En 1949, en medio de la incredulidad de la intelligentsia neoyorquina, un profesor recién llegado de Europa —de modales corteses y argumentos implacables— comenzó a dar clases en la Universidad de Nueva York. Se llamaba Ludwig von Mises, refugiado de la tiranía nazi pero, sobre todo, exiliado de un mundo académico que había abrazado el estatismo con la misma pasión que antes había dedicado al progreso.
Fue allí —en ese ambiente de respetuoso aislamiento—, donde un joven alemán llamado Hans F. Sennholz encontró a su maestro. No sólo lo encontró —sino que se sentó humildemente a sus pies, estudió con rigor y honor, y llevó su antorcha durante décadas. Sennholz fue el primer estudiante de doctorado de Mises en los Estados Unidos. Y aunque el nombre de su mentor atravesaría el siglo como el de un gigante, es posible que el legado de Mises no hubiera arraigado en América sin la paciencia, la fidelidad y el coraje de su discípulo.
Mientras los focos iluminaban las cátedras de las grandes universidades urbanas, Sennholz optó por Grove City, un pequeño pueblo de Pensilvania. Allí, entre iglesias y viejos árboles, plantó las raíces de la Escuela Austriaca de economía en suelo americano. En el Grove City College enseñó durante más de 30 años. Se negó a cambiar principios por prestigio. Sus alumnos no sólo escuchaban, sino que se transformaban.
La formación de un discípulo
La biografía de Hans F. Sennholz se lee como una novela paradójica —como si el protagonista hubiera viajado hacia atrás a través del siglo XX: del estatismo a la libertad, de la guerra al logos, de la obediencia al deber a la devoción a la razón.
Nacido en Alemania en 1922, sirvió como piloto de caza en la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial. Capturado por las fuerzas aliadas, fue enviado a un campo de prisioneros de guerra en los Estados Unidos. Fue allí, entre alambradas y la disciplinada rutina de los vencidos, donde conoció por primera vez la literatura económica en inglés, una lengua extranjera por aquel entonces. Este despertar, en un contexto de silencio y humillación, no fue casual: fue un primer acto de virtud.
Tras la guerra, Sennholz regresó a Europa y reanudó sus estudios. Se licenció en Economía en la Universidad de Marburgo y luego regresó a los Estados Unidos en busca de una formación más profunda, y encontró a Mises. Aquel encuentro no fue meramente académico; fue existencial. Sennholz vio en Mises no sólo a un teórico, sino a un maestro moral. Mises, a su vez, vio en el joven alemán no sólo a un estudiante prometedor, sino a un hombre de carácter excepcional.
Como primer estudiante de doctorado de Mises en la Universidad de Nueva York, Sennholz no se limitó a absorber la praxeología —sino que la vivió. En lugar de seguir el camino más fácil de la conformidad académica, eligió el más exigente: una vida marcada por la coherencia interna, la integridad moral y la fidelidad doctrinal. En el Grove City College encontró un lugar donde podía enseñar no sólo economía —sino una forma de ver el mundo que respetaba la libertad individual, la responsabilidad personal y la acción humana.
El Grove City College: Un refugio de virtud
En una época en la que el mundo académico estaba embriagado por el brillo fugaz de la novedad institucional, Hans F. Sennholz optó por la permanencia. En lugar de centros cosmopolitas, se instaló en Grove City —un pueblo de poco más de 8.000 habitantes. Fue una vida de simplicidad deliberada, anclada en la convicción más que en la aclamación. Allí, en el silencio de la vida ordinaria, Sennholz cultivó algo más raro que el prestigio: la continuidad de una tradición intelectual arraigada en la profundidad moral.
«La verdad no tiene nada que temer de la investigación» —Hans F. Sennholz
El Grove City College —fundado en 1876 con un espíritu liberal cristiano y clásico— nunca ha aceptado financiación gubernamental, ni siquiera indirecta, a través de las ayudas federales a los estudiantes. Esta decisión, que muchos consideraron imprudente, permitió a la institución preservar algo cada vez más raro en el siglo XXI: la libertad académica con integridad filosófica.
Fue en este terreno fértil —aunque exigente— donde Sennholz plantó el legado misesiano. Allí, la praxeología no sólo se enseñaba como método analítico, sino que se vivía como una postura ante la vida: un respeto radical por el individuo como unidad irreductible de acción, conciencia y responsabilidad.
