Aunque Joseph Schumpeter y la Escuela Austriaca a menudo se encuentran en desacuerdo sobre cuestiones fundamentales de la teoría económica —en particular sobre la teoría del valor, el capital y el papel de la iniciativa empresarial—, sería un error pasar por alto el importante terreno común que comparten en lo que respecta a su diagnóstico del Estado y su peligrosa propensión a crecer. De hecho, a pesar de los desacuerdos metodológicos y teóricos, la crítica de Schumpeter al poder del Estado —especialmente tal como se expone en su ensayo de 1918 «La crisis del Estado fiscal»—resuena poderosamente con las advertencias lanzadas por pensadores austriacos como Ludwig von Mises y Murray Rothbard.
Para Schumpeter, el Estado no es una institución pública idealizada que tiende al bien público, como la corriente dominante del pensamiento político clásico y progresista. Se trata más bien de una formación históricamente contingente, cuyo tamaño, forma y papel se definen principalmente por su capacidad para recaudar ingresos, especialmente a través de los impuestos. Y es en este núcleo fiscal, argumenta Schumpeter, donde se revela la verdadera naturaleza del Estado.
«Las finanzas públicas», escribió, «son uno de los mejores puntos de partida para una investigación de la sociedad». En su opinión, son algo más que una característica técnica de la gobernanza; son el centro neurálgico mismo del poder político y social. Si el Estado puede financiarlo, puede hacerlo, y así, lo intentará.
Esto nos lleva a su análisis de Roma, que Schumpeter emplea como estudio histórico de un Estado cuya expansión fiscal y militar acabó sembrando las semillas de su propia ruina. En un pasaje de inquietante relevancia para las sociedades occidentales modernas, observó cómo la transición de Roma de República a Imperio no sólo trajo consigo la conquista externa, sino la transformación interna de la maquinaria del Estado. La guerra y la expansión territorial exigían una administración, una fiscalidad y una burocratización cada vez mayores. El Estado romano se convirtió, en efecto, en un parásito demasiado hinchado para ser sostenido por la propia sociedad que lo había engendrado.
En esto, Schumpeter se adelantó a su tiempo. Su reconocimiento de que la expansión del poder estatal, especialmente durante y después de la guerra, no tiende a retroceder, sino a persistir y profundizarse, prefigura el trabajo posterior de Robert Higgs en Crisis y Leviatán. También se hace eco de la crítica de Mises en Burocracia y de la insistencia de Rothbard y otros en que el Estado es, en el fondo, una institución depredadora que prospera gracias a la coerción y la extracción.
Es famosa la advertencia de Schumpeter contra lo que denominó el «Estado impositivo», un Estado que ya no se rige por objetivos limitados o principios constitucionales, sino que considera el aparato fiscal como una herramienta de ingeniería social y gestión de clases. El Estado moderno, a diferencia de la monarquía medieval o del primer orden constitucional liberal, no sólo recauda impuestos para sostenerse o para defender a la nación. Tributa para remodelar la sociedad, para recompensar a sus clientes y para gestionar a una población cada vez más inquieta.
En este sentido, la comparación entre la Roma de finales de la República y el Occidente moderno no es meramente poética: es estructural. Del mismo modo que el Estado romano se enriqueció mediante la conquista y luego se vio incapaz de retirarse de las obligaciones y cargas administrativas que ésta conllevaba, el Estado norteamericano moderno se ha enredado en compromisos militares globales, obligaciones de bienestar y laberintos normativos de los que no puede, o no quiere, retirarse. Como señaló Haskell en The New Deal in Old Rome, el Estado imperial americano ha llegado a parecerse a Roma no sólo en su presencia global, sino también en su lógica política interna: el Estado benefactor de pan y circo, la política clientelar del Congreso, la presidencia imperial y la erosión de la virtud cívica.
Lo que hace especialmente conmovedor el análisis de Schumpeter es su comprensión de que la capacidad fiscal del Estado, su habilidad para pedir prestado, inflar y gravar, establece los límites de lo que puede intentar. Y una vez que el Estado domina estas herramientas, rara vez se contiene. Las innovaciones financieras modernas, en particular la moneda fiduciaria y la banca central, no han hecho sino acelerar esta dinámica, permitiendo al Estado posponer el ajuste de cuentas fiscal al tiempo que profundiza su control sobre la economía y la sociedad.
Tal vez no sorprenda el pesimismo de la crítica de Schumpeter. Creía que el capitalismo, lejos de triunfar, se derrumbaría no por sus contradicciones internas —como había supuesto Marx— sino porque su éxito engendraría las mismas fuerzas sociales que lo destruirían. Intelectuales, burócratas y votantes, temía, conspirarían, a sabiendas o no, para sustituir al empresario dinámico y arriesgado por la seguridad pasiva del Estado administrativo. En este sentido, se anticipó a la Revolución Gerencial de James Burnham y compartió el temor de Mises a la invasión de la «economía planificada».
Para los que seguimos la tradición austriaca, Schumpeter es un aliado complicado pero valioso. Sus ideas sobre los fundamentos fiscales del poder estatal, su realismo histórico y sus advertencias sobre la burocratización de la sociedad siguen siendo lecturas esenciales. Aunque podamos discrepar de él en cuanto a la teoría del equilibrio o su fatalismo sobre la desaparición del capitalismo, debemos reconocer la profundidad de su contribución a la comprensión de las patologías del crecimiento del Estado.
Roma, como nos recuerda Schumpeter, no fue destruida en un solo acto de conquista bárbara: decayó desde dentro, su economía política se transformó de una de libertad y deber cívico a una de administración imperial y privilegio parasitario. Ese proceso, trágicamente, no terminó con Roma. Simplemente comenzó allí.
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