Una ola de agitación social sacude el mundo. En Occidente, la prensa ha llamado a los manifestantes «los indignados». El nombre está tomado del panfleto ¡La hora de la indignación! (¡Indignez-vous!) del intelectual francés Stéphane Hessel. La indignación por la situación política y económica del mundo occidental está justificada. En Europa y los Estados Unidos, la brecha entre las élites financieras y el resto se ha ensanchado, mientras que los políticos se han convertido en una especie de nobleza moderna completamente alejada de las realidades del hombre corriente. Las democracias han fracasado a la hora de garantizar el juego limpio entre los diferentes actores sociales, poniendo así en peligro su propia existencia.
La percepción de que algo va fundamentalmente mal en las sociedades occidentales explica por qué Hessel ha vendido millones de ejemplares de su breve y provocador panfleto, desencadenando movimientos sociales en Francia y España. También explica la aparición de Occupy Wall Street en los Estados Unidos, un movimiento que se declara oficialmente inspirado en las acampadas españolas. El efecto galvanizador del panfleto de Hessel nos ha recordado que los intelectuales y los líderes de opinión, como insistía Karl Popper, tienen que ser especialmente cuidadosos y responsables con las ideas que hacen proliferar. Nunca deberíamos olvidar la advertencia de Isaiah Berlin de que «cuando las ideas son descuidadas por quienes deberían prestarles atención —es decir, quienes han sido formados para pensar críticamente sobre las ideas—, a veces adquieren un impulso incontrolado y un poder irresistible sobre multitudes de hombres que pueden llegar a ser demasiado violentos para que les afecte la crítica racional».1 Esta es una lección de la historia del marxismo y el nacionalsocialismo que no podemos olvidar.
Peligrosamente, Hessel no ha reconocido que está respaldando la misma actitud que acabó en el nazismo y el comunismo: el colectivismo. De hecho, tanto el nacionalsocialismo como el socialismo se derivaron de un rechazo de la filosofía individualista que sentó las bases de la civilización occidental.
Individualismo significa, en este contexto, que cada persona se considera única, un fin en sí misma, como diría Kant, y por tanto debe ser libre para perseguir sus propios objetivos. En consecuencia, es libre en la medida en que no es coaccionado por otros para perseguir fines ajenos. La libertad es, pues, como dijo John Locke, «estar libre de la coacción y la violencia de los demás»2. Esta idea de la libertad como ausencia de coacción es la piedra angular de cualquier sociedad próspera y abierta. Sólo donde los individuos son libres de perseguir sus propios fines haciendo el mejor uso posible del conocimiento que poseen puede existir un orden civilizado de cooperación voluntaria y pacífica. Y sólo allí donde la coacción ha sido sustituida por los acuerdos voluntarios de los individuos puede florecer el progreso. No es casualidad que los mayores logros de la historia hayan sido producto de la libertad para perseguir fines individuales: ninguna ópera o gran invento tecnológico se ha creado bajo coacción.
La idea de que los hombres tienen que disfrutar de la libertad necesaria para perseguir sus propios fines es exactamente lo que rechaza el colectivismo. Para la mente colectivista, el interés individual debe subordinarse a la abstracción del bien común. El llamamiento de Hessel a «un orden económico racional en el que el interés individual esté subordinado al interés general» resume perfectamente la actitud colectivista. Una vez aceptada esta idea, la intervención gubernamental no tiene límites. A partir de ese momento, el gobierno puede obligar a los individuos a seguir cursos de acción predeterminados, que no son los suyos, con el pretexto de servir al bien común, socavando así la libertad y el progreso.
La ficción del gobierno
La tragedia de los honestos intelectuales de izquierda que alientan movimientos como Occupy Wall Street es que, sin darse cuenta, se indignan ante lo que en gran medida es la criatura de su propio pensamiento. El mejor ejemplo es el propio Hessel. Sostiene que los principios fundamentales de una sociedad libre, humanitaria y democrática han sido sustituidos por un sistema en el que prevalecen la maximización y el capitalismo financiero descontrolado. Un mundo mucho mejor, insiste, sería aquel en el que el interés individual estuviera subordinado al interés general. La mejor forma de conseguirlo es que el gobierno desempeñe un papel más importante en la economía.
