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El callejón sin salida del nacionalismo católico

El espectro del nacionalismo cristiano —variablemente definido— se ha convertido en uno de los actuales fantasmas de la izquierda. «El nacionalismo cristiano en alza», informa National Public Radio, y The New Yorker se pregunta «¿Hasta qué punto es cristiano el nacionalismo cristiano?». Algunas iglesias incluso organizan talleres con nombres como «La amenaza del nacionalismo cristiano blanco». Nótese la inserción del término «blanco». Un artículo de opinión en The Salt Lake Tribune da un paso más declarando que la Corte Supreao de EEUU está ahora aliada con el «nacionalismo cristiano masculino blanco» (énfasis añadido).

La forma perezosa e imprecisa en que se suele definir —o no definir— el nacionalismo cristiano permite que éste sea más o menos lo que sus críticos quieran que sea. Así, el nacionalismo cristiano puede ser, por un lado, una búsqueda libresca de una ideología política cristiana coherente. O puede ser un movimiento populista a medio hacer con poca sofisticación más allá del ondear de banderas y las alabanzas a vagas ideas de la «cultura americana». La diversidad de grupos cristianos —con distintas creencias— dificulta la identificación de los críticos cuando queremos conocer los detalles precisos de quiénes son estos nacionalistas cristianos y en qué creen.

¿Qué es nacionalismo católico?

Esta falta de una definición concreta del nacionalismo cristiano resulta aún más problemática cuando intentamos concretar y buscar una definición práctica de nacionalismo para un grupo cristiano en particular. Éste es ciertamente el caso cuando intentamos definir el nacionalismo católico. De hecho, cuando intentamos definir el nacionalismo católico, nos resulta más fácil determinar lo que no es el nacionalismo católico.

No puede tratarse de ningún tipo de nacionalismo racial o étnico, ya que el catolicismo no es sinónimo —histórica o filosóficamente— de ningún Estado-nación, lengua nacional o grupo étnico en particular. La naturaleza internacional de la Iglesia es un impedimento considerable para que cualquier católico afirme que «mi nación» es objetivamente superior a cualquier otra, o incluso que está fundamentalmente separada de ella. Además, en el catolicismo no hay «iglesias nacionales», como podría ocurrir con la Iglesia Ortodoxa Rusa o la Iglesia de Inglaterra. Como señala Benedict Anderson en su libro sobre el nacionalismo, Comunidades imaginadas, la visión católica histórica es que la pertenencia a la comunidad religiosa prevalece sobre la pertenencia a cualquier grupo tribal, étnico o lingüístico local. Desde este punto de vista, cuando se trata de cuestiones verdaderamente importantes, un católico de Nuevo México debería considerarse más estrechamente vinculado a un católico de Nigeria que a un ateo de Nueva York. Del mismo modo, un monje benedictino de Polonia está más estrechamente ligado a los benedictinos «extranjeros» que a sus llamados «compatriotas».

La ideología política católica tampoco dicta ningún tipo de régimen en particular. Aunque muchos tradicionalistas católicos podrían afirmar que la monarquía es la única opción verdaderamente legítima para un régimen católico, esto nunca ha sido confirmado por la realidad histórica. Los gobiernos republicanos de Venecia, Génova y Florencia (entre muchos otros) nunca hicieron que esas sociedades fueran de algún modo «no católicas».

Tampoco puede decirse que el nacionalismo católico consista únicamente en colocar a católicos en puestos de autoridad política. Después de todo, el hecho de que John F. Kennedy fuera un católico bautizado difícilmente convirtió al gobierno de EEUU en un «régimen católico». Algo parecido podría decirse del hecho de que varios de los jueces de la Corte Suprema de EEUU sean católicos.

Si la idea de un régimen americano explícitamente católico nos parece extraña, hay buenas razones para ello. Los católicos nunca han sido mayoría en los Estados Unidos, y pocos se atreverían a decir que la cultura americana es especialmente católica desde cualquier punto de vista. De hecho, los tradicionalistas americanos, al menos hasta las últimas décadas, han sido generalmente hostiles al catolicismo. Si un nacionalista católico aspira a formar una cultura o un sistema de gobierno específicamente católico en los EEUU, se apartaría de la cultura tradicional americana, no la preservaría.

Cuasinacionalismo católico: integrismo

Teniendo en cuenta todo esto, ¿cómo podríamos identificar a un nacionalista católico o a un nacionalismo católico? Parece que lo más cercano a algo que podríamos llamar nacionalismo católico es el sistema conocido como integrismo. Encontramos una definición de éste en el sitio integrista The Josias. Los editores escriben:

El integrismo católico es una tradición de pensamiento que, rechazando la separación liberal de la política de la preocupación por el fin de la vida humana, sostiene que el gobierno político debe ordenar al hombre hacia su fin último. Sin embargo, puesto que el hombre tiene un fin temporal y otro eterno, el integrismo sostiene que hay dos poderes que lo gobiernan: un poder temporal y un poder espiritual. Y puesto que el fin temporal del hombre está subordinado a su fin eterno, el poder temporal debe estar subordinado al poder espiritual.

El integrismo no es nacionalista en sentido estricto en el sentido de que no busca la protección o promoción de ninguna cultura, lengua o etnia nacional en particular. El integrismo es nacionalista, sin embargo, en el sentido de que busca reforzar el poder de varios estados nacionales en pos de un objetivo concreto. (Probablemente no sea una coincidencia que el integrismo haya sido especialmente popular en los últimos siglos en Francia, donde el modelo de Estado ha sido históricamente especialmente fuerte y especialmente antiguo).

