«Cuando el saqueo se ha convertido en una forma de vida para un grupo de hombres que viven juntos en sociedad, con el tiempo se crean un sistema legal que lo autoriza y un código moral que lo glorifica» —Frédéric Bastiat, Sofismas Económicos
Nací en una América Latina que aún creía que los reporteros eran custodios de los hechos, no curadores de narrativas. Seis décadas después, ese ethos ha sido desplazado en gran medida por lo que Alexis de Tocqueville predijo como «despotismo democrático»: un poder suave y omnipresente que reduce a los ciudadanos a «rebaños de animales tímidos y laboriosos» bajo un Estado pastor.
Esta transformación no fue repentina. Su arquitectura fue establecida gradualmente por el Foro de São Paulo, lanzado en 1990 por Luiz Inácio Lula da Silva y Fidel Castro. Su estrategia consistía en infiltrarse lentamente, remodelar las mentes y erosionar la resistencia —empezando por las escuelas, los púlpitos, las redacciones y, por último, las salas de lacortes.
Haciéndose eco de la advertencia de Bastiat, el Foro desplazó los derechos clásicos de vida, libertad y propiedad por un orden moral que justificaba la coerción en nombre de la justicia. Hayek advirtió que la libertad exige responsabilidad personal, mientras que Burke nos recordó: «Lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada».
Este ensayo recorre el ascenso del Foro —desde las aulas universitarias hasta las cortes supremas— y entonces se pregunta: ¿Cómo resistir a una fuerza que corroe en lugar de enfrentar?
Orígenes y métodos silenciosos
El Foro de São Paulo no surgió en el vacío. Surgió de un proceso de décadas que remodeló el vocabulario moral y político de América Latina. Fundado en 1990 por Lula da Silva y Fidel Castro, el Foro nació como reacción al colapso del bloque soviético. Pero sus raíces institucionales son más profundas: en los salones parroquiales, las reuniones sindicales y las aulas de los seminarios.
Las bases se sentaron a finales de la década de 1960, cuando la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) adoptó una nueva estrategia pastoral inspirada en el Concilio Vaticano II. En su VII Asamblea General (1966-1970), la CNBB aprobó el Plano de Pastoral de Conjunto (Doc. 77), que ordenaba a la Iglesia «ajustarse a la realidad socioeconómica del país» y promover el testimonio cristiano mediante una «presencia constructiva en la sociedad».
Este nuevo enfoque encontró su brazo operativo en las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), grupos de base dirigidos por laicos que combinaban el estudio de la Biblia con la concienciación política. Estas comunidades se convirtieron en incubadoras de conciencia política, especialmente entre los pobres y la clase trabajadora. En un estudio sobre la Izquierda Católica y el Partido de los Trabajadores (PT), las CEB se describen como «puentes de la esfera eclesial a la política», que despertaban a los cristianos al «compromiso político desde la perspectiva de los oprimidos».
Mientras tanto, los frailes dominicos de São Paulo promovían un compromiso más radical. En Cartas da Prisão, Frei Betto relata cómo varios clérigos dominicos «sirvieron de apoyo logístico» a grupos revolucionarios como el ALN liderado por Carlos Marighella. Sus actividades difuminaron la línea entre la caridad cristiana y la resistencia armada. Frei Betto defendió más tarde la teología de la liberación, argumentando que «la fe cristiana y el análisis marxista no sólo son compatibles, sino aliados necesarios» en la lucha contra el capitalismo.
A mediados de la década de 1980, el Partido de los trabajadores —nutrido por este ecosistema teológico-político— había absorbido gran parte del capital humano de la CEB. El V Encuentro Nacional del PT (1987) revela el giro ideológico del partido: las resoluciones apoyan el «socialismo popular» y condenan el «imperialismo norteamericano», señalando el alineamiento con las agendas revolucionarias de toda América Latina.
En este contexto, el Foro no fue tanto una ruptura como una culminación. Formalizó una red ya construida a lo largo de décadas de realineamiento moral y reingeniería cultural. Su fuerza no provenía de ganar debates, sino de remodelar los propios marcos en los que se entendían la legitimidad política, la justicia y la libertad. Fue, en palabras de Hayek, «no a través del poder de coaccionar, sino a través del poder de condicionar las mentes».
Educación, medios de comunicación y religión: Las trincheras invisibles
Si el Foro de São Paulo era el motor, la educación, los medios de comunicación y la religión eran su sistema de transmisión. Estos sectores —formalmente apolíticos— se convirtieron en conductos para el reajuste ideológico. El cambio no se produjo a través de la legislación o la censura, sino a través de la captura epistémica: la redefinición de lo que cuenta como verdad, virtud y justicia. En Brasil, los teóricos del derecho defendieron abiertamente un «nuevo constitucionalismo» basado en la dignidad, la inclusión y la moralidad colectiva, principios derivados en gran medida de las normas progresistas internacionales más que de la jurisprudencia local.