Habría que preguntarse primero si hay alguna razón para creer que el gobierno se preocupa realmente por el bien común. ¿No son los burócratas y los políticos personas como los demás? ¿Se equivocaba Lord Acton cuando decía que «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente»? Y si tenía razón, ¿es razonable pensar que quienes están en el poder —y, por tanto, ya corrompidos— dejarían de lado su propio interés para servir a un ideal abstracto llamado «bien común»?

Incluso Hessel denuncia que los grupos de presión han superado al gobierno en «las más altas esferas». Sin embargo, parece creer que si el gobierno tuviera más control sobre las industrias, la corrupción no haría su dañina labor. En otras palabras, para Hessel, si los políticos y los burócratas tuvieran más poder del que tienen actualmente, el sistema sería menos corrupto. La historia, sin embargo, demuestra que Lord Acton tenía razón: cuanto más poder hay en manos de los gobernantes, más corrupto se vuelve el sistema. El mayor fracaso del socialismo no fue que llevara la miseria económica a las masas a las que supuestamente debía ayudar, sino que creó un sistema de clases más violento y rígido que cualquier otro que el mundo occidental hubiera visto jamás. La máxima central del socialismo —a saber, la igualdad— fue traicionada en cuanto los líderes revolucionarios consolidaron su poder sobre el Estado. La nueva élite creó un sistema de dos clases que descansaba en la coacción sistemática: por un lado estaban los dirigentes del partido y sus amigos, que vivían como reyes disfrutando de todo tipo de lujos, muchos de ellos importados del mundo capitalista; y por otro lado estaban todos los demás, luchando por sobrevivir.
Todavía podemos preguntarnos qué pasaría si los líderes políticos no fueran corruptibles. ¿Funcionaría entonces la idea de Hessel? Supongamos por un momento que James Madison se equivocara y que estuviéramos gobernados por ángeles, es decir, por seres incorruptibles que sólo utilizaran su poder para buscar el bien común. Supongamos también que esos ángeles dispusieran de todos los medios materiales necesarios para alcanzar sus nobles fines. Ahora cabe preguntarse si la pureza de intenciones es una garantía de la calidad de los resultados de las acciones de alguien. ¿Sabrían los hombres moralmente superiores y poderosos mejor que nosotros lo que es mejor para nosotros? Y lo que es más importante, ¿estaríamos dispuestos a aceptar que hombres honestos o incluso ángeles nos obligaran a hacer lo que ellos creen que es mejor?
Aquí se hace aún más evidente que el argumento de Hessel descansa sobre una falsedad: la idea de que el bien común o el interés general es algo distinto de la suma de todos los intereses individuales, y que el gobierno es una entidad separada que mediante la coerción puede elevar a la sociedad a un grado superior de perfección moral y felicidad. Pocas ideas en la historia han resultado ser más atractivas y al mismo tiempo más destructivas que ésta. Quienes, como Hessel, la respaldan, ignoran el hecho de que los mayores males no suelen ser el resultado de hombres malos que intentan perjudicar a otros, sino de hombres buenos que intentan ayudar a otros que ni siquiera conocen. Henry David Thoreau lo comprendió perfectamente cuando escribió: «Si supiera con certeza que un hombre viene a mi casa con el propósito consciente de hacerme bien, huiría por mi vida».3 Si los ángeles gobernaran a los humanos, ninguno de nosotros se libraría de la muerte por un bien mayor.
La ficción de que el gobierno puede salvaguardar un bien común que trasciende el mundo diverso e irreductiblemente complejo de los intereses individuales conlleva necesariamente la idea de que también puede satisfacer nuestras necesidades. Esta falacia es el origen del mito fatal del Estado benefactor, una idea propiciada por el liberalismo racionalista francés. Este tipo de liberalismo, como señaló Friedrich von Hayek, no veía límites en el poder de la razón humana para planificar la vida social y la economía, convirtiéndose así en el predecesor de movimientos colectivistas como el socialismo y el fascismo.