La idea general del integrismo es, sin embargo, muy antigua en el sentido de que, ya en la antigüedad, muchos católicos creían que las autoridades civiles debían tener un papel activo en la defensa y el fortalecimiento de la Iglesia.

Muchos padres de la Iglesia, sin embargo, comprendieron el peligro que conlleva una «asociación» entre la Iglesia y las autoridades civiles. Incluso después de que Teodosio I declarara que el cristianismo era la iglesia estatal del imperio en el 380 d.C., esto dejó sin respuesta el espinoso problema de qué cristianos se verían favorecidos en cada momento. Inicialmente, fueron los católicos nicenos, pero varios emperadores se aliaron con diversas facciones cristianas, sentenciando la perdición de quien se encontrara en el bando perdedor. Por ejemplo, en el siglo VII, San Máximo el Confesor y el Papa San Martín I fueron desterrados por sostener opiniones «incorrectas», aunque sus puntos de vista eran los ortodoxos según las normas de la Iglesia. Por supuesto, estos reveses de la fortuna no se limitan al ámbito de la religión. Son comunes en asuntos militares y partidistas de todo tipo a lo largo de la historia.  La cuestión es que los grupos cristianos no están más aislados de los caprichos del gobierno civil que cualquier otro grupo.

Habiendo aprendido de su propia revisión exhaustiva de la historia antigua en Ciudad de Dios, San Agustín era extremadamente escéptico respecto a los príncipes mundanos como aliados fiables. Agustín había declarado que los príncipes injustos no eran mejores que los piratas. También llegó a la conclusión de que incluso cuando los gobernantes mundanos pueden establecer la paz, tal paz no es más que la desnuda «conquista de los que nos resisten» y sólo dura mientras los petulantes gobernantes civiles encuentran la paz a su gusto personal. En opinión de Agustín, las reglas mundanas verdaderamente virtuosas son tan raras que hay poca seguridad o valor en atar el poder de la Iglesia a las autoridades civiles. Después de todo, el gobierno civil se limita a supervisar la «Ciudad del Hombre», que está totalmente separada de la Ciudad de Dios». De hecho, la idea misma de utilizar el Estado para lograr fines cristianos no le cuadra a Agustín. Como lo describe John Milbank:

En Agustín, desconcertantemente, no hay nada reconocible como una «teoría de la Iglesia y el Estado», ninguna delineación de sus respectivas esferas naturales de funcionamiento. La civitas terrena no es considerada por él como un «Estado» en el sentido moderno de una esfera de soberanía, preocupada por los asuntos de gobierno. En cambio, esta civitas, tal como Agustín la encuentra en el presente, es el vestigio de todo un modo pagano de práctica, que se remonta a Babilonia. No hay un conjunto de objetivos positivos que sean asunto propio y peculiar...

En la Alta Edad Media, sin embargo, muchos teólogos católicos se habían vuelto mucho más optimistas sobre las perspectivas de existencia de gobiernos cristianos —gobernados potencialmente por príncipes virtuosos— al servicio de la Iglesia. Quizá por eso, hoy en día, los integristas modernos suelen ser discípulos de Santo Tomás de Aquino y confían en que la razón natural pueda aprovecharse de algún modo para crear un gobierno civil justo y fiable según el modelo integrista.

Por qué fracasa el integrismo

La experiencia, sin embargo, sugiere que el escepticismo radical de Agustín respecto a las autoridades civiles es el punto de vista más acertado. Rara vez encontramos gobiernos civiles que persigan los objetivos de la virtud cristiana más allá de breves periodos de tiempo o durante los reinados de gobernantes excepcionalmente virtuosos. En la práctica, el integrismo ha funcionado normalmente al revés, en lugar de como se pretendía. Es decir, el ideal integrista es que el gobierno civil esté sometido a las autoridades religiosas, pero suelen ser los gobiernos civiles los que dominan las instituciones religiosas. (Los Estados Pontificios son excepciones notables y extremadamente raras.) Así, los intentos de integrismo ofrecen ejemplos como la Inquisición española, que sirvió principalmente para fortalecer el Estado español y estaba bajo el control del monarca. O podríamos recordar a los papas de Aviñón que «reinaban» bajo el pulgar de los monarcas franceses. En lugar de desembocar en una teocracia, como muchos críticos del integrismo afirman que está abocado a suceder, el resultado habitual de la alianza Iglesia-Estado es el opuesto a la teocracia: los clérigos se convierten en siervos del gobierno civil.

En última instancia, podríamos concluir que, aunque el integrismo no es nacionalista en teoría, sí lo es en la práctica: el integrismo termina con un Estado nacional fuerte que impulsa una visión social específica. Rara vez estas políticas están sujetas a autoridades religiosas, pero el integrista puede ser engañado haciéndole creer que sí lo están. En realidad, el Estado integrista es simplemente un Estado en el que los gobernantes civiles —durante un tiempo consideran a la Iglesia como un aliado conveniente. Sin embargo, una vez que la Iglesia deja de serlo, el Estado integrista se transforma en un Estado hostil a aquellos a los que una vez se diseñó para proteger.

Así, el integrismo va por el mismo camino que los nacionalistas cristianos en general: estos movimientos favorecen la creación de un Estado fuerte que, más pronto que tarde, se volverá contra sus creadores.

[Este artículo es una adaptación de una mesa redonda sobre el nacionalismo cristiano que tuvo lugar en el Freedom Fest de Memphis el 14 de julio de 2023. Los otros panelistas fueron Norman Horn, Kerry Baldwin y Alex Bernardo del Libertarian Christian Institute.]

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