Todas las grandes ilusiones económicas comienzan con la corrupción de una palabra. La inflación significaba antes lo que sigue significando en realidad: la expansión artificial del dinero y el crédito. Pero, con el tiempo, se ha redefinido para describir su consecuencia en lugar de su causa. Esta deliberada inversión e a del lenguaje tiene un propósito político: traslada la culpa de quienes crean el dinero a quienes simplemente lo gastan, transformando un acto de fraude monetario en un mero «fenómeno» estadístico. El resultado es profundo. Al redefinir la inflación, los gobiernos han oscurecido su naturaleza, los economistas han perdido su significado y los ciudadanos han llegado a aceptar su empobrecimiento gradual como un hecho inevitable de la vida. La tradición austriaca, —más que ninguna otra—, busca restaurar esa claridad perdida: llamar a las cosas por su nombre y recordarnos que la inflación no es un síntoma del fracaso del capitalismo, sino del ataque del gobierno al dinero en sí mismo.
La naturaleza de la inflación
La inflación, tal y como la entiende la Escuela Austriaca, no es un aumento general de los precios, sino una expansión artificial de la oferta monetaria. Todo lo demás se deriva de esa causa fundamental. Los precios no suben de manera uniforme, ni lo hacen de forma espontánea. Hay razones de oferta y demanda por las que los precios pueden subir. Sin embargo, en la actualidad los precios suben en gran medida porque se inyectan unidades monetarias adicionales en la economía, lo que altera la estructura de la producción y distorsiona el cálculo económico desde la base.
Como insistía Ludwig von Mises en Economic Freedom and Interventionism (Libertad económica e intervencionismo),
Hoy en día existe una confusión semántica muy censurable, incluso peligrosa, que hace extremadamente difícil para los no expertos comprender la verdadera situación. La inflación, tal y como se ha utilizado siempre este término en todas partes y especialmente en este país [los Estados Unidos], significa el aumento de la cantidad de dinero y billetes en circulación y de la cantidad de depósitos bancarios sujetos a cheques. Pero hoy en día la gente utiliza el término «inflación» para referirse al fenómeno que es una consecuencia inevitable de la inflación, es decir, la tendencia al alza de todos los precios y salarios. El resultado de esta deplorable confusión es que ya no queda ningún término para designar la causa de esta subida de precios y salarios. Ya no hay ninguna palabra disponible para designar el fenómeno que hasta ahora se ha llamado inflación. De ello se deduce que a nadie le importa la inflación en el sentido tradicional del término. Como no se puede hablar de algo que no tiene nombre, no se puede combatir. Los que pretenden combatir la inflación, en realidad solo combaten lo que es la consecuencia inevitable de la inflación, el aumento de los precios. Sus iniciativas están condenadas al fracaso porque no atacan la raíz del mal.
Solo más tarde, cuando la conveniencia política lo exigió, se corrompió la definición para que significara «un aumento general de los precios». Ese juego semántico permitió a los gobiernos proclamar su inocencia mientras cometían el mismo acto que habían redefinido.
Murray Rothbard llevó la idea de Mises a su conclusión lógica en The Case Against the Fed (El caso en contra de la Fed):
El único responsable de la inflación, la Reserva Federal, se dedica continuamente a armar un gran alboroto sobre la «inflación», de la que prácticamente todos los demás miembros de la sociedad parecen ser responsables. Lo que estamos viendo es la vieja estratagema del ladrón que empieza a gritar «¡Al ladrón!» y corre por la calle señalando a los demás. Empezamos a ver por qué siempre ha sido importante para la Reserva Federal, y para otros bancos centrales, rodearse de un aura de solemnidad y misterio. Porque si el público supiera lo que está pasando, si pudiera correr el telón que cubre al inescrutable Mago de Oz, pronto descubriría que la Fed, lejos de ser la solución indispensable al problema de la inflación, es en sí misma el corazón y la causa del problema.
Rothbard argumentaba que cada expansión constituye una forma de falsificación legalizada que «roba a todos los poseedores de dinero», redistribuyendo la riqueza de los ahorradores y productores a los más cercanos a los nuevos puntos de entrada del dinero. Los precios se ajustan de forma desigual porque el nuevo dinero no entra en todos los bolsillos a la vez. Fluye —primero hacia los prestatarios, los bancos y los contratistas estatales—, antes de dispersarse por el resto de la economía. Este «efecto Cantillon» es fundamental para la comprensión austriaca: el nuevo dinero cambia los precios, lo que genera otras oportunidades, desde los puntos de inyección; la inflación beneficia a quienes reciben el nuevo dinero primero y penaliza a quienes lo reciben último.
Como demuestra Jörg Guido Hülsmann en How Inflation Destroys Civilization, la inflación surge «de una violación de las reglas fundamentales de la sociedad», transformando lo que debería ser un intercambio económico honesto en un engaño sistemático. La inflación no es solo una distorsión monetaria, sino un riesgo moral que corrompe el lenguaje de la comunicación económica en sí mismo. Cuando la inflación fiduciaria «convierte el riesgo moral y la irresponsabilidad en una institución», destruye la capacidad del sistema de precios para transmitir la verdad. En un entorno así, en el que «todo es lo que se dice que es, resulta difícil explicar la diferencia entre la verdad y la mentira», los precios dejan de funcionar como señales fiables que coordinan las decisiones económicas. La inflación «tienta a las personas a mentir sobre sus productos, y la inflación perenne fomenta el hábito de mentir de forma rutinaria», extendiendo esta corrupción «como un cáncer por el resto de la economía». El resultado es una sociedad en la que el propio medio de coordinación económica ha sido falsificado en su origen, lo que obliga a los empresarios a navegar por señales sistemáticamente distorsionadas que hacen imposible un cálculo económico sostenible.
