y que cada año hasta su jubilación invierta 2.000 dólares de su subsidio acabará mejor que con la Seguridad Social. De ahí que a algunos de los relativamente acomodados les interese apoyar el plan.

Murray ignora aquí el hecho de que los 2.000 dólares extra que la persona acomodada tiene para invertir son simplemente una condonación de parte de sus impuestos. Sin la subvención universal, los impuestos podrían reducirse masivamente, y muchas personas tendrían mucho más para invertir que los 2.000 dólares que Murray les ofrece generosamente. Pero no se nos proporcionan cifras sobre cuánto ganaría la gente: estos cálculos, uno sospecha, interferirían con la necesidad de Murray de hacer propaganda contra la «injusticia cósmica».

Murray termina su libro con una sorpresa. Como ya se ha mencionado, Murray reconoce que aplicar su plan supondría un enorme «déficit» de 355.000 millones de dólares. Obtiene esta cifra, por un lado, multiplicando la población elegible por 10.000 dólares y, por otro, sumando los costes de los programas gubernamentales que se eliminarían con el plan. (A la primera cifra se le restan los impuestos que deben pagar las rentas altas por sus subvenciones). Pero nuestro libertario socialdemócrata nos ha ocultado algo hasta el «Apéndice D». Algunas personas acomodadas se benefician más del sistema actual que del plan. Es posible que haya que «comprarlos» para inducir su aquiescencia al nuevo sistema, y hacerlo conlleva grandes costos. «Todos menos los que están a punto de jubilarse podrían ser comprados con un pago único que representa menos que el valor actual de las obligaciones del gobierno con esas parejas en el sistema actual. Nada en esta perspectiva niega que los costes de transición serían elevados y problemáticos» (p.173).

Murray sugiere que estos costes de transición no serían «obviamente inmanejables», pero no los ha incluido en sus cálculos. Si lo hubiera hecho, la irresponsabilidad financiera de su plan habría sido más evidente. Tal vez temía que nuestra sorpresa ante las cifras fuera demasiado fuerte. Pero lo que tenemos ya es bastante malo.

  • 1

    El argumento de Murray parece basarse en la cuestionable premisa de que una tendencia establecida desde hace tiempo, en igualdad de condiciones, puede esperarse que persista. En trabajos anteriores, Murray ha sido culpable de esta falacia. Véase mi reseña de What It Means To Be a Libertarian: A Personal Interpretation en The Mises Review, verano de 1997. En el presente caso, sin embargo, su conjetura me parece razonable.

  • 2

    La propuesta de Murray se parece al plan del marxista belga Philippe Van Parijs de garantizar a todos unos ingresos mínimos sin trabajo. Véase su obra Real Freedom for All (Oxford University Press, 1995).

  • 3

    Para un excelente análisis de los peligros de un documento nacional de identidad, véase Carl Watner y Wendy McElroy, eds., National Identification Systems: Essays in Opposition (McFarland Publishers, 2003).

  • 4

    Agradezco a Jeff Tucker estas observaciones.

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