La teoría de la lucha de clases como clave de la historia política no empezó con Karl Marx. Empezó, como veremos más tarde, con dos importantes libertarios franceses inspirados por J.B. Say, Charles Comte (yerno de Say) y Charles Dunoyer, en la década de 1810 después de la restauración de la monarquía borbónica. Frente a la posterior degeneración marxista de la teoría de clase, la opinión de Comte-Dunoyer dejaba aparte la inherente lucha de clases para centrarse en qué clases conseguían el control del aparato del estado. La clase dirigente es cualquier grupo que haya conseguido apropiarse del poder del estado; los gobernados son aquellos grupos que pagan impuestos y están regulados por los que mandan. Por tanto el interés de clase se define como una relación de un grupo con el estado. El gobierno del estado, con sus impuestos y ejercicio del poder, controles y concesión de subvenciones y privilegios, es el instrumento que crea conflictos entre gobernantes y gobernados. Por lo tanto, lo que tenemos es una teoría de lucha de «dos clases», basada en si un grupo gobierno o es gobernado por el estado. En el mercado libre, por el contrario, no hay lucha de clases, sino una armonía de intereses entre todos los individuos cooperando en la sociedad mediante la producción y el intercambio.
James Mill desarrolló una teoría similar en las décadas de 1820 y 1830. No se sabe si llegó a ella independientemente o se vio influido por los libertarios franceses; sin embargo está claro que el análisis de Mill carecía de las ricas aplicaciones a la historia de Europa occidental que habían desarrollado Comte, Dunoyer y su joven socio, el historiador Augustin Thierry. Todo gobierno, apuntaba Mill, estaba dirigido por la clase gobernante, los pocos que dominaban y explotaban a los gobernados, los muchos. Como todos los grupos tienden a actuar por sus intereses egoístas, apuntaba, es absurdo esperar que la camarilla gobernante actúe altruistamente por el «bien público». Como todos los demás, utilizarán sus oportunidades para su propio beneficio, lo que significa saquear a los muchos y favorecer a sus propios intereses especiales o los de sus aliados frente a los del público. De ahí el uso habitual de Mill del término intereses «siniestros» frente al bien del público. Para Mill y los radicales, deberíamos señalar, el bien público no significaba en concreto un gobierno de laissez faire limitado a las funciones mínimas de policía, defensa y administración de justicia.
Así que Mill, el principal teórico político de los radicales, recordaba a los hombres libertarios de la Commonwealth del siglo XVIII en destacar la necesidad de tratar siempre al gobierno con sospecha y proporcionar controles para suprimir el poder del estado. Mill estaba de acuerdo con Bentham en que «Si no se lo impidiéramos, una élite gobernante sería depredatoria». La defensa de intereses siniestros lleva a una «corrupción» endémica en política, a sinecuras, «puestos» burocráticos y subvenciones. Mill se lamentaba:
Pensad en el fin [del gobierno] como realmente es, en su propia naturaleza. Pensad después en los objetivos de los medios (justicia, policía y seguridad frente a invasores extranjeros). Y luego pensad en la opresión practicada sobre el pueblo de Inglaterra bajo el pretexto de proporcionarlos.
Nunca se ha expuesto la teoría libertaria de las clases gobernantes más clara y enérgicamente que en las palabras de Mill: hay dos clases, declaraba Mill, «la primera clase, los que oprimen, son un pequeño número. Son los pocos de que gobiernan. La segunda clase, la de los oprimidos, son el gran número. Son los muchos sometidos». O, como resumía el Profesor Hamburger la postura de Mill: «La política era una lucha entre dos clases. Los avariciosos gobernantes y sus futuras víctimas».
El gran problema del gobierno, concluía Mill, era cómo eliminar esta opresión: eliminar el poder «por el que la clase que oprime consigue llevar a cabo su vocación, ha sido siempre el gran problema del gobierno».
A los «muchos sometidos», Mill les llama apropiadamente «el pueblo» y fue probablemente Mill quien inició el tipo de análisis que opone «el pueblo» como clase gobernada a los «intereses especiales». ¿Entonces cómo puede acabarse con el poder de la clase gobernante? Mill pensaba tener la respuesta:
El pueblo debe nombrar vigilantes. ¿Quiénes vigilarán a los vigilantes? El propio pueblo. No hay otra alternativa y sin esta salvaguarda definitiva, los pocos gobernantes serán siempre el azote y la opresión de los muchos sometidos.
¿Pero cómo va a ser el propio pueblo el vigilante? A este antiguo problema, Mill proporcionaba la que es por ahora la respuesta habitual en el mundo occidental pero aún no muy satisfactoria: eligiendo todo el pueblo a representantes para realizar la vigilancia.
