Journal of Libertarian Studies

El modelo hayekiano de gobierno en una sociedad abierta

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[La versión original de este trabajo se presentó en el “Seminario interdisciplinar sobre las contribuciones de F.A. Hayek” realizado en Nueva York en mayo de 1982 y patrocinado por el Instituto de Estudios Humanos de Menlo Park. Journal of Libertarian Studies 6, Nº 2 (1982): 137-143]

F.A. Hayek, cuya obra más importante en el área de la teoría política y legal, Los fundamentos de la libertad, se publicó en 1960,1 ha continuado desde entonces su análisis original de la estructura de una sociedad libre en una obra en tres tomos que apareció bajo el título general de Derecho, legislación y libertad.2 Ahora voy a tratar el tercero de estos tres tomos (publicado en 1979), en concreto una breve explicación de su modelo de una constitución ideal. Me gustaría dejar algo claro desde principio. Al concentrarme en esta área del pensamiento de Hayek, como he hecho en el pasado, no quiero denigrar sus ideas con respecto a los defectos de la doctrina económica y política socialista ni a sus contribuciones a un análisis del estado democrático moderno. En realidad, he elegido deliberadamente aquellas áreas de la obra de Hayek en las que ha tratado de sugerir alternativas a la ortodoxia actual. Me doy cuenta de que podría estar siendo injusto con la totalidad de su obra al criticar lo que es más difícil de lograr y consecuentemente más fácil de encontrar defectos. Pero creo que es muy importante señalar los que creo que son errores fatales en el argumento de Hayek, para que no acabemos aceptando un sistema que no es mejor del que ahora tenemos, bajo la idea errónea de que así hemos agrandado el área de la autonomía individual y la libertad personal.

La característica más importante e indudablemente la más novedosa de la constitución de Hayek es su propuesta de una separación de funciones entre las dos cámaras de lo que parecen ser un parlamento bicameral. Hayek observa:

Cuando (…) al final del siglo XVII el derecho exclusivo de la Cámara de los Comunes sobre las “propuestas sobre dinero” fue concedido definitivamente por la Cámara de los Lores, esta última, como tribunal supremo del país, siguió manteniendo el control último del desarrollo de las normas del derecho común. ¿Qué habría sido más natural que, al conceder a los Comunes el control único de la conducta actual del gobierno, la segunda cámara hubiera reclamado a cambio el derecho exclusivo a alterar por ley las leyes aplicables a la conducta justa?3

No encuentro nada particularmente “natural” en esta división. Los Comunes nunca se consideraron únicamente una agencia fiscal y administrativa del gobierno, una especie de gran comité ejecutivo con el poder añadido de conseguir ingresos, sino como el legislativo de la nación. Esto significaba, hasta el siglo XIX, que en su mayor parte se limitaba a recaudar impuestos, reclutar ejércitos y armadas y decidir sobre asuntos de guerra y paz. En un grado menor, aplicaba leyes que gobernaban las vidas de los súbditos británicos como se considerara en ese momento necesario y deseable. Sin embargo, la mayoría de dichas normas se establecían, no por el legislativo, sino por los tribunales y, en un periodo anterior, por el ejecutivo mediante órdenes de consejo. Esta extensa intervención en todos los aspectos de la vida privada y pública que ahora describe la función legislativa era desconocida por el Parlamento Británico hasta después de las guerras napoleónicas. En ese momento, era natural que los Comunes, al tener el control sobre las arcas del gobierno y haber absorbido en la práctica del poder ejecutivo, reclamara ser la institución que determinara qué normas había que aplicar.

La división que sugiere Hayek es tan artificial que no puede funcionar. Si la cámara baja se limitara a cuestiones de ingresos y gastos, mientras que la cámara alta poseyera la única autoridad para determinar las normas de conducta, el control último acabaría recayendo sobre la institución con poder para recaudar y distribuir fondos. Toda ley requiere gastos para su aplicación y toda propuesta sobre dinero se aprueba para algún fin. Si la cámara baja gravara y asignara enormes sumas a algún proyecto, ¿tenemos que suponer que esa medida no tendría extensas implicaciones con respecto al comportamiento de los ciudadanos? De hecho, el poder de gravar y gastar implica el poder de alterar el comportamiento, de la misma manera que una multa castiga y una concesión recompensa. El efecto de una división de poderes como esa sería (y de hecho ha sido) poner en manos de la cámara baja todo el poder sustancial para gobernar, pues, aunque pudiera seleccionar y elegir qué reglas de conducta aprobadas por la cámara alta desea aplicar, podría hacer aplicar además sus propias normas a través del poder impositivo. La situación que resultaría diferiría (en lo esencial) muy poco del gobierno parlamentario tal y como existe ahora.

