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Continetti perdido: una historia neoconservadora de la derecha

[The Right: The Hundred-Year War for American Conservatism. Por Matthew Continetti. Basic Books, 2022. 503 páginas, Amazon Kindle Edition.]

¿Por qué debería interesarnos este libro? A primera vista, parece que no debería. Aunque la historia del conservadurismo americano es de gran importancia, y el autor ha acumulado una gran cantidad de información al respecto, carece de un marco analítico esclarecedor; la «historia» que relata es poco más que un artículo tras otro, y cuando toca cuestiones intelectuales, a menudo se equivoca. La respuesta a nuestra pregunta es la siguiente: Continetti tiene una visión distintiva de lo que debería ser el conservadurismo americano, derivada, en su mayor parte, de los neoconservadores. Considera que las ideas políticas y económicas de Murray Rothbard y Ron Paul son contrarias a las suyas, y con razón; para él, somos el enemigo, aunque no el único. Deberíamos, pues, echar un vistazo a su libro, aunque sólo sea para ver lo que dice de nosotros.

Continetti deja muy clara su posición. Siendo un joven de veintidós años, trabajaba en el Weekly Standard, situado en un edificio de oficinas que él considera «un centro intelectual, el córtex frontal de la derecha americana» (p. 10). (p.10) En esta dirección también se encontraba «el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano (PNAC). Era un pequeño think tank cofundado por el editor de la revista que desde su creación en 1997 había abogado por un aumento de la defensa, la contención de China y el cambio de régimen en Irak». (p.10) El editor mencionado es el suegro de Continetti, Bill Kristol, y a lo largo del libro Continetti demuestra ser un fiel seguidor de ese dechado de neoconservadurismo. En resumen, hegemonía americana, guerra perpetua y un New Deal modificado que reconoce el libre mercado pero pide al Estado que promueva la virtud y la beneficencia: ése es el camino a seguir.

Continetti no limita su apoyo a la guerra al pasado reciente y al presente; es un motivo presente a lo largo de todo el libro. Considera, y esta es una idea real aunque difícilmente original, que el elitismo, la opinión de que una clase alta educada y acomodada necesita mantener a las masas firmemente a raya, y el populismo, la opinión de que la sabiduría reside en el pueblo americano, han sido corrientes enfrentadas dentro del conservadurismo americano. En opinión de Continetti, los excesos del populismo son especialmente temibles, sobre todo cuando la gente tiene la osadía de oponerse a la guerra. Dice: «Los populistas antiguerra y los progresistas unieron sus fuerzas. Atacaban la intervención [de Woodrow Wilson en la Primera Guerra Mundial]. Dijeron que detrás de ella había oscuros intereses empresariales y políticos. Lamentaban los cambios demográficos de la nación provocados por la inmigración procedente del este y el sur de Europa. Sus escritos eran a menudo antisemitas». (p.27) ¡Fuera esos fanáticos!

Continetti se muestra menos seguro cuando escribe sobre las ideas de los progresistas. Dice que Wilson «compartía la opinión del historiador Charles Beard, que había escrito en 1913 en The Economic Interpretation of the Constitution [sic] que el documento fundacional de la nación era el producto de un grupo de hombres egoístas interesados principalmente en protegerse de la revuelta». (p. 25) Esta no es la tesis de Beard: Beard sostiene más bien que los redactores de la Constitución deseaban proteger la propiedad personal, principalmente los bonos, de la devaluación por parte de los gobiernos estaduales; no, como dice Continetti, protegerse contra una revuelta. Además, Beard no afirma que los redactores fueran egoístas.

La precisión del autor no mejora cuando llega a los años veinte. Nos dice que «las principales figuras de la derecha intelectual despreciaban la política. Los «Nuevos Humanistas», por ejemplo, eran un grupo de críticos literarios que instaban a su público a volver a la «gran tradición» de la civilización occidental. Los líderes del movimiento, Irving Babbitt y Paul Elmer More. eran más filosóficos que políticos». (p.34). De hecho, Babbitt tiene mucho que decir sobre la política contemporánea, como Continetti habría descubierto si hubiera abierto sus libros.

