[Capítulo XXI del libro La Ética de la Libertad de Murray Rothbard.]
En los últimos tiempos ha experimentado una creciente difusión la moda de ampliar el concepto de los derechos para abarcar también a los animales. Se afirma, en efecto, que, dado que los animales tienen los mismos plenos derechos que los seres humanos, no se debería permitir — es decir, nadie tiene el derecho de — matarlos o comerlos.
Esta postura tropieza con múltiples dificultades, incluidas las concernientes a los criterios a emplear para decidir qué animales deben incluirse en la esfera de los derechos y cuáles quedarían fuera. (No son muchos los teorizadores dispuestos a llegar tan lejos como Albert Schweitzer, que niega que exista el más mínimo derecho a pisar una cucaracha. Y si se quiere ampliar la teoría desde los seres conscientes a todos los seres vivientes, como las bacterias y las plantas, no estaría lejos la extinción de la raza humana.)
Pero el defecto fundamental de la teoría de los derechos de los animales es más básico y de mayor alcance.1 La afirmación de los derechos humanos no es, propiamente hablando, de carácter emotivo. Las personas poseen derechos no porque nosotros «sintamos» que los tienen, sino en virtud del análisis racional de la naturaleza del hombre y del universo. Brevemente, el hombre tiene derechos porque son derechos naturales. Se fundamentan en su propia naturaleza: en la capacidad humana de hacer elecciones conscientes, en la necesidad en que se encuentra de utilizar su mente y su energía para adoptar los fines y los valores, para conocer el mundo, para perseguir sus objetivos de tal modo que pueda vivir y progresar, en su capacidad y su necesidad de comunicarse e interactuar con otros seres humanos y de participar en la división del trabajo. En síntesis, el hombre es un ser racional y social. Ningún otro animal, ningún otro ser posee esta capacidad de razonar, de hacer elecciones conscientes, de transformar su medio ambiente para avanzar, para desarrollarse, para colaborar voluntariamente en la sociedad y en la división del trabajo.
Por tanto, aunque los derechos naturales, como hemos venido subrayando, son absolutos, hay un aspecto en el que son relativos: son relativos a la especie humana. Una ética de los derechos para el género humano es esto cabalmente: es una ética para todos los hombres, con independencia de la raza, la religión, el color o el sexo. Es una ética para la especie hombre. La historia bíblica es plenamente significativa en este punto: al hombre se le ha «dado» — en términos de la ley natural podríamos decir que «tiene» — el dominio sobre todas las especies de la tierra. La ley natural está necesariamente vinculada a la especie.
Puede verse asimismo que el concepto de ética de la especie es parte de la naturaleza del mundo cuando se contemplan las actividades de las restantes especies. Hay algo más que una simple broma cuando se subraya que, en definitiva, los animales no respetan los derechos de otros animales; la condición del mundo y de todas las especies naturales es que las unas viven a base de comerse a las otras. La supervivencia entre las diferentes especies es cuestión de garras y dientes. Y sería indudablemente absurdo decir que el lobo es «malo» porque existe a base de «agredir» y devorar corderos, gallinas, etc. El lobo no es un ser maligno que acomete a otras especies; simplemente obedece a la ley natural de su propia supervivencia. Y lo mismo el hombre. Tan absurdo sería afirmar que los hombres «atacan» a las vacas y los lobos del mismo modo que los lobos atacan al rebaño como decir que el lobo es un «vil agresor» que debe ser «castigado» por su «delito». Y, sin embargo, esto es lo que se deduce cuando se quiere ampliar a los animales la ética natural de los derechos. Los conceptos de derechos, delincuencia, agresión, sólo pueden ser aplicados a las acciones de un hombre o de un grupo de hombres frente a otros seres humanos.
¿Qué decir del problema de los «marcianos»? Si algún día descubrimos y entramos en contacto con seres de otros planetas, ¿podrá decirse que tienen derechos humanos? Depende de su naturaleza. Si nuestros hipotéticos «marcianos» son como los seres humanos — conscientes, racionales, capacitados para comunicarse con nosotros y participar en nuestra división del trabajo— debe suponerse que también ellos poseen los derechos hasta ahora reservados a los terrícolas.2 Pero supongamos que los marcianos tienen además otras características, por ejemplo, la naturaleza de los legendarios vampiros, y que sólo pueden vivir alimentándose de sangre humana. En tal caso, y aparte su inteligencia, serían un enemigo mortal para nosotros y no podríamos entender que tengan los mismos derechos que los hombres. Serían mortales enemigos no porque fueran inicuos agresores, sino porque las necesidades y las exigencias de su naturaleza entrarían en conflicto inevitable con las nuestras.
Hay una ruda justicia en el conocido chiste de que «reconoceremos los derechos de los animales apenas lo soliciten». El hecho de que, obviamente, no pueden hacer este tipo de peticiones a favor de sus «derechos» es parte constitutiva de su naturaleza y explica por qué no son iguales a nosotros ni pueden tener los derechos de los seres humanos.3 Y si se arguye que tampoco los bebés pueden hacerlo, la réplica es que llegará el día en que lo harán, en que serán personas humanas adultas, y los animales no.4 ,5
- 1Presenta una refutación de los supuestos derechos de los animales Peter Geach, Providence and Evil (Cambridge: Cambridge University Press, 1977), pp. 79-80; idem, The Virtues, p. 19.
- 2Cf. la breve discusión sobre el hombre y las criaturas que podrían comparársele en John Locke, An Essay Concerning Human Understanding (Nueva York: Collier-Macmillan, 1965 [tr. esp. de S. Rábade y M.E. García, Ensayo sobre el entendimiento humano, Editora Nacional, Madrid 1980, 2 vols.]), p. 291.
- 3Para la estrecha conexión entre la capacidad de lenguaje y la especie humana, véase Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations (Nueva York: Macmillan, 1958), II, XI, p. 223.
- 4Se comete un error fundamental cuando se invocan los «derechos de los animales» sin antes definir con precisión —o ni siquiera definir— la naturaleza específica de la especie humana ni tampoco, por consiguiente, las diferencias entre los seres humanos y otras especies. Si no se razona en estos términos, nos hundimos en las arenas movedizas de los sentimientos subjetivos. Véase Tibor R. Machan, Human Rights and Human Liberties (Chicago: Nelson-Hall, 1975), pp. 202-203, 241, 245ss, 256, 292.
- 5Para una crítica de la confusión entre los bebés y los animales en que incurren los defensores de los derechos de estos últimos, cf. R.G. Frey, Interests and Rights (Oxford: Clarendon Press, 1980), pp. 22 ss. Debe darse una cálida bienvenida a la reciente crítica del libro de Frey frente a la moda filosófica de los derechos de los animales.