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Despotismo blando y libertad sagrada: Raico, Tocqueville y la tradición liberal

Si echamos la vista atrás a más de un siglo de burocracias en expansión, virtud cívica menguante y creciente sustitución de la iniciativa individual por la planificación dirigida por el Estado, la obra de Alexis de Tocqueville sigue siendo, por desgracia, tan clarividente como siempre. Afortunadamente para los defensores modernos de la libertad, Ralph Raico dejó un manuscrito inédito sobre Tocqueville, que el Instituto Mises ha puesto a disposición póstuma. Reconocido estudioso del liberalismo en sus raíces europeas, el tratamiento que Raico da a Tocqueville es una clase magistral de perspicacia histórica y política. También es un excelente punto de partida para cualquiera que esté interesado en saber cómo diagnosticó Tocqueville las sutiles amenazas a la libertad que se derivan del propio éxito de las instituciones democráticas.

Raico, fiel a su estilo, no trata a Tocqueville como a un sabio intocable, sino como a un hombre moldeado por su momento histórico —un aristócrata que reconocía la inevitabilidad de la igualdad democrática al tiempo que temía las consecuencias morales y políticas de su desarrollo incontrolado. Lo que Tocqueville observó en los Estados Unidos durante su viaje de 1831, y que más tarde detalló en Democracia en América, fue un sistema de asociación voluntaria, compromiso cívico y convicción religiosa que actuaba como contrapeso a lo que él denominó «despotismo blando» —una situación en la que el pueblo, aunque técnicamente libre, se vuelve tan dependiente del gobierno para guiar y administrar su vida que la libertad se extingue silenciosamente.

Raico se centra en esta advertencia. A diferencia de las tiranías tradicionales de los reyes o las juntas militares, el «despotismo blando» de Tocqueville es más insidioso. No viene con cadenas y porras, sino con listas de control, beneficios y tecnócratas. Es «absoluto, minucioso, regular, providente y suave». Con el tiempo, los individuos renuncian a su independencia no porque se les coaccione, sino porque se acostumbran a depender del Estado para todo, desde la educación a la asistencia social y la regulación del empleo. Es, como subraya Raico, el camino no hacia la libertad, sino hacia la mediocridad y la dependencia.

La esperanza de Tocqueville, sin embargo, residía en lo que encontró en América: una población educada en los hábitos del autogobierno y guiada por lo que él denominó el «interés propio ilustrado». Los americanos, observó Tocqueville, entendían que su bienestar personal estaba ligado a la prosperidad general y al orden legal de la comunidad. Pero ni siquiera esto era suficiente. Raico subraya la idea más profunda de Tocqueville: que la religión es necesaria para mantener la libertad, no porque imponga normas desde arriba, sino porque fomenta la virtud, el autocontrol y la creencia en derechos que trascienden la autoridad humana.

Aquí brilla el propio liberalismo clásico de Raico. Subraya la insistencia de Tocqueville en que las sociedades liberales no pueden perdurar basándose únicamente en el interés propio. Si nuestros derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad no provienen de Dios o de alguna ley superior, son susceptibles de ser borrados o redefinidos por el Estado. El propio Tocqueville, aunque personalmente alejado del catolicismo de su juventud, sostenía que las creencias religiosas —especialmente en el contexto americano— proporcionaban la base moral que protegía la libertad de convertirse en licencia o apatía. Y lo que es más importante, no era un teócrata: rechazaba explícitamente la idea de una religión impuesta por el Estado. Lo que proponía era algo más sutil: que los políticos y los personajes públicos debían actuar como si creyeran, no por hipocresía, sino porque la fe servía de baluarte vital contra la erosión democrática.

Raico observa esto con admiración y ve en ello una valiosa lección para los libertarios modernos y los liberales clásicos. No se puede preservar una sociedad libre simplemente mediante reformas legales o desregulación económica. Hay que cultivar ciudadanos capaces de vivir libremente, y eso significa fomentar una cultura en la que se interioricen los derechos y las responsabilidades de la libertad. En ausencia de convicción moral, el hombre democrático se convierte en presa fácil del tecnócrata, el burócrata y el demagogo.

El ensayo también ofrece un poderoso comentario sobre las paradojas de la democracia. Tocqueville comprendía que el espíritu democrático, una vez desatado, no podía volver a meterse en la botella. La igualdad, creía, era inevitable, «un hecho providencial» que avanzaba inexorablemente. El reto no era resistirse a ella, sino darle forma. Como deja claro Raico, Tocqueville creía que la clave estaba en resistirse a la centralización: dispersar el poder a través de instituciones como el municipio, el jurado y las asociaciones voluntarias, que enseñaban a los ciudadanos a hacerse cargo de su vida política y social. Cuando los ciudadanos pierden el hábito del autogobierno, invitan al Estado a gobernar en su lugar.

El Tocqueville de Raico no es un romántico nostálgico que añora las aristocracias perdidas. Es un realista político que comprende que la grandeza de alma y la elevación moral son difíciles de cultivar en sociedades democráticas obsesionadas con la comodidad, la igualdad y la utilidad. El peligro no es la tiranía en el sentido antiguo, sino un aplanamiento del espíritu humano, una cultura de la trivialidad y una ciudadanía poco dispuesta a valerse por sí misma.

Raico es especialmente eficaz a la hora de situar a Tocqueville en el contexto más amplio del liberalismo francés del siglo XIX. Al igual que su mentor François Guizot, Tocqueville fue a la vez historiador y estadista, tratando de entender cómo evolucionan las instituciones y cómo puede preservarse la libertad. Raico pone de manifiesto esta dualidad con elegancia, mostrando cómo Tocqueville combinó una profunda erudición con el activismo político —tanto en la redacción de Democracia en América como en su carrera posterior.

En conjunto, este ensayo es un brillante punto de partida para cualquier persona interesada en Tocqueville, el liberalismo o los problemas de la gobernanza democrática. En él, Raico nos recuerda que la libertad no es autosuficiente. Requiere instituciones, hábitos y, sobre todo, un orden moral que afirme la dignidad del individuo como algo más que un engranaje de la maquinaria del Estado.

En nuestra época actual, —en la que las políticas de identidad, las extralimitaciones administrativas y el relativismo moral amenazan los cimientos de la sociedad civil— las advertencias de Tocqueville sobre el «despotismo blando» y la necesidad de la religión no son meras curiosidades históricas. Son llamadas a la acción. Y gracias a la lúcida, apasionada y erudita obra de Ralph Raico, estamos mejor preparados para prestarles atención.

Crédito de la imagen: Retrato de Tocqueville, por Théodore Chassériau, vía Wikimedia.

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