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La crisis de la deuda estudiantil es una estafa

En vísperas de unas polémicas elecciones este otoño, el presidente Joe Biden trabaja frenéticamente para transferir más dinero de los impuestos a los votantes con estudios universitarios. La semana pasada, la Casa Blanca anunció otros 1.200 millones de dólares en condonación de préstamos estudiantiles, con lo que el total de la deuda cancelada por el presidente asciende a 138.000 millones de dólares.

Los esfuerzos de Biden han reavivado un viejo debate sobre la deuda estudiantil y la asequibilidad de la universidad en general. Los defensores del libre mercado se apresuran a señalar que, debido a la distribución de la renta, la condonación de la deuda estudiantil financiada con impuestos representa una transferencia forzosa de riqueza de los americanos más pobres, de clase trabajadora y sin títulos universitarios, a sus homólogos más acomodados, a menudo de cuello blanco y con estudios universitarios. Eso es cierto.

Además, la naturaleza indiscriminada de estos planes de condonación distorsiona el incentivo de ahorrar dinero para un gasto importante como la universidad, recompensando a los que pidieron prestado por encima de sus posibilidades a expensas de los que actuaron con prudencia.

Ambas son críticas acertadas a los planes de cancelación de la deuda del presidente. Pero es importante entender que incluso si estas políticas se reestructuraran para tener más en cuenta los problemas anteriores, la cancelación de la deuda de préstamos estudiantiles sigue sin hacer nada para abordar la causa más profunda de la burbuja universitaria. De hecho, lo único que consigue es hacerla más grande.

Y es que la verdadera fuente del disparado precio de la universidad y del absurdo nivel de endeudamiento de los graduados es el propio gobierno federal.

El gobierno federal ha llegado a controlar de forma efectiva todo el sistema de préstamos estudiantiles de los Estados Unidos. Esto comenzó en 1965 con la Ley de Educación Superior y se intensificó con la Ley de Reforma de Préstamos Estudiantiles de 1993 y partes de la Ley de Asistencia Asequible de 2010.

Con ese control, Washington se ha esforzado por ampliar los préstamos mucho más allá de lo que ofrecerían los prestamistas privados, al tiempo que alegaba la necesidad de hacer más asequible la universidad.

El gobierno utiliza una combinación de garantías de préstamos, en las que minimiza o elimina el riesgo para los prestamistas obligando a los contribuyentes a cubrir las pérdidas; préstamos directos del gobierno a través del Departamento de Educación; y tipos de interés artificialmente bajos suministrados por la Reserva Federal para conseguir préstamos a los estudiantes sin tener en cuenta el riesgo de que no puedan devolverlos.

Conducir a los jóvenes estudiantes hacia deudas de las que nunca saldrán ya es bastante malo. Pero la expansión artificial de los préstamos estudiantiles también pone en marcha un doloroso bucle de retroalimentación.

Más préstamos significan más demanda de universidad, lo que significa precios más altos. Precios más altos significan que la universidad es menos asequible que antes. Así que más estudiantes necesitan préstamos, que el gobierno les ayuda a obtener, lo que significa más demanda, precios más altos, la necesidad de aún más préstamos, y así sucesivamente.

Por eso el precio de la educación universitaria se ha disparado en los años transcurridos desde que intervino el gobierno federal. Y por eso los graduados americanos tienen ahora una deuda estudiantil de casi 2 billones de dólares. Cualquier propuesta que no intente primero detener este bucle de retroalimentación no está tratando seriamente de abordar este desastre.

Y no nos equivoquemos: Biden, el Partido Demócrata y la clase política en general no están intentando seriamente solucionar el problema. Porque la verdad es que muchos de los implicados en la gestión de la situación actual se benefician de este lío.

Obviamente, las universidades están contentas. Están ganando más dinero del que saben qué hacer con él. Además de los fastuosos edificios y los alojamientos a nivel de resort, las universidades han hinchado sus administraciones con responsables de diversidad, directores de sostenibilidad y otros cargos ideológicos.

Y como la fiesta llegará a su fin si el gobierno deja de inflar esta burbuja, los políticos y los burócratas federales disfrutan de una influencia inherente sobre los intelectuales y académicos que conforman el ala académica de la clase formadora de opinión del país, algo que Murray RothbardHans-Hermann Hoppe sostienen que no sólo es beneficioso para el gobierno, sino indispensable para su existencia.

No es razonable esperar que quienes se benefician de esta estafa creada por el gobierno le pongan fin sin una presión pública seria.

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