El explosivo informe recientemente publicado por la Directora Nacional de Inteligencia Tulsi Gabbard sobre los orígenes del Rusiagate proporciona una extraordinaria confirmación empírica de la tesis del filósofo libertario Hans-Hermann Hoppe sobre la naturaleza inherentemente parasitaria del poder democrático. Lo que se desprende de las 2.300 horas de análisis realizado por el Comité Permanente Selecto de Inteligencia de la Cámara de Representantes no es simplemente una historia de manipulación de la información, sino un caso perfecto estudio de cómo las instituciones democráticas funcionan realmente para preservar los intereses de determinadas élites políticas.
El reciente informe del Director Nacional de Inteligencia ha revelado las bases poco sólidas sobre las que descansaba la acusación de injerencia rusa en las elecciones de 2016. La Evaluación de la Comunidad de Inteligencia de enero de 2017 —redactada por solo cinco analistas— se basaba en cuatro pruebas de calidad cuestionable.
Entre ellas destacaban un fragmento de inteligencia humana tan ambiguo que fue interpretado de forma diferente por los propios analistas que lo examinaron, un correo electrónico de origen incierto carente de identificadores claros, informes diplomáticos que a menudo contradecían la tesis principal y el controvertido Dossier Steele, un documento financiado por la campaña de Clinton que muchos analistas consideraron inadecuado para los estándares profesionales.
La investigación del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes —realizada a través de miles de horas de análisis en la sede de la CIA— documentó cómo la información que contradecía la narrativa oficial fue sistemáticamente excluida del informe final. Especialmente significativo es que fuentes cercanas al Kremlin indicaron que Putin no tenía preferencias específicas entre los candidatos, considerando a ambos potencialmente influenciables. Lo que emerge es una imagen en la que el aparato de inteligencia americana construyó una narrativa políticamente conveniente sobre frágiles bases empíricas, omitiendo deliberadamente elementos que la contradecían.
Este escándalo ilumina perfectamente lo que Hoppe había teorizado sobre el carácter parasitario de la democracia. En su Democracia: The God That Failed, el filósofo austriaco-libertario argumentaba que el sistema democrático no elimina la explotación política, sino que la hace más omnipresente y sistémica. La democracia, según Hoppe, crea incentivos perversos en los que quienes controlan temporalmente el poder tienen interés en maximizar los beneficios inmediatos a expensas de la verdad y del interés general.
El Rusiagate representa el epítome de este mecanismo. El aparato de inteligencia americana —teóricamente al servicio del interés nacional— fue utilizado como instrumento de guerra política partidista y la cúpula del establishment explotó el prestigio de las agencias federales para influir en el proceso electoral, demostrando cómo las instituciones «democráticas» funcionan en realidad con fines personalistas y facciosos.
El asunto revela también el carácter intrínsecamente personalista del poder democrático que Hoppe criticaba. A diferencia de los monarcas tradicionales, que al menos tenían el incentivo de preservar el valor a largo plazo de sus dominios, los gobernantes democráticos operan con horizontes temporales limitados. Esto les lleva a explotar intensivamente los recursos disponibles —incluida la credibilidad institucional— para maximizar las ventajas inmediatas.
En el caso dl Rusiagate, la clase dirigente demócrata sacrificó la credibilidad de los servicios de inteligencia americanas, alimentó profundas divisiones sociales y socavó la confianza en las instituciones, todo ello para perseguir objetivos partidistas a corto plazo. Como predijo Hoppe, el resultado fue una forma de «canibalismo institucional» en el que las estructuras estatales son devoradas desde dentro para alimentar apetitos políticos inmediatos.
Lo que hace que este caso sea especialmente instructivo es cómo demuestra la naturaleza sistemática del parasitismo democrático. No se trató de un incidente aislado de corrupción, sino del resultado lógico de los incentivos institucionales inherentes al sistema democrático. Cuando el control político es temporal y competitivo, los que están en el poder se enfrentan a una presión irresistible para utilizar todos los medios disponibles —incluidas las agencias de inteligencia, la manipulación de los medios de comunicación y los procesos judiciales— para mantener su posición.
En el aparato del Rusiagate no solo participaron agencias de inteligencia, sino un esfuerzo coordinado que abarcó medios de comunicación, instituciones jurídicas y redes políticas. Esto representa exactamente el tipo de explotación parasitaria sobre la que Hoppe advirtió: el uso de recursos sociales aparentemente dedicados al bien común para el beneficio privado de facciones políticas.
La lección que se desprende es que incluso en las democracias occidentales más «maduras», el poder político tiende naturalmente hacia formas de explotación parasitaria. El Rusiagate confirma el análisis de Hoppe sobre la superioridad moral y económica de los sistemas basados en la propiedad privada y los contratos voluntarios sobre la coerción política democrática.
Mientras que los medios de comunicación de legado etiquetaron durante años como «prorruso» o «conspiranoico» a cualquiera que se atreviera a desafiar la narrativa oficial, la verdad emergente confirma que el verdadero peligro para la libertad y la verdad no proviene de potencias extranjeras, sino del carácter intrínsecamente corruptor del propio poder político democrático. Una lección que Hoppe había anticipado hace décadas, y que hoy encuentra en la debacle del Rusiagate su confirmación empírica más elocuente.
El colapso de la narrativa del Rusiagate, por lo tanto, sirve como algo más que un escándalo político: se erige como un monumento a las ideas proféticas de la teoría política de Hoppe y una advertencia sobre la tendencia inexorable de los sistemas democráticos hacia la degeneración parasitaria.