En las universidades brasileñas, especialmente en las facultades de periodismo, derecho y economía, la transición fue sutil pero decisiva. Los planes de estudios abandonaron las referencias liberales clásicas —derecho natural, derechos individuales e individualismo metodológico— en favor del positivismo jurídico, el keynesianismo y la planificación tecnocrática. Los estudiantes, antes expuestos a Locke y Bastiat, ahora debaten sobre Foucault y Gramsci. ¿Cuál es el resultado? Un clima en el que el Estado se convierte en la brújula moral del progreso.
Los medios de comunicación —anteriormente poblados por periodistas comprometidos con la verdad independientemente de su ideología— han seguido el ejemplo. Los periodistas de la década de 1970 —algunos alineados con la izquierda— aún defendían los hechos por encima de las narrativas. Esa ética se erosionó. Ya en 1988, Herbert de Souza (Betinho) escribió que el objetivo era una «nueva ciudadanía» a través de los medios: «no neutralidad, sino compromiso».
En los círculos religiosos, la transformación fue profunda. Las CEB se convirtieron en centros de movilización política. La teología de la liberación, especialmente la articulada por Leonardo Boff, reinterpretó a Cristo como un libertador revolucionario. En Jesucristo Liberador, Boff sostenía que «el pecado ya no es una transgresión individual, sino una injusticia sistémica». Su reinterpretación resonó en diócesis y seminarios, especialmente en los influidos por la orden dominica y la CNBB.
En 1990, cuando se creó oficialmente el Foro, el campo de batalla ya estaba configurado. Las elecciones podían perderse o ganarse, pero el campo semántico —lo que significaban las palabras, lo que contaba como justicia— ya estaba dominado. El Foro no necesitaba conquistar naciones por la fuerza; ya había conquistado sus conciencias.
De los Andes a la Pampa: una red continental
El Foro de São Paulo nunca fue un mero invento brasileño. Rápidamente se convirtió en un mecanismo continental de alineación ideológica. Desde el ascenso de Hugo Chávez en Venezuela hasta Evo Morales en Bolivia, desde los Kirchner en Argentina hasta la izquierda chilena de Michelle Bachelet, el Foro funcionó como un marco de coordinación —que vinculaba a partidos, sindicatos y movimientos que compartían una visión estratégica: la sustitución gradual de la democracia liberal por un orden social centralizado.
No se trataba de una conspiración en el sentido cinematográfico, sino de una federación paciente de élites que entendían lo que Gramsci llamaba hegemonía: el control de las instituciones culturales como requisito previo para la transformación política. En este marco, las elecciones eran útiles pero no esenciales. Lo que importaba era configurar la dirección a largo plazo de la sociedad, a través de constituciones, tribunales supremos y narrativas transnacionales.
Incluso los partidos anteriormente centristas se vieron arrastrados a este campo gravitatorio. En países como Paraguay, Uruguay y Ecuador, los líderes que simpatizaban con los ideales del Foro adoptaron políticas cada vez más intervencionistas, socavando los controles y equilibrios y ampliando el control estatal sobre la educación, la prensa y las asociaciones civiles. Los críticos fueron tachados de reaccionarios o, peor aún, de agentes del imperialismo. El debate público se convirtió en un monólogo.
La durabilidad de la red debe mucho a su adaptabilidad. A diferencia de las abruptas revoluciones del pasado, la influencia del Foro opera a través de medios legales, prestigio cultural y apelaciones emocionales. Habla el lenguaje de la inclusión, el progreso y los derechos humanos, mientras erosiona sistemáticamente los cimientos institucionales que protegen esos mismos ideales.
Conclusión: nombrar lo innombrable
En Discours de la servitude volontaire, Étienne de La Boétie la denominó «servidumbre voluntaria». Según él, no siempre se conquista al pueblo por la fuerza, sino que a menudo se le seduce para que se someta mediante la costumbre, la comodidad o una retórica inteligente.
El Foro de São Paulo representa una forma de seducción del siglo XXI. No lleva uniformes ni exige marchas, sino que remodela las conciencias. Construye un orden en el que la libertad se redefine como cumplimiento y la justicia como redistribución. Recodifica la brújula moral de generaciones a través de los libros de texto, las liturgias y la televisión de máxima audiencia.
Resistir a una fuerza así requiere algo más que elecciones o denuncias. Exige un retorno a los primeros principios: a las tradiciones clásica y austriaca que afirman la soberanía del individuo, la inviolabilidad de la propiedad y la naturaleza vinculante de la verdad. Como advirtió Mises, «sólo las ideas pueden vencer a las ideas».
Desenmascarar al Foro no es inventar un villano, sino recuperar un vocabulario: donde la libertad significa responsabilidad, donde la solidaridad es voluntaria, y donde la justicia no es la voluntad de los más organizados, sino el límite de su alcance.