En cualquier brote infeccioso, uno de los primeros pasos de la respuesta epidemiológica es localizar el caso uno —el primer paciente infectado, también conocido como caso índice o paciente cero. No se trata de una mera curiosidad clínica: es la base para reconstruir la cadena de transmisión.
La epidemiología moderna trata este proceso como una prioridad técnica. Como se afirma en el Diccionario de Epidemiología de la Asociación Epidemiológica Internacional, la identificación del paciente cero es esencial para comprender los patrones de diseminación y establecer estrategias de control eficaces.
Sin embargo, en el caso del SARS-CoV-2 —el virus que desencadenó una pandemia mundial entre finales de 2019 y principios de 2020— nunca se llevó a cabo una investigación internacional independiente o transparente para identificar claramente dónde, cómo y con quién empezó todo. La ciudad de Wuhan, China, es ampliamente reconocida como el epicentro de los primeros casos, pero a ninguna autoridad sanitaria internacional se le concedió libre acceso a los historiales clínicos, bancos de muestras o datos de laboratorio.
Esta negativa a aplicar los principios básicos de la investigación epidemiológica plantea una cuestión tanto técnica como política: ¿por qué no se investigó el origen del virus con el mismo rigor aplicado a otras pandemias?
Wuhan, el laboratorio y lo que aún se desconoce
Wuhan —la capital de la provincia china de Hubei— es la sede del Instituto de Virología de Wuhan (WIV), uno de los principales centros de investigación de Coronavirus de origen animal del mundo. Incluso antes de la pandemia, el WIV había estado realizando experimentos con virus de murciélago, incluidas técnicas de ganancia de función —manipulaciones genéticas diseñadas para aumentar la infectividad viral en organismos modelo, como ratones humanizados o cultivos celulares.
En 2015, un estudio internacional en el que participaron el WIV e investigadores americanos, publicado en Nature Medicine, llamó la atención por crear un virus quimérico de murciélago capaz de infectar células humanas, lo que desató debates sobre los riesgos científicos y la bioética.
Cuando surgió el brote en diciembre de 2019, varias anomalías destacaron de inmediato:
- La cepa inicial del virus ya tenía una alta afinidad por el receptor ACE2 humano;
- No se identificó ningún hospedador animal intermedio;
- Las muestras biológicas y los datos de los pacientes desaparecieron o se volvieron inaccesibles
Aun así, la Organización Mundial de la Salud (OMS) no organizó una visita supervisada a la WIV hasta enero de 2021. El informe final —redactado en cooperación con las autoridades chinas— descartó la hipótesis de la fuga de laboratorio como «extremadamente improbable», aunque el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, reconoció más tarde que «todas las hipótesis siguen sobre la mesa».
Cabe señalar que Tedros no es médico, sino biólogo. Fue ministro de Sanidad y Asuntos Exteriores de Etiopía durante el gobierno del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (EPRDF), un régimen autoritario. Según informes del New York Times y The Telegraph, Tedros fue acusado de encubrir brotes de cólera etiquetándolos como «diarrea acuosa aguda», ocultándolos a la comunidad internacional.
Durante su mandato, las ONG y los medios de comunicación de todo el mundo le acusaron de reclasificar oficialmente los brotes de cólera para no empañar la imagen internacional del régimen. The Telegraph también informó de que los brotes no se notificaron y se renombraron deliberadamente bajo su mandato.
Además, el EPRDF ha sido ampliamente criticado por reprimir la disidencia, recortar las libertades civiles y censurar sistemáticamente a la oposición política y a la prensa independiente.
Aunque estas cuestiones no invalidan técnicamente el papel actual de Tedros, plantean preocupaciones legítimas sobre la fiabilidad institucional de las autoridades internacionales que surgen de regímenes opacos. Cuando un director de la OMS con estos antecedentes se convierte en la principal voz mundial durante una pandemia, se hace aún más urgente exigir investigaciones abiertas y verificables llevadas a cabo por equipos verdaderamente independientes —algo que, en el caso del SARS-CoV-2, nunca ha ocurrido de forma efectiva.
Medicina sin etiología: la paradoja clínica
La medicina moderna es, ante todo, una ciencia de causas. Desde Hipócrates, se ha entendido que el tratamiento de una enfermedad requiere comprender su origen —ya sea biológico, ambiental o epidemiológico. La práctica clínica, la microbiología, las enfermedades infecciosas y la salud pública comparten este principio: sin etiología, no hay diagnóstico completo; sin diagnóstico, no hay prevención ni curación duradera.
En epidemiología, la identificación del caso uno —el primer paciente infectado, también llamado caso índice— es esencial para contener los brotes y rastrear las vías de transmisión. Casos como el del ébola en África Occidental en 2014 o el del SARS-CoV-1 en 2002 demostraron que el rastreo del origen permitía dar respuestas sanitarias eficaces y basadas en pruebas.
Sin embargo, con el SARS-CoV-2, esta lógica se invirtió. En lugar de investigar rigurosamente el origen del brote en Wuhan, las instituciones internacionales optaron por gestionar la pandemia como si el origen fuera irrelevante. No hubo acceso a los datos brutos, a las muestras clínicas iniciales ni a la base de datos genéticos del Instituto de Virología de Wuhan. La medicina empezó a tratar el síntoma global mientras ignoraba la lesión local.
