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El mercantilismo en Inglaterra

Fue en el siglo XVI cuando Inglaterra empezó su meteórico ascenso a la cumbre económica e industrial. La Corona Inglesa hizo realmente lo que pudo por dificultar este desarrollo mediante leyes y regulaciones mercantilistas, pero fracasó porque, por varias razones, los edictos intervencionistas resultaron inaplicables.

La lana en bruto había sido durante bastantes siglos el producto más importante de Inglaterra y por tanto su exportación más importante. La lana se exportaba principalmente a Flandes y Florencia para fabricar telas de calidad. A principios del siglo XIV el floreciente comercio de la lana llegó a un máximo de una media anual de exportación de 35.000 sacos. Naturalmente el estado entró entonces en escena, imponiendo tributos, regulando y restringiendo.

La principal arma fiscal para construir el estado-nación en Inglaterra fue el “poundage”, un impuesto a la exportación de lana y un arancel a la importación de telas de lana. El poundage se fue incrementando para pagar las continuas guerras. En la década de 1340, el rey Eduardo III otorgó el monopolio de la exportación de lana a pequeños grupos de mercaderes, a cambio de que aceptaran recaudar los impuestos a la lana en nombre del rey. Este monopolio sirvió para acabar con el negocio de los italianos y otros comerciantes extranjeros que habían predominado en la exportación de lana.

Sin embargo, para la década de 1350, estos comerciantes monopolistas habían ido a la quiebra y el rey Eduardo acabó resolviendo el asunto ampliando el privilegio de monopolio y extendiéndolo a un grupo de varios centenares llamados los “Mercaderes del Staple”. Toda la lana exportada tenía que pasar por un pueblo fijo bajo los auspicios de la compañía del Staple y exportada a un punto fijo en el continente, al final del siglo XIV en Calais, entonces bajo control inglés. El monopolio del Staple no se aplicó para Italia, pero sí a Flandes, el principal importador de lana inglesa.

Los Mercaderes del Staple pronto procedieron a utilizar su monopolio privilegiado en la forma que con el tiempo adoptan todos los monopolistas: forzando a bajar los precios a los productores ingleses de lana y a subirlos a los importadores de Calais y Flandes. A corto plazo, el sistema fue bastante cómodo para los Staplers, que fueron más que capaces de resarcirse de sus pagos al rey, pero a largo plazo, el gran comercio inglés de la lana se vio irremediablemente perjudicado. La diferencia artificial entre los precios locales y extranjeros de la lana desanimaba la producción de lana inglesa y dañaba la demanda exterior de lana. A mediados del siglo XV, las exportaciones anuales de lana habían caído hasta sólo 8.000 sacos.

El único beneficio para los ingleses de esta política desastrosa (aparte de las ganancias a corto plazo para el rey Eduardo y los Staplers) fue dar un impulso no buscado a la producción inglesa de telas de lana. Los tejedores ingleses podían ahora beneficiase de los artificialmente menores precios de la lana en Inglaterra, unidos a los artificialmente altos precios de la lana en el extranjero. De nuevo, el mercado se las arreglaba para sobrevivir en su inacabable y zigzagueante lucha con el poder. A mediados del siglo XV las caras “lanas” de paño fino se fabricaban abundantemente en Inglaterra, centrándose en el West Country, donde los veloces ríos tenían agua bastante para abatanar las telas y Bristol podía servir como puerto principal de exportación y entrada.

Durante la mitad del siglo XVI, se difundió en Inglaterra un nuevo tipo de tela de lana en las industrias textiles. Eran los estambres, telas más baratas y menos pesadas que podían exportarse a climas más suaves y eran más apropiados para su teñido y estampado, pues cada hebra de hilo era visible en la tela.

Como el estambre no estaba abatanado, las fábricas no necesitaban estar situadas cerca del agua corriente así que las fábricas y talleres textiles se extendieron por todo el campo (y en pueblos nuevos, como Norwich y Rye) alrededor de Londres. Londres era el mayor mercado para las telas, así que los costes de transporte ahora eran menores y además el sudeste era un centro de ovejas con la lana basta y larga particularmente apropiada para la producción de estambre. Las nuevas empresas rurales alrededor de Londres  también pudieron contratar a artesanos tejedores protestantes que habían huido de la persecución religiosa en Francia y Holanda. Lo más importante es que ir al campo o a nuevos pueblos significaba que la innovadora industria textil en expansión podía escapar a las agobiantes restricciones gremiales y a la paralizada tecnología de los pueblos viejos.