Nadie comprendió mejor las implicaciones de este mito que Frédéric Bastiat, un intelectual francés apenas conocido en su propio país. Escribiendo poco después de que se creara la Constitución de 1848, Bastiat argumentaba que, a diferencia de los americanos, que no esperaban nada más que de sí mismos, los franceses habían transferido la provincia de la construcción social a la abstracción del gobierno. Era responsabilidad del Estado elevar la sociedad a un nivel superior de moralidad, felicidad y bienestar material. Un ejemplo de esta falsa creencia, según Bastiat, se encontraba en la constitución francesa de 1848, que declaraba: «Francia se ha constituido en república con el propósito de elevar a todos los ciudadanos a un grado cada vez mayor de moralidad, ilustración y bienestar». Bastiat observó que este nuevo gobierno era una «creación quimérica de la que los ciudadanos pueden exigirlo todo». Para Bastiat, esto sólo podía conducir a crisis y revoluciones interminables:
Sostengo que esta deificación del gobierno ha sido en el pasado, y será en el futuro, una fuente fértil de calamidades y revoluciones. Está el público por un lado, el gobierno por el otro, considerados como dos seres distintos; el segundo obligado a otorgar al primero, y el primero con derecho a reclamar del segundo, todos los beneficios humanos imaginables.4
Las causas de la crisis actual
Las palabras de Bastiat resultaron proféticas. El mito del Estado benefactor se extendió de Francia y Alemania al resto del mundo occidental, provocando una explosión de las transferencias sociales y una explosión equivalente de las expectativas de los ciudadanos con respecto a sus llamados derechos sociales.
La autosuficiencia fue sustituida progresivamente por una mentalidad de derechos sin deberes. Como resultado, surgió una gigantesca desconexión entre lo que la gente está dispuesta a pagar en impuestos y lo que espera a cambio en forma de prestaciones gubernamentales. Como prometer bienestar es la forma más fácil de ganar elecciones, los políticos siguieron ampliando el tamaño del gobierno durante décadas. Y como el público no habría tolerado un aumento honesto de los impuestos para financiar los nuevos programas de bienestar, los gobiernos empezaron a pedir prestado el dinero necesario para financiarlos. Así, los gobiernos se endeudaron peligrosamente. Entonces llegó la crisis financiera, provocada en gran medida por la actuación de los gobiernos: los programas de bienestar para hacer realidad el sueño progresista de la «sociedad de la vivienda en propiedad» en los Estados Unidos crearon las condiciones estructurales. Entidades patrocinadas por el gobierno como Fannie Mae y Freddie Mac, que compraron y garantizaron alrededor del 50% del total del mercado hipotecario americano, ofrecieron el vehículo financiero para transferir la riqueza; y la Reserva Federal proporcionó el dinero fácil necesario para financiarlo. Además, el gobierno de los EEUU estaba pidiendo prestado y gastando dinero a un ritmo sin precedentes para financiar sus políticas de guerra/bienestar.
«Para Hessel, si los políticos y los burócratas tuvieran más poder del que tienen actualmente, el sistema sería menos corrupto.»
En Europa la situación no era tan diferente. La creación de una moneda única, de nuevo una decisión gubernamental que en muchos casos ni siquiera se sometió al escrutinio popular a través de un referéndum, permitió a países como Grecia, Portugal y España pedir dinero prestado a muy bajo interés. El mercado asumió con razón que si algunos de estos países entraban en mora, Alemania y Francia los rescatarían. Esto explica por qué los inversores privados consideraban que los bonos griegos eran tan buenos como los alemanes. Aprovechando esta oportunidad única, los políticos de los países del sur iniciaron una orgía de crédito. Su propósito era ganar más elecciones mediante la promesa de más políticas de bienestar. Mientras tanto, el Banco Central Europeo mantenía los tipos de interés artificialmente bajos, inflando las burbujas inmobiliarias en España e Irlanda. Durante un tiempo todo el mundo fue feliz: los políticos eran reelegidos, la gente recibía nuevas prestaciones gubernamentales cada año, los banqueros ganaban toneladas de dinero y las industrias estaban en auge. Todo era una ilusión. Cuando estalló la burbuja en los Estados Unidos, pronto quedó claro que la situación económica y fiscal de Europa también era insostenible.