Al contrario que los analistas libertarios franceses, a James Mill no le interesaban la historia y la evolución del poder del estado: solo le interesaba el aquí y ahora. Y en el aquí y ahora de la Inglaterra de entonces, los pocos gobernantes eran la aristocracia, que gobernaba por medio de un sufragio muy limitado y controlaba los «barrios podridos» eligiendo a los representantes al Parlamento. La aristocracia inglesa era la clase gobernante, el gobierno de Inglaterra, acusaba Mill, era «una maquinaria aristocrática, empuñada por la aristocracia para su propio beneficio». El hijo de Mill un ferviente discípulo (en ese momento), John Stuart, argumentaba al estilo de su padre en las sociedades de debate en Londres, diciendo que Inglaterra no disfrutaba de un «gobierno mixto», ya que la gran mayoría de la Cámara de los Lores era elegida por «200 familias». Estas pocas familias aristocráticas «poseen por tanto el control absoluto del gobierno (…) y si un gobierno controlado por 200 familias no es una aristocracia, entonces no se puede decir que pueda existir una aristocracia». Y como tal gobierno está controlado y dirigid por unos pocos, está por tanto «dirigido completamente en beneficio de unos pocos».
Es este análisis el que llevó a James Mill a poner en el centro de su formidable actividad política la consecución de una democracia radical, el sufragio universal del pueblo en elección frecuente con voto secreto. Éste era el objetivo a largo plazo de Mill, aunque estaba dispuesto a reclamar de momento (en lo que los marxistas llamarían posteriormente una «demanda de transición») la Ley de Reforma de 1832, que ampliaba en gran medida el sufragio de la clase media. Para Mill, la extensión de la democracia era más importante que el laissez faire, pues para Mill el proceso de destronamiento de la clase aristocrática era más esencial, ya que el laissez faire era una de las felices consecuencias que se esperaba que derivaran del reemplazo de la aristocracia por el gobierno de todo el pueblo. (En el contexto estadounidense moderno, la postura de Mill sería calificada correctamente como «populismo de derechas»). Poner la democracia como su reclamación principal llevó a los radicales de Mill en la década de 1840 a tambalearse y perder importancia política al rechazar aliarse con la Liga contra las Leyes del Grano, a pesar de estar de acuerdo con su libre comercio y laissez faire. Pues la gente de Mill pensaba que el libre comercio era demasiado para un movimiento de clase media y les distraía de una primordial concentración en la reforma democrática.
Concediendo que el pueblo desplazaría al gobierno aristocrático, ¿tenía Mill alguna razón para pensar que éste ejercería su voluntad a favor del laissez faire? Sí, y aquí su razonamiento era ingenioso: mientras que la clase dirigente tenía en común los frutos de su gobierno explotador, el pueblo era un tipo distinto de clase: su único interés en común era librarse de la norma del privilegio especial. Aparte de eso, la masa del pueblo no tenía ningún interés común del clase que pudieran perseguir activamente por medio del estado. Además, este interés en eliminar el privilegio especial es en interés común de todos y por tanto de «interés público», frente a los intereses especiales o siniestros de los pocos. El interés del pueblo coincide con el interés universal y con el laissez faire y la libertad para todos.
¿Pero cómo explicar entonces que nadie pudiera afirmar que las masas hayan defendido siempre el laissez faire? ¿y que las masas haya apoyado lealmente demasiado a menudo el gobierno explotador de los pocos? Está claro que porque el pueblo, en este campo complejo de la política pública y del gobierno, ha sufrido lo que los marxistas llamarían posteriormente una «falsa conciencia», una ignorancia de dónde residen realmente sus intereses. Así que correspondía a la vanguardia intelectual, a Mill y sus radicales filosóficos, formar y organizar a las masas para que su conciencia se hiciera correcta y así ejercitar su fuerza irresistible para generar su propio gobierno democrático e instalar el laissez faire. Aunque pudiésemos aceptar este argumento general, los radicales de Mill eran desgraciadamente excesivamente optimistas acerca del plazo para crear esa conciencia y los reveses políticos a principios de la década de 1840 llevaron a su desilusión sobre la política radical y a la rápida desintegración del movimiento radical. Curiosamente, sus líderes, como John Stuart Mill y George y Harriet Grote, al proclamar su cansado abandono de la acción política o de su entusiasmo político, en realidad gravitaron con asombrosa rapidez hacia el acogedor centro whig que antes habían desdeñado. Su proclamada pérdida de interés en la política era en realidad una máscara para su pérdida de interés en la política radical.