Esta ruptura de la lógica clínica creó una paradoja inquietante:
- Médicos y científicos fueron llamados a prescribir soluciones masivas sin conocer el agente etiológico en su forma inicial;
- Se aplicaron protocolos globales sin comprender el ciclo primario de la infección;
- Las políticas públicas se basaban en modelos estadísticos desconectados del origen real del fenómeno.
La ausencia del caso uno privó a la medicina de su fundamento racional. La epidemiología dejó de ser rastreo causal para convertirse en contención difusa, apoyada en proyecciones abstractas y en la moral del miedo. Nunca se aplicaron tantas medidas autoritarias con tan poca información sobre el inicio del brote. Nunca se exigió tanta obediencia con tan poco conocimiento fiable sobre el origen del riesgo.
La medicina fue separada de su etiología —y al ser instrumentalizada por decisiones políticas, corrió el riesgo de perder su autonomía, su ética y la confianza del público.
La lógica del miedo y la moral de la ignorancia
La pandemia de SARS-CoV-2 puso de manifiesto un fenómeno inquietante: la transformación del miedo en criterio de verdad. Ante la incertidumbre, el colapso institucional y la fragilidad de los sistemas sanitarios, surgió un consenso silencioso —no era hora de hacer preguntas, sino de obedecer.
Las investigaciones legítimas sobre el origen del virus pasaron a estar mal vistas. Cuestionar la conducta de la Organización Mundial de la Salud o sugerir que el brote podría haber empezado en un laboratorio de Wuhan fue rápidamente tachado de «teoría de la conspiración». Lo que antes era sano escepticismo pasó a ser tratado como una desviación moral.
Este proceso se asemeja a lo que el economista y filósofo Thomas Sowell denominó la «moralidad de las intenciones»: en tiempos de crisis, la gente tiende a juzgar las acciones por el miedo que experimentan, no por las pruebas disponibles. Así, la ignorancia dejó de ser una limitación a superar para convertirse en un estado institucionalmente aceptado —e incluso deseado—.
Este nuevo modelo de ignorancia moral se estructuró en tres niveles:
- Gubernamental: los gobiernos evitaban profundizar en investigaciones que pudieran comprometer a aliados estratégicos o sacar a la luz fallos internos;
- Científico: los investigadores autocensuraban sus hipótesis por miedo a represalias institucionales o a la pérdida de financiación;
- Social: la población, atemorizada, empezó a preferir las certezas oficiales —aunque estuvieran vacías— a la complejidad de lo desconocido.
Esta actitud es filosóficamente análoga a lo que Martin Heidegger llamó inautenticidad: huir de la responsabilidad ante la angustia de la realidad, sustituida por la adhesión acrítica al discurso dominante. Irónicamente, el propio Heidegger apoyó al nazismo en sus inicios —lo que nos recuerda que la negación del pensamiento crítico suele acompañar a los proyectos autoritarios disfrazados de bien común.
Durante la pandemia, fuimos testigos de la aparición de una nueva epistemología: la epistemología de la obediencia. Según el escritor Jeffrey Tucker, esta obediencia se vende como una virtud —«confía en la ciencia», «sigue a la autoridad», «no cuestiones a la OMS». Pero la ciencia sin duda no es ciencia. La autoridad que se niega a ser cuestionada deja de ser legítima —y se convierte en dogma.
El economista Jesús Huerta de Soto va más allá: advierte que el monopolio estatal de la ciencia no sólo es ineficaz, sino anticientífico por naturaleza. Cuando el conocimiento se somete a órdenes políticas, se convierte en una herramienta de poder, no de descubrimiento. Esta crítica resuena con el trabajo del Instituto Mises Brasil, que —desde el principio de la crisis— denunció la erosión de las libertades civiles y el uso de la autoridad científica como herramienta de control estatal disfrazada de asistencia sanitaria. Como afirmó Hélio Beltrão —presidente del IMB—, en un artículo de 2021:
El problema no es el virus en sí, sino la respuesta política al virus. La histeria, alimentada por las autoridades y los medios de comunicación, abrió la puerta al autoritarismo disfrazado de compasión.
El silencio sobre el caso uno de SARS-CoV-2, por tanto, no fue un mero error técnico u omisión política; fue una elección ética y epistemológica: aceptar no saber, para no tener que asumir responsabilidades.
Conclusión: el virus que nació huérfano
El SARS-CoV-2 —contrariamente a la lógica de la epidemiología— no tuvo padre, madre ni cuna oficialmente reconocidos. Surgió, mató y fue combatido con todos los recursos técnicos y políticos, pero su origen nunca se investigó de forma abierta, independiente y responsable. Esta omisión no se debió a la ignorancia, sino a una arquitectura institucional que favorece el control sobre la verdad.
La pandemia no fue sólo un desafío biológico o técnico. Era una crisis epistemológica en la que el miedo se promovía como virtud, la ignorancia como protección y la autoridad como dogma. La búsqueda del caso uno se abandonó no porque fuera irrelevante, sino porque amenazaba con responsabilizar a quienes no se podía responsabilizar.
Como enseñó Ludwig von Mises, la verdad no pertenece al Estado, ni a la mayoría, ni a los expertos; pertenece a la razón. Si la razón fue silenciada durante la mayor crisis sanitaria del siglo, la tarea de restaurarla corresponde ahora a quienes rechazan la comodidad de la obediencia en favor del deber de la lucidez. La libertad, después de todo, no empieza donde todo se sabe, sino donde todo se puede preguntar.