Ahora toca pagar la fiesta. Inevitablemente, esto significa una reducción drástica de nuestro nivel de vida. Como la gente no entiende que el origen de la crisis fue el gobierno, como predijo Bastiat, ahora sale a la calle exigiendo aún más de lo que causó el problema en primer lugar: el gobierno. Esa es la paradoja de los indignados.
Hessel y quienes se le unen muestran la misma ignorancia que quienes se manifiestan contra los recortes de gastos cuando piden más programas de bienestar y más intervención del gobierno en la economía. Para apoyar su afirmación, Hessel sostiene que no puede ser cierto que no haya dinero suficiente para más programas gubernamentales porque nuestra calidad de vida sea ahora mejor que hace cincuenta años. Es cierto que el capitalismo ha traído muchos progresos a pesar de todos los problemas mencionados anteriormente. Pero lo que Hessel no parece entender es que no importa lo rico que sea un país: si vive por encima de sus posibilidades, irá a la bancarrota. Ese es exactamente el problema de Europa y los Estados Unidos. Los gobiernos han gastado demasiado dinero durante demasiado tiempo, mucho más de lo que podían recaudar en impuestos. Por eso tienen tanta deuda. De hecho, casi ningún país de la UE respeta el límite de deuda del Tratado de Maastricht, que estableció un límite del 60% del PIB para la deuda pública y un límite del 3% del PIB para el déficit fiscal.
El problema no es que los gobiernos no tengan suficientes programas de bienestar, como sostiene Hessel, sino que tienen demasiados, tantos que si no empiezan a recortar drásticamente el gasto incluso Alemania y Francia quebrarán como Grecia. El paradigma del bienestar se vuelve aún más dramático cuando se consideran los pasivos no financiados, es decir, las prestaciones que los políticos han prometido pagar a sus electores para ganar elecciones. En los Estados Unidos, estos pasivos equivalen a siete veces el PIB, mientras que en la UE son más de cuatro veces el PIB.5 No cabe duda de que los Estados Unidos y todos los países europeos incumplirán sus obligaciones sociales en algún momento del futuro.
En cuanto a la «dictadura» de las élites financieras, denunciada por Hessel y movimientos como Occupy Wall Street, se trata de nuevo principalmente del producto del gobierno. Tenemos un sistema bancario que sólo puede funcionar como lo hace porque se basa en moneda fiat y está respaldado por un banco central, es decir, una agencia de planificación central monetaria creada por el gobierno. Los bancos centrales proporcionan liquidez a los bancos privados, lo que les permite expandir la oferta monetaria de forma coordinada, creando así burbujas financieras e inmobiliarias. Pero lo que es más importante, los bancos toman el dinero que el banco central les da la tasa de interés artificialmente bajas y lo utilizan para especular. El espectacular aumento del precio de las materias primas y los productos agrícolas desde 2008 es básicamente el resultado de la inflación creada por los bancos centrales. La consecuencia más perversa de este proceso inflacionista inducido por los gobiernos es que redistribuye la riqueza de la clase media y los pobres a las élites financieras ricas y los gobiernos, para quienes la inflación funciona como un impuesto oculto. John Maynard Keynes, defensor de la intervención gubernamental, lo entendió muy bien. Poco después de la Primera Guerra Mundial escribió,
Mediante un proceso continuado de inflación, los gobiernos pueden confiscar, en secreto y sin ser observados, una parte importante de la riqueza de sus ciudadanos. Con este método no sólo confiscan, sino que confiscan arbitrariamente y, mientras el proceso empobrece a muchos, en realidad enriquece a algunos. La visión de este arbitrario reordenamiento de las riquezas golpea no sólo la seguridad, sino la confianza en la equidad de la distribución existente de la riqueza. Aquellos a quienes el sistema proporciona ganancias inesperadas, más allá de lo que merecen e incluso más allá de sus expectativas o deseos, se convierten en «especuladores», que son objeto del odio de la burguesía, a la que el inflacionismo ha empobrecido, no menos que del proletariado6.
