A los liberales clásicos y libertarios, especialmente a los que admiran las obras del famoso teórico de la ley y economista F. A. Hayek, les gusta señalar que una sociedad libre requiere el imperio de la ley.
Otros, críticos con esta tradición política, señalan, sin embargo, que las leyes gobiernan la mayoría de las sociedades, muchas de ellas bastante tiránicas, por lo que el imperio de la ley no influye en que una sociedad sea libre. Mises bromeó en 1929: «No es de extrañar que todos los que han tenido algo nuevo que ofrecer a la humanidad no hayan tenido nada bueno que decir del Estado o de sus leyes».
Lo que podría ser el origen de la estrecha relación que se alega entre las sociedades libres y el imperio de la ley es que las únicas leyes que pueden aplicarse de manera uniforme y universal en la sociedad son las pocas que tienen como objetivo mantenernos libres. El resto de las llamadas leyes son en realidad edictos de los gobernantes, no leyes de buena fe, ya que se aplican de forma selectiva, no por igual a todos nosotros.
Esto se remonta, en parte, a la teoría de la ley natural, que a su vez está relacionada con el papel de las leyes en el mundo natural. Las leyes regulan todo lo que es de cierta clase, no sólo algunas cosas. Las leyes del movimiento se aplican a todas las cosas móviles; las leyes de la fotosíntesis a todas las cosas que pueden sufrir ese proceso químico orgánico. Y así sucesivamente.
La diferencia es que con las leyes naturales aplicadas a los seres humanos, las leyes no se aplican automáticamente sino que sirven de guía para elegir acciones e instituciones exitosas. Esto se debe a que los seres humanos poseemos libre albedrío y podemos intentar eludir las leyes que debemos seguir para tener éxito y vivir bien como seres humanos. Pero, por lo demás, siguen siendo leyes, sólo que morales, éticas o políticas, no biológicas, químicas o fisiológicas.
Aparte de este aspecto de las leyes que guían la conducta humana, a saber, que regulan la acción voluntaria, dichas leyes también tienen que ser universales, aplicables a todos los humanos. Sólo se califican como leyes de buena fe aquellas que se aplican universalmente, a todos los humanos, y no sólo a algunos en función de ciertas peculiaridades del (de los) legislador(es) o de los que se pretenden regir por el (los) edicto(s).
Pero hay muy pocas leyes que realmente se aplican a todos nosotros: son las que se ocupan principalmente de proteger nuestros derechos básicos. El imperio de la ley se manifiesta entonces allí donde se respetan muy pocas leyes de este tipo, donde el gobierno se limita, por tanto, a respetarlas. Eso es lo que conecta tan estrechamente el imperio de la ley con la sociedad libre.
Por ejemplo, nadie debe asesinar, robar, secuestrar o agredir a otra persona. Estos son principios universales de la conducta humana. Son, utilizando la terminología de Kant, categóricamente verdaderos para guiar la interacción humana, en cualquier momento y en cualquier lugar. Sin embargo, la afirmación de que hay que llevar el cinturón de seguridad no es una verdad universal: puede haber muchas circunstancias en las que eso sea falso. O que el 40% de los ingresos de una persona deben pagarse a las autoridades legales: eso también carece de universalidad, si es que alguna vez es cierto.
Por eso, cuando esos edictos se convierten en leyes, a pesar de la apariencia basada en la pompa y las circunstancias —«firmados como ley», «introducidos en los libros de leyes», etc.—, no llegan a ser leyes de buena fe. Son leyes falsas y serán ampliamente resistidas por aquellos que se dan cuenta de esto, que saben que los edictos no se aplican a ellos. Por lo tanto, estos edictos violan el principio del imperio de la ley.
Además, muchas, o la mayoría, de las «leyes» que seguimos día a día no son aplicadas por el gobierno en absoluto, por lo que hacer que estas sean competencia del gobierno es realmente inútil. Se trata de las normas que rigen nuestros lugares de trabajo, los estatutos de nuestros clubes y asociaciones y subdivisiones, las normas que se aplican en los lugares donde compramos y comemos, etc. Pues bien, como ya he señalado, ni siquiera se trata de leyes propiamente dichas, sino de normas que establecería cualquier gestor de ámbitos privados, por ejemplo, de una pista de tenis o una piscina.
Muchos de los edictos gubernamentales, en cualquier caso, son pseudoleyes, normas que resultan molestas sobre todo porque el gobierno se ha atribuido la autoridad única y monopolística de imponérnoslas; por ejemplo, que el correo de primera clase debe costar en todos los casos lo mismo, sin importar a dónde vaya, a la puerta de al lado o a 5000 kilómetros de distancia.
Por supuesto, muchas «leyes» perfectamente buenas -reglas en realidad- no provienen del gobierno. Muchas de las «leyes» que seguimos no son realmente leyes, sino normas, por ejemplo, de circulación, de uso de las playas, de asistencia a las escuelas. La única razón por la que el gobierno está involucrado es porque ha usurpado su papel al asumir estas esferas en un universo correctamente ordenado.
Como resultado de la proliferación de pseudo leyes, todas las leyes de buena fe, las que realmente deberían ser obedecidas por todos, tienden a perder su credibilidad. Cuando el ordenamiento jurídico trata la prohibición de las drogas o el alcohol, o los mandatos de acción afirmativa, de la misma manera que trata la prohibición del asesinato y la violación -cuando confunde estas dos categorías de edictos llamándolas leyes-, es natural que la gente empiece a verlas como algo meramente convencional, como algo que los que están en el poder desean prohibir u ordenar, y no como algo que deba ser obedecido.
Una de las virtudes de la idea liberal clásica y libertaria de la ley es que preserva el significado coherente, incluso reverente, del concepto «ley» y no lo diluye, debilitando así su reputación y socavando su fuerza vinculante.
Publicado originalmente el 18 de octubre de 2004.