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La maldad única de la izquierda

¿Es demasiado decir que desde la Revolución francesa la izquierda ha sido el origen de prácticamente todas las maldades políticas y continúa siéndolo hoy en día?

No puede haber dudas de que puede ejercerse y se ejerce gran crueldad y violencia en nombre de preservar el orden existente.

Pero cuando comparamos incluso las peores enormidades del pasado más distante con las revoluciones totalitarias izquierdistas y las guerras totales del siglo XX y XXI, en general son una mera irregularidad. Toda la historia de la Inquisición, dice Joe Sobran, apenas llega al nivel de lo que hicieron los comunistas en una mañana buena.

La Revolución francesa, y particularmente su fase radical, fue la manifestación clásica del izquierdismo moderno y sirvió como modelo para revoluciones aún más radicales en todo el mundo más de un siglo después.

Al ir evolucionando esa revolución, sus objetivos se hicieron más ambiciosos, con sus partidarios más fervientes reclamando nada menos que la transformación total de la sociedad.

En lugar de las diversas costumbres y formas establecidas de una Francia con más de un milenio de historia tras ella, los revolucionarios radicales introdujeron una alternativa «racional» creada en sus cabezas y con toda la calidez de un manicomio.

Las calles con nombres de santos recibieron nombres nuevos y las estatuas de los santos fueron guillotinadas. (Esta gente que guillotinaba estatuas era la racional, ya veis). El propio calendario, con fiestas religiosas, fue sustituido por un calendario más «racional», con 30 días cada mes, dividido en tres semanas de diez días, eliminando así el domingo. Los cinco días restantes del año se dedicaban a fiestas seculares: fiestas del trabajo, de la opinión, del genio, de la virtud y de las recompensas.

Los castigos por desvíos del nuevo orden eran tan severos como cabría esperar del izquierdismo. La gente era sentenciada a muerte por poseer un rosario, alojar a un sacerdote o rechazar abjurar del sacerdocio.

Conocemos muy bien la guillotina, pero los revolucionarios idearon otras formas de ejecución, como los ahogamientos en Nantes, pensados para humillar y aterrorizar a sus víctimas.

Dado que la izquierda ha buscado la completa transformación de la sociedad y dado que ese cambio completo está condenado a llegar contra la resistencia de la gente normal a la que no le importa que se alteren sus rutinas y patrones de vida, no debería sorprendernos que el instrumento del terror de masas haya sido el arma elegida. El pueblo debe estar aterrorizado para someterse y así´, rota y desmoralizada, esa resistencia pasa a parecer imposible.

Igualmente, no sorprende que la izquierda necesite un estado totalitario. En lugar de agrupaciones y lealtades producidas naturalmente, reclaman su sustitución por construcciones artificiales. En lugar de lo concreto y específico, los «pequeños pelotones» burkeanos que aparecen orgánicamente, impone sustitutivos remotos y artificiales que surgen de las cabezas de los intelectuales. Prefiere el gobierno central distante al barrio local, el presidente del consejo escolar al cabeza de familia.

Así que la creación de departamentos, totalmente subordinados a París, durante la Revolución francesa, fue un movimiento izquierdista clásico. Pero también los fueron los megaestados del siglo XX, que reclamaban que las lealtades del pueblo se transfirieran de las asociaciones más pequeñas que en un tiempo definieron sus vidas a una autoridad central completamente nueva que había surgido de la nada.

La derecha (entendida adecuadamente), entretanto, de acuerdo con el gran clásico liberal Erik von Kuehnelt-Leddihn, «defiende forma de vida libres y de crecimiento orgánico».

La derecha defiende la libertad, una forma de pensar libre y sin prejuicios; una disposición a conservar valores tradicionales (siempre que sean valores reales); una visión equilibrada de la naturaleza del hombre, no viendo en él ni una bestia ni un ángel, insistiendo en la unicidad de los seres humanos, que no pueden ser transformados ni tratados como meros números o cifras. La derecha es la defensora de los principios opuestos; es la enemiga de la diversidad y la promotora fanática de la identidad. La uniformidad se destaca en todas las utopías izquierdistas, paraísos en los que todos son iguales, la envidia ha muerto y el enemigo, o está muerto, o vive fuera de sus puertas, o está completamente humillado. El izquierdismo odia las diferencias, las desviaciones, las estratificaciones. (…) La palabra «uno» es su símbolo: un idioma, una raza, una clase, una ideología, un ritual, un tipo de escuela, una ley para todos, una bandera, un escudo de armas, un estado mundial centralizado.