Ahora que se exportaban anualmente más de 100.000 telas al año, comparadas con los pocos miles de dos siglos antes, la producción se hace sofisticada y se producen innovaciones en el marketing. Estableciendo un sistema de “putting-out”, los mercaderes pagaban a los artesanos por pieza de tela propiedad de éstos. Además, surgieron intermediarios en el mercado, sirviendo los corredores de hilos como intermediarios entre hiladores y tejedores y vendedores de telas al por mayor especializados en vender la tela al final de la cadena productiva.

Viendo la aparición de nueva competencia, los antiguos artesanos y fabricantes urbanos de paño se dirigieron al aparato del estado para tratar de aplastar a los eficientes advenedizos.

Como explica el Profesor Miskimin:

Como pasa a menudo durante un periodo evolutivo, los intereses creados anteriores se dirigieron al estado para recibir protección contra los elementos innovadores dentro de la industria y buscaron una regulación que preservara su tradicional monopolio.1

En respuesta, el gobierno inglés aprobó la Ley de Tejedores en 1555, que limitaba drásticamente el número de telares por instalación fuera de los pueblos a uno o dos. Sin embargo, las numerosas excepciones viciaron la eficacia de la ley y otros estatutos que fijaban controles máximos a los salarios, restringiendo la competencia para preservar a la antigua industria de paños, y no llegaron a ninguna parte por una sistemática falta de aplicación.

Así que el gobierno inglés recurrió a la alternativa de apoyar y reforzar la estructura gremial urbana para excluir la competencia. Sin embargo, estas medidas sólo tuvieron éxito en aislar y apresuras la decadencia de las antiguas empresas urbanas de paños. Porque las nuevas empresas rurales, especialmente la nuevas tiendas al por mayor, estaban fuera de la jurisdicción de los gremios. Así que la Reina Isabel los nacionalizó, con el Estatuto de Artesanos en 1563, que puso directamente al estado-nación bajo el poder de los gremios. El número de años aprendices que cada maestro podía emplear estaba severamente limitado, una medida pensada para ahogar el crecimiento de cualquier empresa y para cartelizar decididamente la industria de la lana y perjudicar a la competencia. El número de días de aprendizaje, antes de que el aprendiz pudiera convertirse en maestro, estaba extendido universalmente por el estatuto a siete años y se imponían salarios máximos a los aprendices en toda Inglaterra.

Los beneficiarios del Estatuto de Artesanos no fueron sólo los antiguos e ineficientes gremios urbanos de pañeros, sino también a los grandes terratenientes, que habían estado perdiendo trabajadores ante la nueva industria textil con altos salarios. Un objetivo declarado del Estatuto de Artesanos fue el pleno empleo obligatorio, con la mano de obra dirigida a trabajar de acuerdo con un sistema de “prioridades”: la primera prioridad la fijó el estado, que intentó forzar a los trabajadores a permanecer en los trabajos rurales y de granja y no abandonar el campo ante ninguna oportunidad de enriquecerse. Por otro lado, para entrar en campos comerciales o profesionales, se necesitaba una serie graduada de calificaciones tales que las profesiones estaban encantadas de tener la entrada restringida por este estatuto cartelizado, mientras que los terratenientes estaban encantados de tener a los trabajadores obligados a permanecer en la granja con salarios menores de los que habrían obtenido en cualquier otro lugar.

Si el Estatuto de los Artesanos se hubiera aplicado estrictamente, el crecimiento industrial podría haberse detenido permanentemente en Inglaterra. Pero por suerte, Inglaterra era mucho más anárquica que Francia y el estatuto no se aplicó bien, particularmente donde importaba, en la nueva y rápidamente creciente industria del estambre.

No sólo el campo estaba fuera de las garras de los gremios urbanos y su estado-nación aliado, sino que también lo estaba el Londres en rápido crecimiento, donde la costumbre era que cualquier miembro de un gremio podía realizar cualquier tipo de comercio y ningún gremio podía ejercitar un control restrictivo sobre ninguna línea de producción.

La posición de Londres como el gran centro de exportación de los nuevos vendedores al por mayor (principalmente a Amberes) participó en parte en el enorme crecimiento de esta ciudad durante el siglo XVI. La población de Londres creció al triple de ritmo de Inglaterra en su conjunto, en concreto de 30-40.000 al inicio del siglo XVI a un cuarto de millón a principios del siguiente. Sin embargo, los mercaderes de Londres no estaban contentos con el desarrollo del libre mercado y el poder empezó a entrar en el mercado.

En 1486, la Ciudad de Londres creó la Hermandad de los Mercaderes Aventureros de Londres, que reclamaba derechos exclusivos de exportación de la lana a sus miembros. A los mercaderes de provincias (fuera de Londres) se les pedía una fuerte tasa para ser miembros. Once años más tarde el rey y el parlamento decretaron que cualquier mercader que exportara a los Países Bajos tenía que pagar una tasa a los Mercaderes Aventureros y obedecer sus restrictivas regulaciones.