Mucho más importante en términos de una teoría la libertad, no es la creación de una cámara alta por sí misma, sino los principios básicos que han de gobernar las normas específicas de conducta que pueda aprobar. Estas normas, escribe Hayek,

Deberían pretender aplicarse a un número indefinido de futuros casos desconocidos, a servir a la formación y conservación de un orden abstracto cuyos contenidos concretos son imprevisibles, y no al logro de propósitos concretos y particulares y finalmente a excluir todas las disposiciones que pretendan o se sepa que afectan a personas y grupos identificables, sobre todo particulares.4

El primer criterio, “pretender aplicarse a un número indefinido de futuros casos desconocidos” parece ser una reescritura de la norma de la generalidad de Hayek. El segundo, el de que las normas solo deberían “servir a la formación y conservación de un orden abstracto cuyos contenidos concretos son imprevisibles, y no al logro de propósitos concretos y particulares”, me sorprende como algo imposible de cumplir. Todas las leyes se aprueban para lograr ciertos propósitos concretos, ya sean tan amplios como prohibir el robo o tan estrechos como proscribir la entrada en una instalación concreta de defensa sin autorización. ¿Qué significaría aplicar una ley que no busca lograr un propósito concreto? Si Hayek quiere decir aquí que todas las normas de conducta deberían también lograr algún propósito abstracto, como “justicia” o “equidad” o similares, todas las leyes, sin que importe lo invasivas que sean, puede considerarse que entran también en esas categorías. “Igualdad social”, “orden”, “paz pública”, “bienestar nacional”, “armonía social”, son todas rúbricas bajo las que pueden caer las normas específicas. Francamente, no estoy seguro de lo que quiere decir aquí y Hayek y no puedo imaginar a los tribunales de ninguna nación discutiendo la noción de sí una resolución del legislativo posee o no esta propiedad.

El tercer criterio sorprende por sus implicaciones. Que todas las normas legítimas excluyan “todas las disposiciones que pretendan o se sepa que afectan a personas y grupos identificables, sobre todo particulares” es, sin duda, la protección más fuerte contra la intrusión pública. De hecho, es tan fuerte que parece enfrentarse completamente al propósito de la cámara alta de Hayek. Pues, si cualquier ley que pueda presentarse delante de los tribunales debe violar este criterio, entonces se impide lógicamente al legislativo aprobar nunca una prohibición en reacción con cierta conducta previamente admitida. Como las disposiciones de todas esas leyes al menos pretenderían afectar a personas o grupos identificables, es decir, a aquellos dedicados a la actividad específica que constituye el objeto de la prohibición, dentro de los tribunales, bajo el criterio de revisión judicial de Hayek, estarían obligados a anular todas esas leyes. Pero entonces, ¿para qué tener una cámara alta (una “Asamblea Legislativa”, como la llama Hayek)? Si su ámbito se limita a establecer las normas básicas de conducta y nunca a agrandar este cuerpo de normas en respuesta a acontecimientos concretos, entonces nunca se necesitará este legislativo.

Cuando Hayek observa que este criterio “lograría por sí mismo más de lo que las declaraciones de derechos tradicionales se supone que consiguen”,5 parece ser consciente de la naturaleza de largo alcance de esta restricción sobre la legislación. Sin embargo, estas limitaciones sobre el derecho formal pueden también parecer contravenir las intenciones de Hayek con respecto a un cuerpo legislativo permanente. Escribe sobre las libertades garantizadas de la Declaración de Derechos estadounidense que, por ejemplo, “la libertad de expresión, por supuesto, no significa que seamos libres de calumniar, difamar, engañar, incitar al delito o causar un pánico por una falsa alarma, etc.”6 Pero estas limitaciones, como sabe Hayek, son el producto de sentencias judiciales y no de una asamblea legislativa. Pero Hayek ve una de las funciones de la cámara alta la de aprobar como ley las “sentencias todavía no articuladas” implícitas en las sentencias de los tribunales. Si es así, ha destruido la misma restricción sobre la autoría legislativa que podría haber resultado la más eficaz, al reducir su criterio (de que no puede aprobarse ninguna ley que, intencionadamente o con conocimiento, afecte principalmente a personas identificables) a una vaga generalidad y, a lo largo del proceso, ha hecho a la cámara alta una criatura de los tribunales. En todo caso, ¿qué sentido tendría en esas leyes? Los parlamentos ya están obligados a cumplir las sentencias judiciales: difícilmente aprobarían como leyes lo que los tribunales anularían. ¿Para qué tener un legislativo que se limite a poco más que aprobar normas generales que hayan sido establecidas previamente por los tribunales y, por esa misma razón, ya se están cumpliendo?

