[Artículo número 11 de la lista de lectura de 30 días de Robert Wenzel que te ayudará a convertirte en un conocedor libertario]
Un ambientalista es un socialista totalitario cuyo objetivo real es revivir el socialismo y la planificación económica centralizada bajo el subterfugio de «salvar al planeta» del capitalismo. Es «verde» en el exterior, pero rojo en el interior y por tanto se le califica apropiadamente como una «sandía».
Por el contrario, un conservacionista es alguien que se interesa realmente por resolver problemas ambientales y ecológicos y proteger la vida salvaje y su hábitat. No propone hacer que la fuerza del gobierno separe hombre y naturaleza nacionalizando tierras y otros recursos, confiscando propiedad privada, prohibiendo la cría de ciertos tipos de animales, regulando la ingesta humana de alimentos, etc. No es un ideólogo socialista empeñado en destruir el capitalismo. No desea públicamente que aparezca un «nuevo virus» y mate a millones, como hizo una vez el fundador de Earth First. Más a menudo que no, busca formas de utilizar las instituciones del capitalismo para resolver problemas ambientales. Hay incluso un nuevo nombre para esa persona: empresario ambiental. O puede llamarse a sí mismo un «ambientalista de libre mercado» que comprende cómo los derechos de propiedad, el derecho común y los mercados pueden resolver muchos problemas ambientales, como han hecho en la práctica.
A la vista de la distinción entre un ambientalista y un conservacionista, «¡Sandías del mundo únanse!» debería ser el lema de la inminente «Cumbre de la Tierra» en Río, que empieza el 19 de junio. La reunión se dedicará a interminables intrigas sobre cómo conseguir crear una economía mundial planificada centralizadamente (bajo los auspicios de los funcionarios de las Naciones Unidas) en nombre del último eufemismo para la planificación centralizada socialista, el «desarrollo sostenible».
Esto no significa que las sandías del mundo vayan a tener éxito—sino solo que son tan numerosas como las moscas en un rebaño de vacas y nunca renunciarán a su ilusión de una economía mundial socialista planificada centralizadamente, sin que importe la pesadilla que haya sido el socialismo para millones de personas en todo el mundo.
La estrategia de las sandías fue anunciada y arengada por una de las eminencias pensantes del socialismo académico, el veterano economista Robert Heilbroner, en un ensayo del 10 de septiembre de 1990 en el New Yorker titulado «After Communism». Escrito en medio del desplome mundial del socialismo y el conocimiento de que los gobiernos socialistas durante el siglo XX habían asesinado más de 100 millones de su propia gente como parte del «precio» de establecer su «paraíso socialista», el ensayo de Heilbroner era un enorme mea culpa (ver Death by Government, de Rudolph Rummel). Incluso escribió las palabras «Mises tenía razón», acerca de los defectos propios del socialismo, refiriéndose los escritos de Ludwig von Mises en las décadas de 1920 y 1930 que explicaban con gran detalle por qué el socialismo no podría funcionar nunca como sistema económico (ver su libro Socialismo).
Después de admitir que había estado completamente equivocado durante el anterior medio siglo en el que dedicó su carrera económica a promover el socialismo en Estados Unidos (el propósito oculto de su The Worldly Philosophers, que le hizo millonario), Heilbroner se lamentaba tristemente porque «No confío mucho en la posibilidad de que el socialismo continúe como una forma importante de organización económica». Mientras el resto del mundo está celebrando desbocadamente la eliminación de esta institución diabólicamente malvada, Heilbroner lloraba por ello.
En lugar de afrontar la realidad de la maldad intrínseca de todas las formas de socialismo, Heilbroner proclamaba que «el colapso de las economías planificadas nos ha obligado a repensar el significado del socialismo». (Escribiendo en el New Yorker, Heilbroner suponía naturalmente que todos los lectores éramos de ideología socialista como él). Después de todo, continuaba «el socialismo es una descripción general de una sociedad en la que nos gustaría que vivieran nuestros nietos». Pero, «entonces, ¿qué queda» del «honorable título del socialismo?», se preguntaba Heilbroner.
El hombre estaba evidentemente deprimido y abatido porque la historia había demostrado que su carrera académica había sido un completo fraude, pero no quería admitir ese hecho—o renunciar a perpetrar el mismo fraude que había perpetrado durante al menos el último medio siglo. Debía inventarse un nuevo subterfugio, decía, que engañe o encandile al público para que acepte la adopción del socialismo. Esto podría llevar algún tiempo, decía y si «tenemos» éxito, «nuestros nietos o biznietos pueden estar preparados para aceptar las disposiciones sociales que no aceptarían nuestros hijos o nietos».
El subterfugio sugerido por Heilbroner lo explicaba así él mismo:
Hay, sin embargo, otra manera de ver el (…) socialismo. Es concebirlo (…) como la sociedad que debe emerger si la humanidad ha de ocuparse de (…) la carga ecológica que el crecimiento económico está poniendo en el medio ambiente.
En otras palabras, «nosotros» los socialistas debemos convertirnos todos en sandías. Si puede engañarse a suficientes miembros del público con este subterfugio, entonces el «capitalismo debe monitorizarse, regularse y limitarse hasta un grado en que sería difícil calificar al orden social final como capitalismo».
Exactamente esto es lo que se discutirá en la inminente «Cumbre de la Tierra» de Río.