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¿Cuál es el enlace entre cultura y desarrollo?

Existe un consenso emergente en los círculos políticos de que los programas diseñados por las agencias multilaterales han fracasado en varios países en desarrollo. Esto ha llevado a algunos a concluir que los modelos occidentales de desarrollo son incompatibles con la realidad política del mundo en desarrollo. Agencias como el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional se enfrentan con frecuencia a críticas por sus recomendaciones políticas. Entonces, ¿fracasan estos programas por la incapacidad de incorporar los entresijos de la cultura?

Hablar de cultura es impopular entre los economistas, ya que afirman que es difícil de medir. Pero, sin embargo, la cultura es una variable crucial para explicar las diferencias de desarrollo entre países. Cuando la cultura supone un obstáculo para la adopción de políticas que favorecen el crecimiento, todos los actores se ven perjudicados a largo plazo.

Negarse a afrontar los retos de la cultura por miedo no elevará el nivel de vida de los más pobres en los países con dificultades.  Debatir sobre la cultura puede dar lugar a acusaciones de racismo, lo cual es perjudicial para la carrera profesional, pero es necesario hacerlo si nos tomamos en serio la mejora del nivel de vida en los países pobres.  Los tecnócratas deberían abordar las reformas en los países en desarrollo con tenacidad, afirmando la importancia de la cultura para obstaculizar y permitir el desarrollo.

Una cuestión controvertida es la de la corrupción. Se argumenta que la corrupción es un impedimento para el crecimiento económico. Sin embargo, recomendar instituciones occidentales para combatir la corrupción en los países en desarrollo puede plantear problemas en ausencia de una sólida cultura cívica.  Los individuos con mentalidad cívica son menos propensos a hacer trampas y a adoptar políticas partidistas. La exigencia de responsabilidad también es más fuerte en las culturas cívicas ricas y, por tanto, es poco probable que la gente ayude a los políticos corruptos.

En una sociedad tribalista, en la que los lazos de parentesco siguen siendo vitales, no hay ninguna garantía de que la evaluación comparativa de las instituciones occidentales vaya a frustrar la lacra de la corrupción.  Antes de recomendar medidas occidentales para frenar la corrupción, sería prudente que los organismos multilaterales patrocinaran campañas que destaquen los beneficios de la imparcialidad. El establecimiento de instituciones para domar la corrupción en un entorno de escasa confianza podría conseguir alimentar el cinismo.

Y en una sociedad marcada por el tribalismo, los ciudadanos podrían estar justificados al pensar que esas instituciones se utilizarán para perseguir a los oponentes políticos.  Además, también existe la posibilidad de que los compromisos familiares puedan disuadir a los burócratas de recomendar la persecución de los agentes corruptos.  Basándonos en lo que sabemos de la literatura sobre tribalismo y corrupción, sería ingenuo ignorar las realidades culturales.  

Podría decirse que informar a las élites políticas y a los ciudadanos de que la cultura de acogida impide el desarrollo puede interpretarse como culpar a la víctima; sin embargo, preocuparse por la víctima exige que los tecnócratas se enfrenten a las macabras realidades de la cultura. El orgullo cultural es inútil cuando la gente celebra creencias que son incapaces de sostener el progreso económico. Los antropólogos son libres de argumentar que las sociedades deben ser juzgadas según criterios culturalmente determinados. Algunos incluso sugieren que si las personas que viven en una sociedad preindustrial aprecian su modo de vida, no tenemos por qué decirles que cambien de rumbo.

Esta respuesta sólo tendría sentido en un mundo en el que no hiciéramos comparaciones interculturales.  Resulta bastante paradójico afirmar que los pueblos no deben ser juzgados según las pautas occidentales y luego quejarse cuando la negativa a desechar algunas prácticas reduce su nivel de vida.  Tal es la posición de los activistas que idealizan las premisas no científicas del conocimiento indígena y luego se preguntan por qué las comunidades indígenas son más pobres.

Asimismo, consideremos a los activistas que quieren cerrar la brecha del conocimiento entre África y el resto del mundo, pero no están dispuestos a admitir que la omnipresencia del misticismo en África es una amenaza para la difusión del conocimiento científico.  Demasiados responsables ocultan la verdad para disipar las acusaciones de racismo, lo cual es lamentable.  Afortunadamente, el difunto erudito africano Thomas Odhiambo tuvo la integridad de admitir que la creación de un África competitiva requería, no sólo tecnología occidental, sino también sistemas de pensamiento actualizados.

Hacer publicidad de la ciencia en un entorno en el que la gente sigue atribuyendo los acontecimientos a la magia y aún no aprecia el concepto de causalidad natural es una tarea descomunal. Aunque cualquier revolución científica que se produzca en África será anunciada por las élites, lo cierto es que las revoluciones intelectuales son lanzadas por las élites y aceleradas por las masas.  Para que la innovación sea un asunto continuo, los ciudadanos deben conocer las teorías desarrolladas por las élites. Si esto no ocurre, la sociedad siempre volverá al estancamiento, porque como afirma el antropólogo Joseph Henrich la innovación es una consecuencia de la potencia del cerebro colectivo.

Además, en contra de las elucubraciones de los académicos políticamente correctos, hay pruebas sugestivas que indican que muchos en las sociedades indígenas son conscientes de la pobreza y esperan cambiar sus circunstancias. Robert Klitgaard, en su estudio de primera categoría The Culture and Development Manifesto, afirma que este es el caso, citando a Tania Murray Li: «Durante siglos, los habitantes de las tierras altas de Lauje han vivido en condiciones de inseguridad, ya que su producción de alimentos era vulnerable a las sequías catastróficas y luchaban por ganar suficiente dinero en efectivo para satisfacer incluso las necesidades más básicas: sal, queroseno y ropa. En 1990 vivían en diminutas y endebles chozas de bambú; tenían poco o ningún acceso a la educación; su dieta era deficiente, y uno de cada tres niños nacidos no llegaba a la edad adulta. Lejos de ser románticos con la vida en las montañas, los montañeses se consideraban pobres y querían cambiar su situación».

Las pruebas de la relación entre cultura y desarrollo son convincentes.  Por tanto, ya no es prudente que los tecnócratas diseñen políticas sin tener en cuenta los matices de la cultura o sin realizar consultas en profundidad con las distintas partes interesadas.  Dada la importancia de la cultura, los tecnócratas deben abordar las reformas como un antropólogo y aplicar las políticas con la racionalidad de un economista.

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