Pero en cuanto a Hayek ha establecido estas restricciones solo la naturaleza de las normas que puede aprobar esta cámara superior, las elimina observando:

La Constitución debería (…) prevenir la posibilidad de que la Asamblea Legislativa se convierta en completamente inactiva indicando que, aunque tenga que tener poderes exclusivos para establecer normas generales de justa conducta, este poder podría delegarse en la Asamblea Gubernamental [la cámara baja] si la primera no responde dentro un periodo razonable a un aviso dado por el gobierno de que deberían establecerse de algunas normas sobre un asunto concreto.7

Así, después de haber especificado criterios que habrían proporcionado límites practicables sobre lo que puede legislarse, hemos cerrado el círculo hasta un legislativo con poderes para aprobar leyes sobre prácticamente cualquier asunto concreto.

La cámara baja, a la que Hayek llama la Asamblea Gubernamental, se parecería, se nos dice, a los parlamentos existentes, en el sentido en que el poder ejecutivo y el legislativo cotidiano se combinarían en las mismas manos. Con respecto a sus órdenes, estaría obligada por las normas generales de conducta establecidas por la cámara alta. En otras palabras, estaría obligada por la constitución, las normas establecidas de justa conducta y las diversas sentencias interpretativas de los tribunales. No queda claro en qué difiere exactamente, en principio, de la situación que ahora prevalece en los legislativos de las democracias parlamentarias. Hayek dice que la cámara baja sería “el amo completo a la hora de organizar el aparato del gobierno y de decidir acerca del uso de recursos materiales y personales confiados a dicho gobierno”.8 Pero si ha de tener alguna función legislativa, sería la propia cámara baja la que tendría poder para determinar cuáles y cuántos recursos van a confiar al gobierno. De hecho, esto es lo que importa a Hayek al clasificar la cámara baja como un legislativo y no sencillamente como un enorme comité ejecutivo. Pero si es legislativo, ¿cómo puede estar obligada por las mismas normas de conducta que se aplican a todos los ciudadanos? Las personas no pueden extraer de riqueza de otros bajo la autoridad al gobierno. Así que, ¿en qué sentido está obligada la cámara baja a seguir las normas de conducta aprobadas por la cámara alta? Hayek no dice que haya normas especiales que deba obedecer, sino que debe obedecer las mismas normas que se aplican a todos los ciudadanos. Aquí le queda una disyuntiva. O la cámara baja no es más que una autoridad ejecutiva y el modelo de Hayek no ofrece ninguna institución autorizada para gravar y determinar cómo hay que gastar la riqueza que controla o es de hecho un legislativo, con el poder de recaudar y gastar fondos y aprobar leyes con respecto a la conducta de gobierno. Pero, por la naturaleza del hecho de que los legislativos aprueban leyes, no puede estar obligado por las normas que limitan a otros miembros de la sociedad. Los ciudadanos privados no pueden emplear fuerza para ejecutar sus dictados, mientras que los gobiernos se definen por su poder para hacer exactamente eso.

Hay otro problema adicional. Muchas leyes caen dentro de las jurisdicciones de ambas cámaras de Hayek. ¿Cómo vamos a determinar cuándo una ley constituye una “norma general de justa conducta” y cuándo se refiere a “la conducta del gobierno”? ¿Qué pasa con una ley que regule el acceso a las calles? ¿O una norma que diga que todas las acciones del ejecutivo deben mantenerse en secreto? ¿Qué cámara determina quién tiene que hacerlo? Y, por fin, ¿por qué tener dos cámaras si, entre una y la otra no hay límites sobre qué leyes pueden aprobarse?