El estado reforzó el monopolio de los Mercaderes Aventureros a mediados del siglo XVI. Primero en 1552, se privó a los mercaderes hanseáticos de sus antiguos derechos a exportar tejido a los Países Bajos. Cinco años después, se aumentaron los aranceles a la importación de telas, confiriendo así más privilegios especiales al comercio local de telas y aumentando los lazos financieros de la Corona con los mercaderes de tejidos. Y finalmente, en 1564 bajo el reinado de la Reina Isabel, los Mercaderes Aventureros se reconstituyeron bajo un control más férreo y oligárquico.

Sin embargo, al final del siglo XVI los poderosos Mercaderes Aventureros empezaron a decaer. La guerra inglesa con España y los Países bajos españoles hizo perder a los Aventureros la ciudad de Amberes y con el paso al siglo XVII fueron expulsados formalmente de Alemania. El monopolio inglés de exportación de lana a los Países Bajos y la costa alemana fue finalmente abolido después de la revolución de 1688.

Es instructivo advertir que pasó con el calicó estampado en Inglaterra en comparación con la supresión del negocio en Francia. La poderosa industria lanera se las arregló para que se prohibieran las importaciones de calicó a Inglaterra en 1700, aproximadamente una década después de Francia, pero en este caso la manufactura nacional seguía estando permitida. En consecuencia, las fábricas nacionales de calicó siguieron adelante y cuando los intereses laneros se las arreglaron para conseguir una ley de prohibición del consumo de calicó aprobada en 1720 (la Ley del Calicó), la industria nacional de calicó ya era poderosa y pudo continuar exportando sus productos.

Entretanto, continuaba el contrabando de calicó, al igual que el uso doméstico, todos estimulados por el hecho de que la prohibición no se aplicó ni cercanamente tan estrictamente en Inglaterra como en Francia. Más tarde, en 1735, la industria inglesa del algodón obtuvo una excepción para el estampado doméstico y uso de “fustanes”, una tela mixta de algodón y lino, que en todo caso eran la forma más popular de calicó en Inglaterra. Por consiguiente, la industria doméstica textil del algodón fue capaz de crecer y florecer en Inglaterra a lo largo del siglo XVIII.

Importante para el mercantilismo inglés fue la omnipresente creación de la Corona de privilegios de monopolio: el poder exclusivo de producir y vender en el comercio nacional e internacional. La creación de monopolios llegó a su clímax en el reinado de la Reina Isabel (1558-1603), en la última mitad del siglo XVI. En palabras del historiador Profesor S.T. Bindoff, “(…) el principio restrictivo había empleado, como un calamar gigante, sus abrazadores tentáculos alrededor de muchos sectores del comercio y la manufactura nacional” y “en la última década del reinado de Isabel pocos artículos de uso común (carbón, jabón, almidón, hierro, cuero, libros, vino, fruta) no estaban afectados por patentes de monopolio”.2

Con una prosa chispeante, Bindoff escribe cómo los cabilderos, utilizando el señuelo de la ganancia monetaria, acudían a los cortesanos para que patrocinaran sus peticiones de monopolios: “su patrocinio era normalmente un simple episodio en el gran juego de la búsqueda de rango y fortuna que se bamboleaba y giraba incesantemente alrededor de los escalones del trono”. Una vez obtenidos sus privilegios, los monopolistas se vieron investidos por el estado con poderes de búsqueda y captura para desarraigar todos los casos de la competencia ahora ilegal. Como escribe Bindoff,

Los “hombres del salitre del contrato de la pólvora excavaban en la casa de cada hombre” en busca del terreno cargado de nitrato que era su materia prima. Los miñones del monopolio de los naipes invadían tiendas en busca de cartas sin su sello e intimidaban a sus propietarios, bajo amenaza de querellas en un tribunal distante, diciéndoles que agravaban sus delitos. El derecho de búsqueda era, de hecho, indispensable para el monopolista si tenía que eliminar la competencia para que le dejase libre de fijar el precio de sus productos.3

El resultado de esta expulsión de la competencia, como podríamos esperar, fue la rebaja de la calidad y el aumento del precio, a veces hasta un 400%.

[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith]

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe.

  • 1Harry A. Miskimin, The Economy of Later Renaissance Europe: 1460–1600 (Cambridge: Cambridge University Press, 1977), p. 92.
     
  • 2S.T. Bindoff, Tudor England (Baltimore: Penguin Books, 1950), p. 228.
  • 3Ibíd., p. 291.
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