Los que se declaran indignados por la desigual distribución de la riqueza deberían prestar más atención a la inflación creada por el gobierno, pues ésta es con mucho una de sus causas centrales y el origen del «poder del dinero» que condenan. De hecho, es sorprendente que los «indignados» hayan pasado por alto el papel crucial y destructivo que desempeñan los bancos centrales en la economía mundial. Pues no sólo crean dinero de la nada (con el que especulan las élites financieras); también desempeñan la función de «prestamista de última instancia». Esto significa que cuando un banco ha sido irresponsable o mal gestionado, en lugar de permitir su quiebra, como cualquier otra empresa de la economía real, el banco central rescata al banco irresponsable con dinero recién impreso. Además de este incentivo perverso, los bancos funcionan con un sistema de reservas fraccionarias, que les permite operar con reservas de capital muy bajas, de modo que sus propietarios tienen poco que perder si el banco quiebra. Como resultado, los directivos de los bancos tienen un poderoso incentivo para dedicarse a actividades altamente especulativas que son extremadamente rentables para ellos y para los accionistas, pero igualmente perjudiciales para los ciudadanos de a pie que acaban pagando la factura a través de los rescates y la inflación.
Nada de esto puede achacarse al libre mercado. De hecho, el libre mercado defiende todo lo contrario: competencia abierta entre los bancos; ningún organismo central de planificación monetaria; quiebra de las empresas que han sido irresponsables y mal gestionadas; moneda fuerte, que garantiza el poder adquisitivo del dinero del pueblo; y ninguna connivencia corrupta entre el gobierno y las élites económicas.
Otra fuente de desigualdad en la distribución de la renta y de pobreza es la fiscalidad y la regulación gubernamentales. Unos impuestos elevados y una regulación excesiva obstaculizan la productividad y destruyen los incentivos para la creación de empleo, así como la competencia. Mientras que los ricos pueden escapar a los efectos inmediatos de estos impuestos llevándose su dinero e invirtiéndolo en el extranjero, la clase media y los pobres tienen que sufrir las consecuencias de menos empleos, menos ingresos y una menor calidad de vida. La libertad económica, que también incluye el Estado de Derecho y derechos de propiedad sólidos entre otros, es por tanto una condición necesaria para mejorar la propia calidad de vida de las masas que Hessel anhela. No es casualidad que los pobres de los diez países con más libertad económica tengan una renta media diez veces superior a la de los pobres de los diez países con menor grado de libertad económica.
Desigualdad e indignación
Se ha argumentado que la inflación y la falta de libertad económica son causas centrales de la pobreza y la desigualdad. Hessel no reconoce este hecho, declarándose indignado por la desigualdad en general. Dice que es indignante que en los países pobres la gente viva con menos de dos dólares al día. Hay que decir dos cosas en respuesta a tales afirmaciones. En primer lugar, sólo hay motivos para indignarse cuando la desigualdad es el resultado de una confiscación arbitraria, de un fraude de cualquier tipo o de una mala política económica. Pero cuando la desigualdad es el resultado de la libertad, no hay razón para indignarse en absoluto, especialmente cuando todo el mundo tiene suficiente. Sólo los envidiosos pueden indignarse por la riqueza que algunos han obtenido legítimamente. Lo que la gente que dice buscar la «justicia social» no comprende es que quienes se han enriquecido por medios honestos han servido a la sociedad más que nadie.
Bill Gates, por ejemplo, durante mucho tiempo el hombre más rico del mundo, ha mejorado la vida de todos nosotros con sus inventos. Hemos decidido libremente comprar productos de Microsoft porque son útiles; así todos nos hemos beneficiado. Del mismo modo, cuando vamos al panadero de al lado y compramos pan, ambas partes de la transacción se benefician: el panadero, porque tiene dinero para comprar otros bienes y servicios que necesita para él y su familia, y nosotros, que ahora tenemos un pan delicioso para comer. No importa que el panadero se haga millonario vendiendo su pan. En realidad, significaría que es bueno en su trabajo, por lo que amplía su negocio para satisfacer la demanda. ¿Por qué deberíamos indignarnos si se hace rico en el proceso? Deberíamos celebrar el hecho de que haya prosperado. Su prosperidad significa más puestos de trabajo y más pan para más gente. Desde cualquier punto de vista, el panadero millonario cumple una función social. Del mismo modo, los inventos de Bill Gates aumentaron la productividad, haciendo que millones de personas superaran el umbral de la pobreza en todo el mundo.
