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Frédéric Bastiat: ¿Quién alimentará a París?

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En su época, Frédéric Bastiat (1801-1850) se maravillaba del «prodigioso mecanismo» por el que París —una ciudad de un millón de habitantes en 1845— se abastecía constantemente de alimentos sin la intervención de ningún planificador central. Atribuía este orden espontáneo al interés individual, «tan activo, tan vigilante, tan previsor, cuando es libre en su acción».

En este pasaje, del capítulo 18 «No hay principios absolutos» de sus Sofismas económicos, Bastiat nos ofrece una síntesis perfecta de su pensamiento económico y político. En él desarrolla su visión del interés individual, su asombro ante la espontaneidad del mercado y la importancia fundamental del intercambio voluntario. Este pasaje es una defensa sencilla y brillante del intercambio voluntario y de las virtudes catalácticas del mercado, que constituyen la base de la prosperidad y de la «armonía social» de una sociedad:

Al entrar en París, que había venido a visitar, me dije —aquí hay un millón de seres humanos que morirían todos en poco tiempo si las provisiones de todo tipo dejaran de fluir hacia esta gran metrópoli. La imaginación se desconcierta cuando trata de apreciar la vasta multiplicidad de mercancías que deben entrar mañana a través de las barreras para preservar a los habitantes de caer presa de las convulsiones del hambre, la rebelión y el pillaje. Y sin embargo, todos duermen en este momento, y sus apacibles sueños no se ven perturbados ni un solo instante por la perspectiva de tan espantosa catástrofe. Por otra parte, ochenta departamentos han estado trabajando hoy, sin concierto, sin ningún entendimiento mutuo, para el aprovisionamiento de París. ¿Cómo puede cada día llevar lo que se necesita, ni más ni menos, a un mercado tan gigantesco? ¿Cuál es, entonces, el poder ingenioso y secreto que gobierna la asombrosa regularidad de movimientos tan complicados, una regularidad en la que todo el mundo tiene una fe implícita, aunque la felicidad y la vida misma estén en juego? Ese poder es un principio absoluto, el principio de la libertad en las transacciones. Tenemos fe en esa luz interior que la Providencia ha puesto en el corazón de todos los hombres, y a la que ha confiado la preservación y el mejoramiento indefinido de nuestra especie, a saber, la consideración del interés personal —puesto que debemos darle su nombre correcto—, un principio tan activo, tan vigilante, tan previsor, cuando es libre en su acción.

El planteamiento de Frédéric Bastiat sobre el interés personal individual está directamente en consonancia con la Ilustración escocesa del siglo anterior. Estos pensadores —como David Hume y Adam Smith— compartían la creencia de que las acciones individuales motivadas por el interés propio podían conducir a resultados beneficiosos para la sociedad en su conjunto.

Bastiat creía firmemente que esta «armonía social» surge de forma natural de una ley natural que precede y sustituye a toda legislación humana. Entre ellas figuran el derecho natural a existir, el intercambio voluntario y la propiedad privada. Siguiendo los pasos de John Locke, reconocía la existencia de derechos naturales en las condiciones del desarrollo humano, esencialmente el de la propiedad (empezando por la autopropiedad) y su corolario, el intercambio. Cabe destacar esta visión del derecho natural, en la que Murray Rothbard también basa parte de su pensamiento. También reconoce la importancia de Bastiat y de la tradición francesa del laissez-faire como precursores importantes de la Escuela Austriaca y del libertarismo moderno.

Sin embargo, Bastiat se diferencia de los pensadores puramente racionalistas, como Hume y Smith, en que incorpora una nueva dimensión: la de la providencia divina, que garantiza el equilibrio de los intereses individuales. Bastiat se diferencia así de la visión más utilitarista e inmanente de los escoceses al integrar una dimensión sagrada, providencial y trascendente en las instituciones espontáneas que permiten a los individuos cooperar. En este pasaje, Bastiat también nos muestra otro aspecto de su pensamiento por el que fue precursor y por el que todavía se le aprecia hoy —su crítica sistemática del intervencionismo político:

¿En qué situación, me pregunto, se encontrarían los habitantes de París si a un ministro se le ocurriera sustituir este poder por las combinaciones de su propio genio, por muy superiores que las supongamos —si se le ocurriera someter a su dirección suprema este prodigioso mecanismo, tener en sus manos los resortes del mismo, decidir por quién, o de qué manera, o en qué condiciones, debe producirse, transportarse, intercambiarse y consumirse todo lo necesario? Ciertamente, puede haber mucho sufrimiento dentro de los muros de París —pobreza, desesperación, quizás hambre, que hacen correr más lágrimas de las que la ardiente caridad es capaz de secar; pero afirmo que es probable, es más, que es seguro, que la intervención arbitraria del gobierno multiplicaría infinitamente esos sufrimientos, y extendería sobre todos nuestros conciudadanos esos males que actualmente sólo afectan a un pequeño número de ellos.

Aquí, Bastiat pone de relieve el peligro de la planificación económica por parte de un planificador central que —en virtud de su supuesto «genio»— se cree capaz de distribuir adecuadamente los recursos, o incluso de decidir sobre la producción, y de sustituir el «prodigioso mecanismo» que mantiene alimentada diariamente a una capital como París. Este mecanismo no es otra cosa que la escurridiza multitud de interacciones individuales que tienen lugar gracias a la «libertad en las transacciones».

Aquí Bastiat hace una de las primeras críticas económicas, no sólo morales, al intervencionismo político y al socialismo, a los que describe como poseedores de «dos elementos: ¡el frenesí de la contradicción y la locura del orgullo!». En estos últimos puntos, Bastiat parece ser un precursor de Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, quienes —un siglo más tarde— desarrollarían ideas similares sobre la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo y los peligros de la toma de decisiones económicas centralizada.

Bastiat critica también la «fatal presunción» de los gobernantes que —animados por la arrogancia de la razón— se creen capaces de modelar el mundo y la economía a su antojo. Una arrogancia que les impide reconocer la complejidad del proceso económico y que hace del individuo —con sus necesidades subjetivas— el principio y el fin de este proceso. En su época, Bastiat —como Alexis de Tocqueville— ya había comprendido que el socialismo «hace retroceder a la civilización».

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