Continetti conoce a H.L. Mencken y a Albert Jay Nock, pero desprecia a estas grandes figuras de la vieja derecha: «Los exigentes criterios de Nock y Mencken pretendían exponer las insuficiencias de su nación y de sus ciudadanos. Eran escritores mordaces y memorables, pero eran bichos raros alejados de las creencias y comportamientos de sus compatriotas. Añoraban una época pasada de caballerosidad y autoafirmación nietzscheana que nunca había existido en los  Estados Unidos». (p.39) Sorprende que atribuya a Nock un estilo «mordaz». Por cierto, también sorprende que llame a Belloc y Chesterton «escritores anglocatólicos». (p.50) Por lo visto, no sabe que «anglocatólico» se refiere a un movimiento dentro de la Iglesia anglicana y no significa «católicos romanos ingleses».

En la cobertura que Continetti hace de la Gran Depresión, le llama la atención la escuela austriaca de economía, pero prefiere con mucho la escuela de Chicago, menos basada en principios. «El compromiso de Mises con el liberalismo le llevó a plantear la elección entre liberalismo y socialismo como una disyuntiva [¡Qué terrible!]. Para Mises, cualquier expansión del papel limitado del gobierno era una rendición ante la burocracia y el estatismo. Le servían de poco los métodos empíricos y los matices del mundo real de los eruditos de Chicago». (p.55) Cuando dice que la crítica de Mises a la planificación central socialista era que los planificadores «no podían dar cuenta de todas las variables de una economía»,(p.55) a los lectores familiarizados con el argumento del cálculo les resultará difícil reprimir una sonrisa.

Si Continetti se muestra poco entusiasta con Mises, esto no es nada comparado con su repulsión hacia el principal grupo que se oponía a la intervención americana en la Segunda Guerra Mundial, el Comité America First: «Su portavoz, Charles Lindbergh era. . .un icono para los no intervencionistas del Medio Oeste, pero un villano en otros lugares. Su negativa a denunciar la depravación moral de los nazis polarizó al público. Se codeó con simpatizantes fascistas y antisemitas. ...America First no pudo escapar del hedor del nazismo». (p. 67)

Como era de esperar, Continetti es un ardiente guerrero frío, y tiene esto que decir sobre el más extremo de los cruzados antisoviéticos: «La grandeza de la visión de [James] Burnham, la claridad de su expresión, la fuerza de sus argumentos y la frialdad de su prosa eran abrumadoras. The Managerial Revolution se convirtió en un best seller. Burnham se convirtió en uno de los escritores de asuntos exteriores más famosos de América. En 1947 publicó The Struggle for the World, en el que declaraba que América estaba inmersa en la Tercera Guerra Mundial, le gustara o no... A Burnham le preocupaba que a América le faltara voluntad para luchar». (p.85) Continetti no nos dice que Burnham estuviera a favor de una guerra nuclear preventiva contra Rusia.

En su relato del inicio de la Guerra Fría, Continetti tiene mucho que decir sobre Whittaker Chambers y Alger Hiss, y en su relato de ese famoso caso hay un detalle sorprendente. En 1939, Chambers informó a Adolf Berle, un famoso profesor de leyes y asesor de Roosevelt que entonces trabajaba en el Departamento de Estado, de que había trabajado con Alger Hiss como agente soviético. La sorpresa es que llama a Berle compañero de viaje comunista (p.85, repetido en p.89) y poco después, nombra a Berle como uno de esos New Dealers, junto con Harry Dexter White, a quienes «la derecha culpaba de los logros soviéticos». (p.90) La acusación es, por supuesto, falsa, como sabría cualquiera que estuviera mínimamente familiarizado con la época. Aunque Berle era un New Dealer, era un firme anticomunista, y no conozco a nadie que haya sugerido lo contrario.

El autor dedica unas páginas a relatar varios libros que influyeron en la derecha posterior a la Segunda Guerra Mundial, y aquí vuelve a hacer algo notable. En un breve análisis de Las ideas tienen consecuencias, de Richard Weaver, dice: «Negar la existencia de Dios, la realidad del bien y del mal y las normas trascendentes e incondicionales del bien y del mal era un billete de ida al osario de Europa y a las ruinas de Japón. Las ideas tienen consecuencias era único en el sentido de que no situaba estos errores intelectuales en el pasado reciente. Los errores se habían cometido mucho antes. Weaver culpó al filósofo del siglo XIV Guillermo de Ockham». (p. 103). Lo notable de Continetti es que no menciona el nominalismo, el punto principal de la crítica de Weaver a Ockham. Por supuesto, es falso que Ockham negara la existencia de Dios y la realidad del bien y del mal; sostenía una teoría de la ética basada en el mandato divino.

