Mises Wire

Lo que podemos aprender de los horarios “cómodos” de los temporeros en Francia

Mises Wire Ryan McMaken

La nostalgia del pasado (ya sea nuestro propio pasado o de los tiempos pasados en general) es una emoción poderosa y a menudo se manifiesta con una imagen del pasado en el que las cosas eran “más sencillas” y la gente lleva un tipo de vida más pausado, cómodo y confortable. Es verdad, la gente no tenía los lujos que tiene hoy, pero estaba satisfecha con lo que tenía y usaba sus grandes cantidades de tiempo libre para crear lazos familiares y apreciar las cosas sencillas.

No había ninguna rutina y los horarios laborales eran más cortos gracias al hecho de que había menos tareas a realizar en invierno en una sociedad agrícola.

En cierto sentido, esta imagen del total de horas trabajadas es verdad, al menos en los entornos agrícolas. Pero a menudo hay que remontarse mucho para verla.

Es decir, los horarios laborales en una ciudad, digamos, del siglo XIX eran bastante largos. Pero si nos remontamos al siglo XIV descubrimos, al menos en algunos lugares de Europa, que los horarios eran menores de los que tenían los europeos occidentales en el siglo XX. Las vacaciones eran frecuentes y el ciclo de estaciones a menudo implicaba largos periodos de ocio para los trabajadores del campo.

Según una investigación realizada por Julie B. Schor, muchos campesinos trabajaban 150 días al año. Los jornaleros, sostiene Schor, no trabajan más de lo que necesitaban para cubrir sus necesidades básicas.

En su trabajo sobre el sector textil estadounidense, Barbara Tucker también demuestra que estas situaciones laborales continuaron igual para muchos, incluso en el siglo XIX. A mediados del siglo XIX, a los críticos sociales estadounidenses les preocupaba que la gente acostumbrada al lento trabajo agrícola no estuviera desarrollando “las costumbres de la industria” y muchas familias se limitaran a dejar pasar sencillamente el invierno.

Sin embargo, un aspecto de esta aparente utopía que se olvida a menudo es que el nivel de vida “disfrutado” por estos trabajadores y familias era a menudo sorprendentemente bajo.

Muchas personas tenían una vida sin atención sanitaria moderna, ni viajes de placer, ni electrónica, con pocos libros o material de lectura y una educación de muy baja calidad sin el tipo de horario laboral que sufrimos ahora.

Pero incluso esta imagen de una vida sencilla sentados en el hogar con la familia todo el invierno puede que no suene tan mal a muchos.

Sin embargo, cuando empezamos a entrar en algunos de los detalles de lo que significa “dejar pasar el invierno” la imagen empieza a ser un poco más lúgubre.

Cuando hay poca comida, debemos dormir

Uno de los problemas de idealizar la idea de “más tiempo de ocio” es que esto a menudo implica olvidar convenientemente que el ocio no trae con él sus propios entretenimientos.

Para muchos, estas horas de “ocio” del invierno en las áreas preindustriales se caracterizaban por la necesidad de hacer lo menos posible para conservar recursos escasos para el invierno.

Cuando el nivel de vida es bajo y la productividad del trabajador es baja, conservar recursos comiendo menos y gastando menos energía se convierte al menos en tan importante como trabajar más horas.

El historiador Benjamin Reiss en su libro sobre el sueño señala que dormir era una estrategia importante a este respecto:

Mucha gente en climas fríos permanecía en la cama más tiempo en el invierno por necesidad. Con un suministro reducido de alimentos y recursos limitados de calor más allá de las pieles animales y otras coberturas, sencillamente tenían que conservar la energía. (…)

Todavía en 1880 un observador decía que los residentes en los Pirineos Orientales estaban “tan parados como marmotas” durante los meses fríos.

Regiones montañosas enteras esencialmente cerraban a finales del otoño, con algunas villas esencialmente “enterrándose” hasta principios de la primavera. Un geógrafo escribía en 1909 que “los habitantes reaparecen en primavera, desaliñados y anémicos”. Incluso algunas regiones inferiores, con un clima más templado, mostraban señales de un letargo prolongado. Un informe oficial de 1844 describía lo que pasaba a los jornaleros borgoñeses después de que terminaba la temporada de cosecha: “Después de hacer las reparaciones necesarias en sus herramientas, estos hombres vigorosos pasan ahora los días en la cama, manteniendo sus cuerpos muy juntos para mantenerse calientes y comer menos. Se debilitan deliberadamente”.

Sobre el tema de los campesinos franceses, Reiss está usando el trabajo de Graham Robb, que ha registrado una amplia variedad de regiones francesas notablemente “dormilonas” y que no hacían esencialmente nada durante meses para conservar lo poco que tenían en los meses menos productivos.