La propia constitución ni resuelve estos problemas jurisdiccionales, ni, lo que es más importante, contiene ninguna limitación importante sobre los poderes del legislativo, independientemente de cuál de sus dos cámaras pueda tener jurisdicción. La constitución, se nos dice,

tendría que constar completamente de normas organizativas y tiene que ocuparse de leyes sustanciales en el sentido de normas universales de justa conducta, estableciendo solo los atributos generales que deben poseer dichas leyes para autorizar al gobierno a usar coacción para su aplicación.9

Así que, a pesar de su elaborado y complejo esquema de gobierno, al final Hayek vuelve a sus restricciones originales sobre las cualidades formales de las normas de conducta que establecía primero en Los fundamentos de la libertad como la única protección frente al gobierno arbitrario.

Yo diría que esta aproximación ha sido desacreditada y que se ha demostrado que ningún criterio puramente formal del tipo de los que ha ofrecido Hayek, es decir, que todas las leyes sean generales, predecibles y seguras, puede impedir eficazmente el grado de intrusión pública, a pesar de todos los cambios estructurales.10 No se puede hacer un bolso de seda con una oreja de cerdo ni se puede limitar el poder del gobierno remendando su estructura. Solo estableciendo limitaciones sustanciales e inequívocas sobre qué leyes puede aprobar sería posible controlar las áreas en las que puede intervenir el legislativo, e incluso así seguiría requiriéndose un poder judicial vigilante y suspicaz para pastorear dicho legislativo. Las decisiones con respecto a qué áreas estarían fuera del alcance del legislativo solo puede tomarse a partir de la base una teoría de los derechos, que precede lógicamente a una teoría del gobierno. Esa es una concepción que Hayek, por alguna razón, no llega a alcanzar y en ningún sitio es más evidente que su explicación de los poderes de emergencia que proporciona su modelo de constitución. Hayek confía tanto en la idea de que los derechos son un producto de un buen gobierno (y no anteriores a él) que cuando un buen gobierno está en peligro está totalmente dispuesto a sacrificar el valor menor, los derechos del ciudadano. Hayek observa:

Cuando amenaza un enemigo externo, cuando ha estallado una rebelión o una violencia sin derecho o cuando una catástrofe natural requiere una acción rápida con los medios que puedan conseguirse, deben concederse a alguien los poderes de organización obligatoria que normalmente nadie posee. Como un animal que huye de un peligro mortal, la sociedad puede en esa situación tener que suspender temporalmente incluso funciones vitales de las cuales depende su existencia a largo plazo si quiere escapar de la destrucción.11

Pero ¿qué es lo que se está conservando aquí? Indudablemente no los derechos de los ciudadanos, sino los del gobierno tal y como está dispuesto, de quien derivan los derechos propios. En otro caso, ¿por qué pasar las penalidades de conservarlo con ese coste? Pero incluso admitiendo esto, ¿por qué es necesario proporcionar poderes que no toleraría ninguna sociedad que se califique a sí misma como libre? Es particularmente sorprendente que Hayek, cuyas contribuciones a la teoría social se predican sobre la idea de que las disposiciones sociales ordenadas no requieren un ordenador, acabe cayendo víctima de la idea de que en tiempos de crisis nacional se hace necesario entregar poderes autoritarios a un líder. Si los que parecen ser patrones sociales más sencillos está más allá de la capacidad del gobierno de manipular sin dañar seriamente el orden generado espontáneamente y creado por las libres interacciones de las personas, entonces ¿por qué esto no sigue siendo verdad al hacerse estos patrones cada vez más complejos? ¿Por qué tiene un gobierno poderes extraordinarios de compulsión más capaces de tratar una catástrofe natural que las fuerzas desatadas del mercado y la calidad de los hombres libres? ¿Y por qué debería conceder el mecanismo político una manera de ejercitar coacción sin restricciones mediante los controles habituales en caso de violencia ilegal? Cualquier gobierno ya posee amplia autoridad para ocuparse de aquellos que cometen actos violentos. Los poderes extraordinarios no servirían para nada salvo que se usaran también para coaccionar al inocente, como ocurrió cuando todos los estadounidenses de origen japonés fueron internados durante la Segunda Guerra Mundial.