Pero el daño se extiende mucho más allá de las señales de precios falsificadas, hasta el tejido moral de la propia civilización. La inflación «reduce constantemente el poder adquisitivo del dinero» y «la consecuencia es la desesperación y la erradicación de las normas morales y sociales». A través de políticas basadas en la deuda, «los gobiernos occidentales han empujado a sus ciudadanos a un estado de dependencia financiera desconocido para cualquier generación anterior». Esta dependencia corroe el carácter:
Las deudas abrumadoras son incompatibles con la autosuficiencia financiera y, por lo tanto, tienden a debilitar la autosuficiencia también en todas las demás esferas. El individuo endeudado acaba adoptando el hábito de recurrir a otros en busca de ayuda, en lugar de madurar hasta convertirse en un pilar económico y moral de su familia y de su comunidad en general. Las ilusiones y la sumisión sustituyen a la sobriedad y al juicio independiente.
Peor aún, «la inflación hace que la sociedad sea materialista. Cada vez más personas se esfuerzan por obtener ingresos económicos a expensas de la felicidad personal». Lo que surge es una cultura en la que «la inflación fiduciaria deja una mancha cultural y espiritual característica en la sociedad humana», una mancha que transforma a los ciudadanos independientes en sujetos dependientes, erosiona los estándares que sostienen la civilización y, en última instancia, revela la inflación como «una fuerza motriz de destrucción social, económica, cultural y espiritual».
La inflación como experiencia vivida
El verdadero escenario de la inflación no es la hoja de cálculo, sino el hogar. El daño es íntimo, no se siente en los agregados económicos, sino en los silenciosos reajustes de la vida cotidiana. La inflación actúa como el impuesto más cruel e imprudente, ya que golpea de forma invisible, erosionando el poder adquisitivo de las personas menos preparadas para protegerse contra ella. Destruye el vínculo entre el esfuerzo y la recompensa, entre la prudencia y la seguridad.
La inflación castiga el ahorro y recompensa la deuda. Los que ahorran dinero pierden; los que piden dinero prestado ganan, al menos temporalmente. La virtud del ahorrador se convierte en locura, y la imprudencia del especulador se convierte en ventaja. Con el tiempo, sociedades enteras cambian sus preferencias temporales: la impaciencia sustituye a la diligencia, el consumo sustituye a la producción y al ahorro. Una vez que se corrompe la señal e a del dinero, la sociedad pierde su sentido de orientación hacia el futuro. La inflación desciviliza al enseñar a las personas a vivir el presente. Esto es decadencia civilizatoria.
En la vida cotidiana, esto se manifiesta gradualmente. La familia de clase media que antes cenaba fuera una vez a la semana ahora come en casa. El joven trabajador que ahorra para comprarse una casa descubre que su sueño se aleja cada año. El jubilado, al que se le prometió seguridad mediante inversiones «estables», se da cuenta de que la estabilidad se valoraba en términos nominales, no reales. Todo el mundo se adapta: económica, psicológica y moralmente. El daño es lento, individualizado y acumulativo.
El economista austriaco ve la inflación no como una estadística, sino como una historia de distorsión —una historia de inversión moral, mala asignación y desmoralización social progresiva. La calamidad no es solo el aumento de los precios, sino la confusión de valores y la distorsión de las opciones. La inflación es, en esencia, una mentira contra el tiempo y el valor y, como todas las mentiras, acaba colapsando bajo sus propias contradicciones.
Conclusión: el dinero sólido como fundamento de la civilización
El camino a seguir no es misterioso, es una elección. Las sociedades que desean recuperarse de la ruina moral y económica de la inflación deben comenzar por donde comenzó la corrupción —por el dinero mismo. El remedio austriaco exige la restauración del dinero honesto, un dinero que no pueda inflarse a voluntad, que mantenga su valor a lo largo del tiempo y que vuelva a conectar el esfuerzo con la recompensa.
Pedir una moneda sólida es exigir el restablecimiento de la verdad como fundamento de la vida económica. La inflación es, ante todo, una mentira —una mentira incrustada en el medio que utilizamos para comunicar el valor. Cuando ese medio se corrompe, la arquitectura moral de la sociedad se derrumba con él. Restaurar el dinero sólido significa restaurar las condiciones en las que la civilización puede florecer: donde los ahorros se acumulan en lugar de decaer, donde la planificación a largo plazo sustituye a la desesperación a corto plazo y donde la moneda se convierte en aliada de la virtud en lugar de motor del vicio.
La inflación que empobrece y desmoraliza continúa, no por necesidad económica, sino por voluntad política y aquiescencia pública. La historia no ofrece ningún consuelo a quienes ignoran indefinidamente las leyes económicas. Elegir una moneda sólida es elegir la civilización por encima de la decadencia. La Escuela Austriaca no ofrece promesas utópicas, solo una claridad absoluta: una moneda sólida es la condición previa para una sociedad libre y civilizada, y su ausencia es la condición previa para la barbarie.