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El milagro europeo: cómo la política contractual y la división de poderes dieron origen a la prosperidad occidental

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En La lucha por la libertad, Ralph Raico presenta una interpretación conmovedora y revisionista de la historia europea que desafía tanto el desdén progresista por Occidente como las idealizaciones de su pasado aristocrático. En el centro de su narración hay una tesis poderosa: La prosperidad de Europa y su preeminencia en —su «milagro»— no fueron el resultado inevitable de la geografía, el imperialismo, el colonialismo o la raza, sino de su peculiar arquitectura política. A diferencia de los grandes imperios de Oriente, Europa se desarrolló como una civilización radicalmente descentralizada y políticamente policéntrica. El poder estaba fragmentado tanto entre los Estados como dentro de ellos. Y, lo que es más importante, las relaciones políticas —especialmente las relacionadas con la fiscalidad y la ley— se basaban a menudo en el contrato, no en la mera coacción.

Este orden político fragmentado y contractual fue el terreno en el que crecieron la libertad y la riqueza de Europa.

La división genera libertad

Para explicar este fenómeno institucional, Raico se basa en las ideas de pensadores como Jean Baechler, E.L. Jones, P.T. Bauer y Douglass North. Tras la caída de Roma, ningún imperio consiguió restablecer la hegemonía sobre Europa Occidental. El resultado fue un continente de jurisdicciones rivales: reinos, ducados, obispados, ciudades-estado y ciudades libres. A diferencia de los imperios monolíticos de Asia, donde la voluntad de un único gobernante era ley, los gobernantes europeos se enfrentaban a constantes limitaciones internas.

Estas limitaciones no eran meros accidentes geográficos —sino el resultado de una política contractual. Los príncipes tenían que negociar con nobles, ciudades y autoridades religiosas para recaudar fondos o formar ejércitos. Cartas como la Carta Magna de Inglaterra, la «Entrada Alegre» de Brabante e innumerables pactos locales en los Países Bajos, Alemania e Italia obligaban a los gobernantes a reconocer las limitaciones legales de su poder. Los impuestos, en particular, requerían a menudo el consentimiento de asambleas compuestas por terratenientes o élites urbanas.

Y esto creó algo sin precedentes en la historia mundial: una esfera de la sociedad fuera del alcance del poder arbitrario. Los derechos de propiedad se hicieron más seguros, los comerciantes podían planificar a largo plazo y los ciudadanos podían apelar a leyes escritas en lugar de a los caprichos de los déspotas.

El resultado fue el dinamismo económico. Como señala Raico, ésta es la base institucional del «milagro europeo» —el primer crecimiento económico per cápita sostenido de la historia de la humanidad, que sacó a millones de personas de la trampa maltusiana de la pobreza y la subsistencia.

El poder de la salida

Quizá la consecuencia más importante del orden político descentralizado de Europa fuera la posibilidad de salida. En una época sin elecciones democráticas ni cortes constitucionales, la posibilidad de huir de un gobernante depredador era un poderoso freno a la tiranía. Si un príncipe intentaba extorsionar demasiado a los mercaderes de Amberes, éstos podían desplazarse por el Rin hasta Colonia o cruzar el mar hasta Inglaterra. Un hábil artesano de Florencia perseguido podía refugiarse en Lucca o Siena.

Esta competencia entre estados y ciudades no creó una carrera hacia el abismo, sino hacia la estabilidad, el orden y la empresa. Las jurisdicciones que garantizaban los derechos de propiedad, defendían los contratos y permitían el comercio atraían talento y capital. Las que no lo hicieron se estancaron o fueron reformadas bajo presión.

Esto contrasta fuertemente con la experiencia de imperios como el otomano, el mogol o el chino, donde el poder del Estado estaba centralizado y era indiscutible, y donde la élite gobernante a menudo consideraba la riqueza como algo que había que extraer de los súbditos, en lugar de producirla en cooperación con ellos.

De la lucha a la burguesía: las ciudades-estado italianas

Quizás en ningún lugar fue este proceso más dramático o influyente que en las ciudades-estado de la Italia medieval y renacentista. La Toscana, en particular, ofrece una vívida ilustración de cómo el poder dividido y la lógica comercial crearon vibrantes centros de cultura, riqueza y aprendizaje.