¿Está parcialmente desactualizada la descripción de Kuehnelt-Leddihn? Después de todo, ¿quién publicita su lealtad a la «diversidad» más que la izquierda? Pero la versión de la diversidad de la izquierda equivale a una uniformidad de un tipo especialmente insidioso. Nadie puede mantener una opinión disidente acerca de la deseabilidad de la propia «diversidad», por supuesto se eligen facultades universitarias «diversas», no por su diversidad de puntos de vista, sino precisamente por su temible igualdad: liberales de izquierda de toda forma y tamaño. Es más, al reclamar «diversidad» y representación proporcional en tantas instituciones como sea posible, la izquierda pretende hacer que todo Estados Unidos sea exactamente igual.

Los izquierdistas llevan mucho tiempo dando gato por liebre. Primero dicen que no quieren nada más que libertad para todos. El liberalismo se supone que es neutral entre visiones del mundo en competencia, buscando solo un mercado abierto de ideas en que la gente racional pueda discutir sobre cuestiones importantes. No pretende imponer ninguna visión particular del bien.

Esa afirmación se hace añicos rápidamente cuando se hace evidente la centralidad de la educación dirigida por el gobierno en el programa liberal de izquierdas. La educación progresista en particular se dirige a emancipar a los niños de las supersticiones de centros de poder en competencia (padres, iglesia o localidad, entre otros) y a transferir su lealtad al estado central.

Por supuesto, el anhelo izquierdista de igualdad y uniformidad también desempeña un papel. Aquí está la historia del ministro francés de educación que, mirando a su reloj, dice a su invitado: «En este momento, en 5.431 escuelas elementales públicas están escribiendo una redacción sobre los placeres del invierno».

Como decía Kuehnelt-Leddihn:

Las escuelas de la iglesia y de las parroquias, las escuelas privadas, los tutores personales, ninguno armonizaba con los sentimientos izquierdistas. Las razones son múltiples. No solo hay deleite en el estatismo, sino también en la idea de la uniformidad y la igualdad—en la idea de que las diferencias sociales en educación deberían eliminarse y de que todos los alumnos deberían tener una oportunidad para adquirir el mismo conocimiento, el mismo tipo de información, de la misma manera y en el mismo grado. Esto debería hacerles capaces de pensar de formas idénticas o al menos similares.

Con el paso del tiempo, los izquierdistas se han preocupado cada vez menos en simular que son neutrales entre visiones sociales en competencia. Por eso los conservadores que acusan a la izquierda de relativismo moral se equivocan tanto. Lejos de ser relativista, la izquierda es absolutista en sus demandas de conformidad a códigos morales estrictos.

Por ejemplo, cuando declara que las personas «transgénero» son la nueva clase oprimida, se espera que todos se levanten y aplaudan. Los liberales de izquierda no argumentan que apoyar a las personas transgénero pueda ser una buena idea para algunos, pero mala para otros. Eso es lo que dirían si fueran relativistas morales. Pero no lo son, así que no lo hacen.

Y no es solamente que la disensión no se tolere. La disensión no puede reconocerse. Lo que pasa no es que se debata con el ofensor hasta lograr una resolución satisfactoria. Es expulsado de la sociedad educada sin miramientos. No puede haber opinión distinta de la que ha decidido la izquierda.

Luego es verdad: la izquierda no puede recordarnos lo suficiente a los tolerantes millennials sin prejuicios de quienes este mundo de ubicua intolerancia puede aprender tanto. ¿Me equivoco cuando digo que la izquierda, y particularmente la izquierda joven, es intolerante?

De hecho, estamos siendo testigos de la generación menos tolerante que se recuerde. April Kelly-Woessner, politóloga en Elizabethtown College, que ha investigado las opiniones de los millennials, ha llegado a algunas conclusiones reveladoras. Si basamos la tolerancia de una persona en cómo trata a aquellos con los que está en desacuerdo—un patrón evidentemente razonable—los millennials puntúan bastante bajo.

Sí, los millennials simpatizan mucho con los grupos de víctimas oficiales cuyas causas desfilan ante sus ojos en la universidad y las películas. No es ningún logro, ya que los millennials están de acuerdo con esa gente. ¿Pero cómo tratan y piensan acerca de aquellos con los que están en desacuerdo? Un vistazo a los medios de comunicación social o a los estallidos de izquierdismo en las universidades revelan la respuesta.

Por cierto, ¿quién fue el último portavoz izquierdista acallado por los libertarios en una universidad?

Respuesta: ninguno, porque no ha pasado nunca. Si hubiera pasado, lo habríamos estado escuchando hasta el día del juicio.