Aquí llegamos al segundo punto que plantea Hessel. Es cierto que millones de personas siguen viviendo en la pobreza. Lo que también hay que decir es que no hay ningún periodo de la historia en el que menos personas —en porcentaje de la población total— hayan vivido en esas condiciones que en la actualidad. Sólo en China, más de 300 millones de personas han superado el umbral de la pobreza en los últimos 30 años. India, Chile, Vietnam, Brasil, Rusia, Perú y muchos otros países también han experimentado drásticas reducciones de la pobreza en las últimas décadas. Esto se debe a las políticas de libre mercado que han aplicado estos países, las mismas que explican el éxito económico de Japón, Europa y los Estados Unidos. En términos absolutos, los habitantes de los países en desarrollo no están peor, sino mejor que antes.
Por último, hay que señalar que la desigualdad per se no tiene nada de malo. Es mucho mejor tener una sociedad desigual en la que todos son ricos que una sociedad igualitaria en la que todos son pobres. La igualdad no es un fin en sí mismo, como parece sugerir Hessel; si lo fuera, deberíamos destruir toda nuestra riqueza para que todos fuéramos igualmente pobres. Algunos países africanos pobres tienen una distribución de la renta más igualitaria que los países europeos. ¿Significa eso que su situación es preferible? Así pues, la cuestión no es cómo impedir que unos tengan mucho más que otros, sino cómo crear las condiciones para que todos sean más ricos. Esta es la diferencia entre una sociedad basada en la verdadera solidaridad y la libertad y otra basada en la coacción y la envidia.
Indignación informada
Hessel tiene razón cuando afirma que la indignación es necesaria para la acción y la resistencia. Sin embargo, lo más importante es comprender las verdaderas razones en las que debe basarse la indignación. Si la gente se indigna por razones equivocadas, inevitablemente exigirá soluciones equivocadas, empeorando el problema. Es especialmente irresponsable, en estos tiempos de agitación social, llamar a la indignación y a la resistencia sin antes examinar con claridad qué es lo que está mal y cómo debe enfocarse el problema. Este es el papel de los intelectuales y los líderes de opinión. Si se instala un mensaje falso y la gente se lo cree, de la indignación sólo saldrá la ruina. Hessel ha hecho lo que ha podido, pero la ideología que promueve, arraigada en viejas actitudes colectivistas, sólo puede conducir a problemas más graves. Tiene razón al denunciar una situación que es realmente indignante e insostenible, pero se equivoca en todo lo demás.
Lo que necesitamos entonces es una indignación informada. Para exigir las soluciones adecuadas, primero hay que entender cómo hemos llegado tan lejos. Tienen que ser conscientes de que dar más poder a los gobiernos sólo empeorará las cosas. La posibilidad de un futuro mejor no está en manos de burócratas y políticos, sino en la autosuficiencia, la creatividad y la libertad individual. Requiere valor ser responsable de uno mismo sin esperar beneficios infinitos del gobierno. Este es un camino mucho más digno y fructífero que el actual, y es también la alternativa viable a la indignante situación actual.
- 1
Isaiah Berlin, «Dos conceptos de libertad», en Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty (Oxford: Oxford University Press, 1969), p. 1.
- 2
John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil (Indianápolis: Hackett Publishing Company, 1980), pág. m46.
- 3
Henry David Thoreau, Walden and Civil Disobidience (Nueva York: Barnes & Noble, 2003), p. 61.
- 4
Frédéric Bastiat, «Government», en The Bastiat Collection, Vol. II (Auburne, Alabama: Ludwig von Mises Institute, 2007), pp. 101-102.
- 5
Véase Jagadeesh Gokhale, Measuring the Unfunded Obligations of European Countries, National Center for Policy Analisis, Policiy Report nº 319, enero de 2009.
- 6
John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz (Nueva York: Harcourt, Brace y Howe: 1920), p. 92.