Pocas ideologías políticas son tan mal entendidas como el anarquismo. De hecho, la confusión está tan extendida que los que ignoran esta tradición intelectual a menudo usan la palabra «anarquismo» como sinónimo de «caos». Parte de la confusión puede derivarse del hecho de que el anarquismo hoy se asocia a menudo únicamente con los anarquistas contra la propiedad privada del siglo XIX, como los seguidores de Mijaíl Bakunin.
De hecho, esta variedad de anarquismo fue tan dominante a lo largo de la primera mitad del siglo XX que Ludwig von Mises, escribiendo en Liberalismo, preguntaba burlonamente: «¿Puede entonces suponerse, sin caer completamente en el absurdo, que, a pesar de todo esto, todo individuo en una sociedad anarquista tendrá mayor previsión y poder de voluntad que un dispéptico glotón?»
Escribiendo en 1927, la experiencia de Mises con los anarquistas era con quienes buscaban echar abajo toda forma de institución humana, del mercado a la familia a los grupos religiosos. No sorprende que Mises fuera algo escéptico respecto de que una sociedad privada de todas las instituciones probadas y verdaderamente humanas entrara en una fase de utopía.
Sin embargo, en la tradición libertaria, la sociedad anarquista es simplemente la sociedad en la que los individuos no están gobernados por un estado construido sobre violencia y coacción monopolizadas, sino más bien gobernados por sí mismos a través de organizaciones en las que han entrado voluntariamente. Entre esas instituciones indudablemente pueden encontrarse iglesias, escuelas, familias, asociaciones profesionales, mercados y tribus.
Los anarquistas y los demás pueden debatir sobre el valor de dichas instituciones, pero el anarquista libertario no se opone forzosamente a que una persona sea miembro de cualquier institución u organización. A lo que se opone el anarquista libertario es el tipo de gobierno civil conocido como «el estado», que ejercita un monopolio de los medios de coacción. Es este monopolio, tal vez más que ninguna otra cosa, lo que caracteriza al estado, su falta de asociación voluntaria y su declaración de un derecho a emplear una fuerza indiscutible sobre todos los individuos que resultan vivir dentro de cierta área geográfica.
De hecho, los anarquistas ni siquiera se oponen necesariamente al uso de la coacción, pues sin duda un criminal que haya robado a otro puede con toda justicia verse obligado a pagar una indemnización.
En este punto, el estudiante del anarquismo empezará a preguntarse: «Está bien, el Estado es malo ¿pero cómo sería un sistema legal bajo un sistema anárquico? ¿Cómo interactuarían dueños de propiedad y empleados? ¿Cuál sería el papel de padres y familias?»
Por suerte para nosotros, no son preguntas que nos hayan llegado de repente, sino que hace mucho que las plantearon los teóricos anarquistas. Y cuando empezamos a ver más en profundidad la tradición anarquista, encontramos que no es nueva ni está subdesarrollada en su pensamiento.
Aunque podemos remontarnos a Étienne de La Boétie para encontrar escritos tempranos sobre el tema, el siglo XIX produjo numerosos pensadores anarquistas importantes desde Molinari a Proudhon en Europa y Spooner y Tucker en Estados Unidos. Estos teóricos del siglo XIX acabarían siendo popularizados y empleados por Murray Rothbard en lo que se conoce como anarcocapitalismo, la tradición anarquista de propiedad privada y libre asociación.
Para ofrecer una exploración detallada de las respuestas ofrecidas a estas preguntas, David Gordon ofrecerá la semana que viene un nuevo curso en la Academia Mises sobre la historia del pensamiento anarquista y examinará durante seis semanas la tradición intelectual del anarquismo y la importancia de la tradición para el debate político actual.
De hecho, la importancia del anarquismo en el ámbito político es tal vez mayor que nunca y su importancia continuada volvió al frente en mayo, cuando Kelefa Sanneh, escribiendo en The New Yorker, explicaba la influencia del anarquista anticapitalista David Graeber, que se ha hecho conocido por el Movimiento Ocupa Wall Street. Sin embargo, en su artículo, Sanneh no podía ignorar a Murray Rothbard, a quien describía como «un anarquista que podría considerarse influyente en Washington» y como «mentor intelectual de Ron Paul, lo que le hace el padrino del padrino del Tea Party».
Uno puede indudablemente discutir la influencia anarquista de Rothbard entre la propia gente del Tea Party, pero la importancia del pensamiento anarcocapitalista de Rothbard dentro del gran movimiento libertario es notable.
Y aun así esta división entre los anarquistas a favor de la propiedad privada como Rothbard y los anarquistas en contra de la propiedad privada de la escuela de David Graeber continúa causando confusión acerca de lo que es el anarquismo.
Escribiendo en el próximo número de septiembre de The Free Market, David Gordon señala:
Graeber no está de acuerdo en que si nos libramos del estado, la gente viviría bajo un capitalismo de libre empresa. Sigue la opinión de Karl Polanyi en su libro La gran transformación (1944) de que el libre mercado depende de un marco rígido de leyes e instituciones para obligar a la gente a que se comporte como requiere el sistema capitalista. En concreto, Graeber cree que el capitalismo se basa en la servidumbre y esclavitud por deudas y ve favorablemente la cancelación de la deuda.
Si algunos anarquistas creen que el libre mercado no puede existir sin el estado y otros creen que el estado es el gran enemigo de los mercados libres, ¿qué es entonces el anarquismo?
Si todos los anarquistas están realmente unidos por la oposición a un Estado coactivo, entonces quizá la pregunta sea irrelevante. Pues como saben los anarquistas libertarios, una sociedad sin estado es probable que produzca naturalmente mercados extensos, complejos y exitosos. Los anarquistas anticapitalistas simplemente estarán equivocados, aunque quizá se les pueda agradecer su servicio en la oposición al Estado.