Por otro lado, los izquierdistas que aterrorizan a sus oponentes políticos simplemente se están manteniendo fieles al mandato de Herbert Marcuse, el izquierdista de la década de los sesenta, que argumentaba que la libertad de expresión tenía que restringirse en el caso de movimientos antiprogresistas:

Esa discriminación también se aplicaría a movimientos que se opusieran a la extensión de la legislación social para pobre, débiles e incapacitados. Frente a las denuncias virulentas de que esa política eliminaría el sagrado principio liberal de la igualdad «desde el otro lado», sostengo que hay asuntos en los que, o no hay «otro lado» nada más que en sentido formalista, o el «otro lado» es claramente «regresivo» e impide una posible mejora de la condición humana. Tolerar propaganda de la inhumanidad vicia los objetivos, no solo del liberalismo, sino de toda filosofía política progresista.

Incluso mucho de lo que hoy se considera conservadurismo está impregnado de izquierdismo. Es el caso indudablemente de los neoconservadores: ¿podéis imaginar a Edmund Burke, el manantial del conservadurismo moderno, apoyando la idea de fuerzas militares para extender los derechos humanos por todo el mundo?

Hablad a los neoconservadores sobre descentralización, secesión, anulación y obtendréis exactamente las mismas respuestas izquierdistas que oiríais en la MSNBC.

Puedo ahora imaginar la siguiente objeción a lo que he dicho: sea lo que sea que podamos decir acerca de los delitos y horrores de la izquierda, no podemos olvidar el totalitarismo de la derecha, manifestado en su forma más visible en la Alemania nazi.

Pero, en realidad, los nazis fueron un partido de izquierdas. El Partido de los Trabajadores Alemanes en Austria, los predecesores de los nazis, declaraban en 1904: «Somos un partido nacionalista amante de la libertad, que lucha enérgicamente en contra de tendencia reaccionarias, así como contra privilegios feudales, clericales o capitalista y todas las influencias extranjeras».

Cuando el partido se convirtió en al Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, su programa incluía lo siguiente:

El Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes no es un partido de trabajadores en el sentido estricto del término: Representa los intereses de todo trabajo creativo honradamente creativo. Es un partido amante de la libertad y estrictamente nacionalista y por tanto lucha contra todas las tendencias reaccionarias, contra los privilegios eclesiásticos, aristocráticos y capitalistas y contra toda influencia extranjera, pero, por encima de todo, contra la abrumadora influencia de la mentalidad comercial judía en todos los ámbitos de la vida pública. (…)

Reclama la amalgama de todas las regiones de Europa habitadas por alemanes en un Reich alemana democrático y con conciencia social. (…)

Reclama plebiscitos para todas las leyes fundamentales en el Reich, los estados y las provincias. (…)

Reclama la eliminación del gobierno de los banqueros judíos sobre la vida empresarial y la creación de bancos nacionales del pueblo con una administración democrática.

Este programa, escribía Kuehnelt-Leddihn, «rezuma el espíritu del izquierdismo nivelador: era demócrata, era anti-Habsburgo (reclamaba la destrucción de la monarquía danubiana a favor del programa pangermánico), estaba contrat todas las minorías impopulares, una actitud que es el magnetismo de todas las ideologías izquierdistas».

La obsesión izquierdista por la «igualdad» y la nivelación significa que el estado debe inmiscuirse en el empleo, las finanzas, la educación, los clubes privados—muy dentro de los engranajes de la sociedad civil. En nombre de la diversidad, se obliga a todas las instituciones a mostrarse exactamente como todas las demás.

La izquierda nunca puede quedar satisfecha porque su credo es una revolución permanente al servicio de fines inalcanzables, como la «igualdad». Gente con distintas capacidades y dotes conseguirá diferentes recompensas, lo que significa una intervención constante en la sociedad civil. Además, la igualdad se desvanece en el momento en que la gente intercambia libremente dinero por los bienes que desea, así que repito: es estado debe implicarse en todo, en todo momento.

Además, cada generación de liberales de izquierda ataca y engulle lo que la anterior daba por sentado. La revolución está en marcha.

En resumen, el izquierdismo es una receta para una revolución permanente y de un tipo característicamente antilibertario. No solo antilibertario. Antihumano.

Y aun así, el enfado hoy en día se dirige contra la derecha.

Es verdad que los libertarios no están completamente a gusto ni en la izquierda ni en la derecha, tal y como se entienden tradicionalmente. Pero la idea de que ambos lados son igualmente temibles o suponen amenazas comparables para la libertad es un sinsentido idiota y destructivo.

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