Es definitivamente el mercado, —y solo el mercado—, el que determina quién es dueño de qué. Por ejemplo, al comprar un coche, el vendedor lo entrega a cambio de dinero. Así, a través de estas transacciones pacíficas y voluntarias, se define la propiedad verdadera y única. Si, por ejemplo, el vendedor no entrega el coche, el comprador presentará el contrato a un juez (idealmente un mediador privado) y demostrará que ha cumplido su parte del acuerdo.
Como se puede ver, el gobierno es completamente innecesario. Dado que la propiedad es un derecho natural, surge espontáneamente del mercado —de las personas—, por lo que si el Estado impone coercitivamente una supuesta posesión, impidiendo su libre —y natural— disponibilidad para otros, está creando un monopolio sobre la explotación de una idea para un único beneficiario. Obviamente, si fuera resultado de una ley impuesta coercitivamente por el gobierno (a través del monopolio de la violencia), no ocurriría de forma natural; por lo tanto, no solo es ilegítimo, sino que también viola los verdaderos derechos de propiedad.
La verdad es que ningún monopolio —y ningún cártel— es natural. No hay ningún sector empresarial, en ninguna ubicación geográfica, que no tenga competencia directa, indirecta o sustitutiva, siempre y cuando el Estado no lo impida coercitivamente. Aunque pueda resultar difícil de imaginar, no hay ninguna razón técnica por la que no puedan existir dos autopistas paralelas (de hecho, las hay, por ejemplo, la Autopista del Mediterráneo), o por la que trenes de diferentes empresas privadas no puedan circular por la misma vía, como ocurre en España.
La injusticia surge cuando el Estado concede «exclusividad» a una empresa o persona en particular, impidiendo el desarrollo natural y espontáneo del mercado. Y eso es lo que son las leyes de propiedad intelectual, patentes y/o derechos de autor. Como si las ideas tuvieran propietarios, quien llega primero a la oficina burocrática —el más astuto— acaba con el monopolio de esa idea.
Por poner un ejemplo, los historiadores serios dicen que Thomas Alva Edison era un astuto «titular de patentes en serie» con el objetivo de hacer fortuna. Su primera patente data de 1868, y se le considera uno de los «inventores» más importantes porque patentó más de mil inventos. La bombilla incandescente, en sentido estricto, solo fue perfeccionada por él y patentada en 1879.
Heinrich Goebel, —un relojero alemán—, fabricó lámparas tres décadas antes, mientras que un británico, Joseph Swan, obtuvo la primera patente de una pequeña bombilla en Gran Bretaña en 1878, un año antes que Edison, que básicamente plagió a Swan. Cuando Swan vio que su plagiario se estaba enriqueciendo, lo llevó a los tribunales británicos, que fallaron a su favor.
Un argumento común y falaz es que, sin la «protección de las patentes», se desalentaría la investigación. Pero lo cierto es lo contrario: si no existen «derechos» monopolísticos sobre una idea, todo el mundo puede utilizarla y desarrollarla, multiplicando exponencialmente las mentes aplicadas y, por lo tanto, la tecnología se desarrolla mucho más rápidamente.
El caso DeepSeek es un ejemplo. Es de código abierto y ha desafiado a toda la industria de la IA de EEUU. Y el propio Android, un software operativo móvil desarrollado por Google basado en el núcleo Linux y otro software de código abierto, no requiere pago por su uso y, precisamente por ser gratuito, se ha desarrollado superando a toda la competencia.
Es bien sabido, y los propios implicados lo admiten abiertamente, que para empresas como Facebook es una práctica habitual registrar patentes para protegerse de los «ataques» de otras empresas; se trata de una medida puramente especulativa. En otras palabras, con su enorme poder e influencia, patentan todo lo que pueden, aunque no lo utilicen, con el único fin de impedir que empresas más pequeñas desarrollen esas ideas y compitan con ellas.
Por cierto, otra reacción inusual es la de algunos que proponen acabar con el «monopolio» de ciertas redes sociales, como Facebook, exigiendo que el gobierno le obligue a vender WhatsApp, Instagram y Messenger, entre otras medidas. Si hay una falta de competencia que no beneficia a la libertad de expresión, la solución está en el enfoque contrario: dar más libertad al mercado y a los individuos, eliminando las leyes de derechos de autor para fomentar más competidores.
Como punto final, —cabe señalar que, gracias a las leyes de derechos de autor que benefician a empresas como Facebook o Microsoft, por ejemplo, —se han amasado fortunas exorbitantes que no son producto de un mercado natural, sino el resultado del empobrecimiento de todos los demás, que deben pagar por ciertas ideas. Es cierto que, irónicamente, si no fuera por quienes ignoran las leyes de patentes, el sistema operativo Windows no habría sido tan popular.
La consecuencia es que los problemas de libertad se resuelven con más libertad y se agravan con menos. Porque, dado que la falta de libertad proviene del poder policial del Estado, que ejerce su monopolio de la violencia que siempre destruye, cuanta más libertad hay, menos violencia hay y más se desarrolla la sociedad.