Bajo su dirección, surgió una nueva generación de pensadores, no sólo estudiantes, sino discípulos. Entre ellos:
- Jeffrey M. Herbener, actual presidente del Departamento de Economía del Grove City College y prolífico colaborador del Instituto Mises;
- Shawn Ritenour, profesor y autor de Foundations of Economics: A Christian View;
- Mark Hendrickson, economista y teólogo, que hizo accesibles las ideas austriacas más allá de los círculos académicos.
Estos nombres no son meros continuadores de una escuela de pensamiento —son herederos de una forma de vida intelectual que resiste al tiempo y al ruido. En sus escritos, conferencias y aulas, preservan una tradición silenciosa pero firme —basada en la disciplina, la humildad y la lealtad a la verdad.
Las lecciones de Sennholz: la economía como opción moral
La grandeza de Hans F. Sennholz no se mide por el número de páginas que escribió —aunque fueron muchas— ni por su alcance inmediato en el discurso público. Su valor reside en la coherencia entre lo que enseñó y lo que vivió. Como Aristóteles, sabía que la virtud no es un discurso: es un hábito. Como Tomás de Aquino, entendía que el bien es reconocible, comunicable y, sobre todo, imitable.
Sennholz veía la economía como un reflejo de las decisiones humanas. Para él, no hay neutralidad en la política económica. Cada acto de intervención gubernamental conlleva una opción moral, incluso cuando se disfraza con lenguaje tecnocrático. En sus escritos y clases, a menudo advertía de que la inflación, por ejemplo, no era sólo un fenómeno monetario, sino una forma silenciosa de confiscación, un acto de injusticia enmascarado de sofisticación financiera. Declaraba:
El Estado no es la fuente del orden, sino su amenaza más peligrosa.
La inflación no es un accidente económico. Es una política pública deliberada.
Esta lucidez no le convirtió en un profeta amargado. Al contrario, había una serena esperanza en sus escritos —como si hubiera visto la oscuridad desde dentro y hubiera elegido, aún así, la luz. Formado entre ruinas, forjado en la guerra, vio en el libre mercado no sólo un sistema funcional, sino un camino hacia la reconstrucción moral de la civilización occidental.
Rechazó firmemente el asistencialismo, la planificación central y los grandes experimentos sociales. No por falta de compasión, sino por amor a la responsabilidad. Creía que «todo hombre tiene derecho al fruto de su trabajo, al riesgo de su libertad y al destino de su vida», y privarle de ello es mutilar lo que le hace humano.
No es exagerado decir que Sennholz, como educador, no se limitó a formar economistas: formó hombres libres.
Legado e imaginación: Cuando quedan los maestros
Hay profesores que enseñan teorías; otros, técnicas. Raros son los que, como Hans F. Sennholz, enseñan actitudes. Y más raros aún son los que permanecen, incluso después de su partida.
No hay grandes estatuas en su honor, ni citas suyas entre los eslóganes mediáticos de la nueva derecha, nunca fue invitado a debates televisados. Su obra no grita, susurra. Y quizá por eso perdura.
Sennholz comprendió que defender la libertad exige algo más que indignación: exige carácter. Por eso no se limitó a criticar los errores del Estado: construyó una escuela, un linaje. En Grove City plantó raíces que aún florecen, no en el ruido de las redes, sino en la persistencia de quienes estudian, educan y viven de acuerdo con sus principios.
Los pasillos del Grove City College siguen llevando su presencia. Los nombres de sus discípulos son ecos vivos de un maestro que enseñaba con todo su ser, no sólo con su mente.
Sin embargo, puede que el mayor legado de Sennholz no se encuentre en los libros. Vive en los estudiantes transformados, en los jóvenes que aprendieron a pensar por sí mismos, a resistir la seducción de las soluciones fáciles, a reconocer la dignidad del individuo —incluso cuando el mundo clama por el colectivismo.
Por eso, cuando hoy invocamos su nombre, no lo hacemos simplemente como lectores o admiradores. Lo hacemos como testigos. Porque algunos hombres pasan por la historia con un destello; otros, con una brújula. Sennholz fue una brújula que siempre apuntó en la dirección correcta.