Ciudades como Florencia, Siena, Pisa y Lucca estaban originalmente dominadas por clanes aristocráticos. Su política estaba marcada por violentos feudos, milicias privadas y conflictos perpetuos entre güelfos y gibelinos. Pero con el tiempo surgió una nueva fuerza: la burguesía, una clase de comerciantes, tenderos, banqueros y artesanos que buscaban el orden, no las luchas feudales. Exigían derechos de propiedad seguros, un cumplimiento coherente de los contratos y, sobre todo, paz.

Ciudad tras ciudad, la burguesía fue arrebatando el control político a los nobles feudales. Establecieron consejos y repúblicas, con franquicias limitadas y comprometidas con la estabilidad comercial y jurídica. La República Florentina, por ejemplo, instituyó elaborados sistemas de controles y equilibrios, magistraturas elegidas y procedimientos legales diseñados para frenar la violencia entre facciones y proteger la propiedad.

Oligárquicas, estas repúblicas tuvieron en su tiempo una orientación revolucionaria. La legitimidad política se basaba cada vez más en la contribución al bien público —medido en comercio, no en conquista— y el imperio de la ley se elevaba por encima de las prerrogativas de nacimiento.

Los resultados hablan por sí solos. Toscana se convirtió en un centro de innovación y aprendizaje. Sus ciudades fueron pioneras en la contabilidad por partida doble, la banca moderna, los seguros, el crédito internacional y los sistemas contables. La familia Médicis —banqueros, no barones— financió iglesias, artistas y filósofos. Florencia se convirtió en el hogar de Dante, Giotto, Brunelleschi y Maquiavelo. La prosperidad de las repúblicas toscanas bajo el dominio burgués las transformó en las capitales culturales e intelectuales de Europa.

No fue casualidad. Como subraya Raico, la libertad económica y el florecimiento cultural van de la mano. Elimine la mano arbitraria del poder, proteja el intercambio voluntario, e incluso las ciudades pequeñas pueden producir logros históricos mundiales.

El comercio por encima de la conquista

La descripción que hace Raico del milagro europeo nos recuerda que la prosperidad no proviene de grandes proyectos imperiales, sino del milagro mundano del comercio pacífico. El florecimiento de las rutas comerciales, los gremios, el derecho mercantil y los centros urbanos —todo ello bajo la protección de gobiernos con restricciones contractuales— permitió a Europa adelantarse a sus rivales más centralizados. En Oriente, la riqueza de los súbditos se consideraba una tentación de saqueo para los gobernantes. En Occidente, la riqueza se convirtió cada vez más en un signo de prudencia, estabilidad y buen gobierno. El comerciante dejó de ser un parásito para convertirse en un pilar de la sociedad.

De hecho, la victoria de la racionalidad comercial sobre el saqueo aristocrático fue uno de los grandes logros de la civilización europea. Donde antes un noble ganaba prestigio a través de la guerra, ahora podía buscarlo a través del mecenazgo de la enseñanza, o incluso uniéndose a las filas de la élite mercantil. El tono cultural pasó de valorizar la dominación a celebrar los logros.

Un legado que reivindicar

La narración de Raico sobre el milagro europeo no es sólo un relato histórico, sino una llamada a recordar las verdaderas raíces de la libertad y la prosperidad. Éstas no surgieron de gobernantes benévolos ni de la conquista imperial, sino de las humildes instituciones del poder descentralizado, el contrato voluntario y el intercambio pacífico.

En una época en la que la centralización vuelve a estar de moda —ya sea a través de la UE, los modernos estados reguladores o las burocracias globales— el mensaje de Raico es más oportuno que nunca. La libertad no se preserva consolidando la autoridad, sino dividiéndola. La prosperidad no se garantiza mediante la planificación estatal, sino mediante el orden espontáneo de los individuos que actúan bajo el imperio de la ley.

El milagro europeo no era inevitable. Fue fruto de instituciones, ideas y luchas concretas. Y puede deshacerse —a menos que entendamos y defendamos lo que lo hizo posible en primer lugar.

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