Cuando el presidente Donald Trump anunció un arancel del 50% sobre las importaciones procedentes de Brasil debido a las persecuciones políticas contra su antiguo aliado, el ex presidente Jair Messias Bolsonaro —que actualmente no puede presentarse a las elecciones y se enfrenta a un posible encarcelamiento—, el actual presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, trató de sofocar el caos político resultante y capitalizar la situación para restaurar su imagen, empañada por los escándalos de corrupción y las crisis económicas. Para lograrlo, no tardó en emplear una herramienta que ha demostrado su eficacia en las dos últimas décadas: el nacionalismo patriótico.
La frase «Brasil es soberano» se convirtió en una seña de identidad de un reciente discurso del Presidente Lula, acompañada de la promesa de «oponerse al imperialismo americano». Esta retórica ha demostrado a menudo su eficacia a la hora de recabar apoyos para el gobierno en tiempos de crisis y se ha utilizado como máscara para ocultar la incapacidad del gobierno para abordar las causas profundas de las crisis que él mismo ha creado.
El uso del nacionalismo como cortina de humo desvía la atención de las políticas económicas mal planificadas y de la falta de transparencia en la administración pública, con el objetivo de promover la unidad e incluso trasladar a los ciudadanos la responsabilidad de resolver la crisis económica. Aunque más consistente en la izquierda, el nacionalismo en Brasil se ha empleado de formas tan variadas durante los periodos de crisis económica que resulta difícil definir con precisión su esencia.
Esta flexibilidad, sin embargo, revela una faceta problemática: el nacionalismo/patriotismo se instrumentaliza con frecuencia para desviar la atención de los fracasos gubernamentales debido a su ambigüedad y a la falta de una estructura clara. En lugar de abordar cuestiones estructurales, como la mala gestión fiscal o la corrupción sistémica, los líderes recurren a los «símbolos» para crear una narrativa de unidad nacional, ocultando la complejidad de los problemas reales para las masas.
Cabe señalar que, —a diferencia del patriotismo americano— el patriotismo brasileño se basa en sentimientos modernos, en oposición al patriotismo arraigado en la historia nacional. Esto se debe a un antiguo proceso de los intelectuales que tratan de distorsionar la historia brasileña. Las figuras históricas son objeto de un revisionismo que les atribuye características negativas, mientras que se exaltan elementos como la «cultura de la favela» y la música funk (que en muchos aspectos se asemeja al rap americano).
Cuando el gobierno de Dilma Rousseff desencadenó la crisis económica en Brasil en 2014, el gobierno federal rápidamente inundó los canales de televisión abierta con mensajes patrióticos, instando a la población a «hacer todo lo posible para superar la crisis juntos». En este contexto, el patriotismo sirvió como un intento de transferir la responsabilidad de la crisis a la población, mientras el gobierno evitaba enfrentarse a sus propios fallos, como el gasto público descontrolado y la falta de planificación económica. Con el impeachment de Dilma Rousseff en 2016 y la victoria de Donald Trump en las elecciones de EEUU de 2016, la derecha brasileña, entonces liderada por Jair Bolsonaro, adoptó rápidamente un patriotismo al estilo Trump como herramienta de propaganda política. Poco a poco, el ideal patriótico de Bolsonaro —influenciado por la cultura americana— dio lugar a marchas en su nombre con banderas americanas, israelíes y brasileñas desplegadas una al lado de la otra. Este patriotismo mixto, sin embargo, fue criticado por su inconsistencia ideológica por los grupos nacionalistas más tradicionales, ya que promovía una supuesta soberanía nacional al tiempo que adoptaba símbolos y retórica extranjeros. Además, el énfasis en gestos patrióticos, como el uso ostentoso de la camiseta de la selección brasileña de fútbol, polarizó a la «nación futbolera» hasta tal punto que se llegó a hablar de crear una camiseta alternativa de color rojo (el mismo color del Partido de los Trabajadores, al que pertenece Lula).
En ambos casos, el uso del nacionalismo y el patriotismo por parte de los gobiernos brasileños revela una estrategia recurrente: apelar al orgullo nacional para desviar la atención de las crisis autoinfligidas. La consecuencia ha sido un país que, con cada elección, ve cómo su naturaleza y su cultura se rinden a los caprichos de sus líderes, convirtiéndose la sumisión a los políticos en un tema recurrente.