Dado su apoyo a la Guerra Fría, es de esperar que Continetti aplaudiera los esfuerzos de William Buckley por expulsar de la derecha a quienes apoyaban una política exterior no intervencionista. Las opiniones no intervencionistas de John T. Flynn, el gran crítico de Franklin Roosevelt, no eran bienvenidas en la National Review de Buckley; el principal guía de Buckley en política exterior era James Burnham, a quien se unieron Frank Meyer y Willi Schlamm en su defensa de la guerra preventiva contra Rusia. Continetti no habla de Flynn a este respecto, pero describe con cierta extensión la oposición de Buckley a la Sociedad John Birch. «Después de que la American Opinion de Robert Welch pidiera la retirada de los EEUU de Vietnam en agosto de 1965, Buckley decidió romper con el grupo de forma inequívoca. La debilidad ante el comunismo fue la gota que colmó el vaso». Continetti no ve lo tonto que es acusar a Robert Welch de ser blando ante el comunismo.

En este libro de sorpresas, es difícil elegir un ganador, pero uno de los contendientes es éste: «Reagan. Fue al Eureka College, en Eureka, Illinois. Leyó a Ludwig von Mises y a Friedrich Hayek. Para cuando se graduó, su visión individualista, cristiana y democrática del mundo estaba completamente formada». (p.194) Uno se pregunta cómo lo consiguió Reagan. Asistió a Eureka entre 1928 y 1932, y las principales obras de Mises no empezaron a estar disponibles traducidas al inglés hasta mediados de los 1930. Quizá Reagan las leyó en el original alemán. Y si su visión individualista del mundo estaba completamente formada, ¿por qué era partidario del New Deal?

Continetti subraya con razón la influencia de la obra de Allan Bloom The Closing of the American Mind. Dice que «Bloom escribió que la universidad había abandonado la teoría de los derechos naturales que informó la fundación americana». (p.311) Esto tergiversa la opinión de Bloom por omisión. Bloom piensa que el concepto lockeano de los derechos que influyó en los padres fundadores americanos ya se rindió al relativismo, en el sentido de que rompió con la filosofía clásica, tal como la interpretaba Leo Strauss; el abandono de la teoría de los derechos naturales en la universidad moderna es una etapa más de esta ruptura. Continetti vuelve a meter la pata en sus comentarios sobre el amigo de Bloom, Alexandre Kojève, «el filósofo francés cuyas conferencias sobre G.W. F. Hegel habían reintroducido el marco de la dialéctica hegeliana en el pensamiento europeo. La Historia, según esta concepción, era el desarrollo de la historia del reconocimiento de la libertad del hombre por parte del Estado». (p.321) Kojève, en sus muy influyentes conferencias sobre la Fenomenología del Espíritu de Hegel, no adoptó la conocida interpretación de las Conferencias sobre la Filosofía de la Historia de Hegel de que la historia es la realización progresiva de la libertad; las conferencias de Kojève difícilmente habrían tenido mucha repercusión si se hubiera adherido a esta interpretación convencional. Por el contrario, argumentó que para Hegel la historia termina en el «estado homogéneo universal», que no es el reino de la libertad, sino una condición tan mala como suena. Y aunque las conferencias de Kojève fueron realmente importantes, es una tontería decir que reintrodujo la dialéctica de Hegel en el pensamiento europeo. Daré sólo un ejemplo más del inusual talento de Continetti para invertir las tesis de los libros que comenta. Dice que «Mancur Olson, en su Logic of Collective Action (1965) afirmaba que la economía americana tenía un problema de parasitismo: la mayoría se beneficiaba de bienes públicos cuyo coste total no pagaba». (p.272) La tesis de Olson es la contraria: debido al problema del free-rider, los grandes grupos no pueden producir bienes públicos de los que se beneficiarían.

Ya señalé al principio que a Continetti no le sirven ni Rothbard ni Ron Paul. Su defecto fue que «se opusieron al ‘globalismo’ de una política exterior ‘neoconservadora’ que pretendía mantener la Pax Americana». (p.369). Pat Buchanan, Sam Francis y Joe Sobran son otros infractores. De hecho, se opusieron al globalismo neoconservador; y para algunos de nosotros, eso es una insignia de honor.

Publicado originalmente por LewRockwell.com.

 

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Image Source: Photo of William F. Buckley, Jr. via Wikimedia
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