Pero, como señala Robb, esto ni siquiera se limitaba el invierno:

La gente se arrastraba y perdía tiempo, incluso en verano. Comía más lentamente que la gente moderna. La expectativa de vida al nacer ahora parece deprimentemente baja: en 1865 era unos pocos meses por encima de los cuarenta años en solo 20 departamentos de París y en Finisterre estaba por debajo de los treinta; la media nacional era de 37 años y dos meses. La esperanza de vida a los cinco años era de 51. A pesar de esto, las quejas acerca de la brevedad de la vida son mucho menos comunes que las quejas acerca de su excesiva duración. La lentitud no era un intento de saborear el momento. Un labrador que tardaba horas en llegar a un campo fuera del pueblo no estaba necesariamente admirando el efecto del rocío matinal en los surcos ni el ganado caminando hacia el sol naciente, estaba tratando de conservar una pequeña cuantía energía para la jornada laboral, por ejemplo, para abonar con estiércol un campo grande.

Además, en Flandes en el siglo XIX, donde se disfrutaba de un clima relativamente moderado, muchos trabajadores continuaban prefiriendo no hacer nada y numerosas personas se apiñaban en pequeñas estancias excavadas en las colinas, donde dormían muchas horas:

En diversas áreas y pueblos de Flandes, hasta un tercio de la población (tanto artesanos como trabajadores) vivían en ciudades subterráneas excavadas en las canteras medievales. Estas “boves” (una antigua palabra francesa para “caverna”) se usarían posteriormente como refugios, búnqueres y rutas secretas en el frente en la Primera Guerra Mundial y finalmente como restaurantes iluminados por velas y atracciones turísticas. Se dice o sabe poco hoy acerca de su uso como áreas residenciales normales. Personas cuyas vidas no estaban divididas por las estaciones encontraron estos espacios vitales improductivos y lúgubres (…) “El aire para respirar está constantemente contaminado por el aliento de ocho a diez personas que están apelotonadas aquí en un pequeño espacio durante de doce a quince horas al día con solo, un pequeño espacio para el aire entre ellas”.

La mayoría se sentían más seguras resguardadas en la inactividad. Como explicaba la canción de un campesino pirenaico en la década de 1880: “Apenas tenían ningún espíritu de empresa y les aterraba hacer más complicada su vida cuando ya había la suficiente dureza a soportar”.

Tampoco esta estrategia de conservación de recursos era exclusiva de Europa occidental.

Reiss continúa:

Un informe de 1900 del British Medical Journal mencionaba que “una práctica que se parece a la hibernación” conocida como lotska “se dice que es general entre los campesinos rusos en el gobierno de Pskov, donde la comida es escasa hasta un grado equivalente a una hambruna crónica”. Como no había comida suficiente para que durara todo el año, los campesinos pasaban “la mitad de este durmiendo”. Tras la primera nevada, toda la familia se tumbaba junto a la estufa y todos se levantaban solo una vez al día para beber algo de agua y comer un pedazo de pan duro, un suministro de seis meses que habían preparado en el otoño. Posteriormente, todos se iban a dormir de nuevo. Los miembros de la familia hacían turnos de vigilia “para cuidar y mantener encendido el fuego”. Seis años después, salían todos, como topos humanos, para comprobar y ver si la hierba estaba creciendo”. El escritor del informe encontraba “ventajas económicas” en este tipo de hibernación, pero en general hablaba de ella con una falsa envidia, traicionando su sentido británico de superioridad: “Condenados a vivir aquí, donde los hombres se sientan y oyen a los demás quejarse, apenas podemos imaginar qué debe ser estar seis meses enteros de los doce en un estado de nirvana ansiado por los sabios orientales, libres de la tensión de la vida, de la necesidad de trabajar, de las múltiples cargas, ansiedades y vejaciones de la existencia”.

El investigador británico, que aparentemente hablaba sarcásticamente, estaba profetizando lo que muchos críticos posteriores de las costumbres laborales modernas añorarían en décadas posteriores. No es sorprendente que muchas sociedades tradicionales tribales emplearan tácticas similares en otras áreas:

Esas variaciones persistieron en el siglo XX en regiones del norte con relativamente pocos lazos económicos y sociales hasta regiones más templadas (y más industrializadas) hacia el sur. Consideremos el caso de los pueblos nativos de las regiones más al norte de Norteamérica. En su relato de su estancia en 1948 entre los Ihalmuit del norte de Saskatchewan, el escritor canadiense Farley Mowat explicaba las vidas de las gentes que se enfrentaban a un entorno imponente que proporcionaba multitud de suministros y proteínas y grasa al final del verano y en el otoño, pero prácticamente nada en invierno. Bajo esas condiciones, tenían que ajustarse al “ritmo de los elementos”, lo que incluía mantener largas vigilias sin sueño en la temporada de caza del caribú del otoño. Durante este tiempo “enormes hogueras ardían todo el día y toda la noche y bloques de tocino de ciervo blanco empezaban a acumularse las tiendas”, escribía Mowat. En la siguiente estación, cuando las temperaturas podrían caer hasta 50 bajos bajo cero, llegaban largos periodos de sueño, cuando la única fuente de calor era la “grasa (…) quemada dentro de sus cuerpos”. La gente “comía un poco y luego se iba a dormir”. Pero las pocas horas despiertos no eran únicamente períodos de privación, pues aunque “la casi continua oscuridad y el frío podían volver locos a los hombres”, el pueblo Ihalmuit componía y cantaba canciones para grandes “fiestas de canciones” antes de retirarse a sus iglús. Los periodos de largo sopor en el mundo actual podrían considerarse señales de depresión debidas a un desorden afectivo estacional, pero en otros tiempos y lugares, eran sencillamente parte del orden establecido de las cosas.

Advirtamos que estas “fiestas de canciones” eran exactamente eso. “Fiestas” de canciones cuando la comida era escasa y no había otra cosa que hacer.

Este tipo de comunidades estrechamente unidas y actividades comunales pueden parecer atractivas para algunas personas modernas, pero, si se les diera la oportunidad, es improbable que muchos aceptaran la posibilidad de dedicar meses a no comer otra cosa que grasa de ciervo y dormir la mayoría del día para conservar una energía preciosa.

Aburrimiento, trabajo y ocio

Dado este ritmo ultralento de vida que describe en Francia, Robb concluye que “el aburrimiento era una fuerza tan poderosa como la necesidad económica” en las áreas no industriales.

Por supuesto, en el siglo XIX muchas áreas de Europa habían abandonado estos modos medievales de vida. En las ciudades las jornadas de trabajo era mucho más largas, pero esas áreas también tenían diversiones y lujos que no podían soñar los campesinos dormidos en sus cuevas.

Aunque indudablemente es verdad que los trabajadores de las ciudades de Inglaterra y el norte Europa trabajaban más, incluso los obreros tenían también la oportunidad de tomar parte en lo que ahora consideramos lujos modernos. Estos incluían excursiones a la costa, diversiones públicas como actuaciones musicales y vodeviles, competiciones deportivas por equipos e incluso un nuevo pasatiempo llamado “mirar escaparates”.1

Y aunque las jornadas laborales eran largas para los trabajadores del siglo XIX, merece la pena señalar que, a finales del siglo XX, estas se habían reducido a niveles más parecidos a los de un campesino del siglo XIII. Y no hace falta decir que la diferencia en el modo de vida entre un campesino del siglo XIII y un trabajador en una fábrica de siglo XX es casi incalculable.2

Los trabajadores modernos disfrutan de atención sanitaria, transporte cómodo y seguro, casas con clima controlado y una variedad casi sin límites de diversiones cuando no están trabajando.

Esto está a años luz de la necesidad de acurrucarse junto a la estufa comiendo pan rancio hasta que acabe el invierno. Sí, había más “ocio” bajo esas condiciones, pero tenemos que admitir que ese “ocio” tenía un aspecto completamente distinto.

A pesar de todo esto, los críticos modernos podrían ver todo esto y seguir afirmando que las comunidades y entretenimientos de la sociedad moderna de alguna manera nos han empobrecido espiritual o moralmente.

Estos anticapitalistas son libres de hablar por sí mismos, pero advirtamos que casi ninguno de ellos adopta un estilo de vida premoderno. Tampoco es aceptable para estos medievalistas de los tiempos modernos tratar de hablar por otros y emplear políticas públicas coactivas para imponer a otros un estilo de vida más “sencillo” o menos “consumista”.

La mayoría de los trabajadores y consumidores modernos y siguen siendo libres para dedicar menos tiempo al trabajo y más tiempo a mirar a la pared y comer platos diminutos e insípidos como hacían sus ancestros. Pero pocos parecen interesados en aprovechar esa oportunidad.

  • 1Para más sobre la creación de la cultura victoriana de consumo y las ventas a finales del siglo xix: https://mises.org/wire/thanksgiving-celebration-domestic-life.
  • 2Comparamos las horas trabajadas en una fábrica en 1988 en Reino Unido: 1856 horas (calculado a partir de los datos de la Oficina de Estadísticas Laborales, Office of Productivity and Technology) con las de un campesino adulto en el mismo país: 1620 horas (calculados a partir de la estimación de Gregory Clark de 150 días por familia, suponiendo doce horas diarias, que entró 35 días al año por adulto en “Impatience, Poverty, and Open Field Agriculture”, mimeo, 1986. See: http://groups.csail.mit.edu/mac/users/rauch/worktime/hours_workweek.html).
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