Todo el modelo de gobierno de Hayek, los poderes de emergencia y todo lo demás, se concibe bajo la idea equivocada de que el mecanismo político de la sociedad puede estar sometido a sus propias órdenes. Si embargo, el hecho es que no se puede controlar un legislativo con un legislativo superior y así obligar a la cámara baja a obedecer normas aplicables a todos los demás. Los legislativos, en la medida en que legislan, no son como los ciudadanos privados, ya que sus instrumentos de cumplimiento no son la persuasión y el intercambio, sino la fuerza bruta. Y aunque Hayek tuviera razón y pudiera cuadrar el círculo, ¿qué diferencia habría realmente? Después de todo, ¿qué obliga al legislativo superior? Indudablemente, no la constitución, que no impone limitaciones importantes sobre qué ley puede aplicarse.

En La contrarrevolución de las ciencias, Hayek cita a Saint-Simon diciendo: “No puedo concebir una asociación sin un gobierno de alguien”.12 Pero las ideas penetrantes de Hayek sobre los fundamentos antilibertarios de la teoría social positivista parecen difíciles de reconciliar con sus propias sugerencias sobre la estructura constitucional de una sociedad libre. Durante al menos doscientos años, los filósofos sociales han sabido que las asociaciones no necesitan gobierno, que, en realidad, el gobierno destruye las asociaciones. Y ningún pensador moderno ha escrito más incisivamente sobre este problema que Hayek.

El problema central al que se enfrenta la teoría política libertaria moderna no es el desarrollo de criterios formales con respecto a las normas que puede aprobar un gobierno y la estructura política que garantiza que se cumplirán estos criterios. Es más bien el problema de cómo poner límites al número y tipos de intrusiones que puede llevar a cabo el gobierno y cómo asegurarse de se confinará dentro de estos límites. El que las leyes que cumplan con los criterios de Hayek puedan hacer al gobierno menos arbitrario no importa realmente al final si el gobierno no es menos invasivo y si los hombres no son más libres.

  • 1F. A. Hayek, The Constitution of Liberty (Chicago: University of Chicago Press, 1960). [Los fundamentos de la libertad]
  • 2Hayek, Law, Legislation, and Liberty, vol. I, Rules and Order (Chicago: University of Chicago Press, 1973); vol. 2, The Mirage of Social Justice (Chicago: University of Chicago Press, 1976); vol. 3, The Political Order of a Free People (Chicago: University of Chicago Press, 1979). [Derecho, legislación y libertad]
  • 3Hayek, The Political Order of a Free People, p. 106.
  • 4Ibíd., p. 109.
  • 5Ibíd., p. 110.
  • 6Ibíd.
  • 7Ibíd., p. 116.
  • 8Ibíd., p. 119.
  • 9Ibíd., p. 119.
  • 10Entre las muchas críticas con respecto a la idea de Hayek de que el estado de derecho es condición suficiente para una sociedad libre, ver especialmente: Ronald Hamowy, "Freedom and the Rule of Law in F. A. Hayek", II Politico 36 (1971): 349-377, y una version revisada de este artículo, "Law and the Liberal Society: F. A. Hayek's Constitution of Liberty", Journal of Liber­tarian Studies 2 (Invierno de 1978): 287-297; Joseph Raz, "The Rule of Law and Its Virtue", Law Quarterly Review 93 (Abril de 1977): 185-211, reimpreso en R. L. Cunningham, ed., Liberty and the Rule of Law (College Station, Tex.: Texas A & M University Press, 1979), pp. 3-21; John N. Gray, "F. A. Hayek on Liberty and Tradition", Journal of Libertarian Studies 4 (Primavera de 1980): 119-37 y  Murray N. Rothbard, The Ethics of Liberty [La ética de la libertad] (Atlantic Highlands, N.J.: Humanities Press, J982), pp. 219-228.
  • 11Hayek, The Political Order of a Free People, p. 124.
  • 12Hayek, The Counter-Revolution of Science: Studies in the Abuse of Reason (Nueva York: The Free Press of Glencoe, 1955), p. 127. [La contrarrevolución de las ciencias]

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Hamowy, Ronald. "The Hayekian Model of Government in an Open Society." Journal of Libertarian Studies 6, No. 2 (1982): 137–143.

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