Power & Market

La verdadera naturaleza del «socialismo» escandinavo

El modelo escandinavo suele presentarse erróneamente como una forma humana y eficiente de socialismo. En realidad, se trata de una forma claramente coercitiva y oligárquica de estatismo.

Si bien el sistema preserva la legalidad formal de conceptos civilizados como los derechos humanos, la justicia y la propiedad privada, en la práctica funciona sobre una base marxista-fascista: viola sistemáticamente al individuo a través de impuestos, regulaciones y trampas burocráticas, dejando solo a una pequeña clase con conexiones políticas la posibilidad de participar en una forma limitada de comercio sancionada por el Estado.

A finales del siglo XIX, los Estados escandinavos se dieron cuenta de que no podían manejar ellos mismos la maquinaria de la producción y el comercio —al menos no con el ambicioso nuevo estilo socialista estatal de sus homólogos continentales. Más plausiblemente, se enfrentaban a una limitación estructural más profunda: carecían de una clase media autóctona que tomara el relevo, pero se sentaban sobre vastos recursos naturales infraexplotados.

El resultado fue pragmático: delegar la producción a actores favorecidos políticamente, tanto extranjeros como nacionales, que extraerían y comercializarían los recursos a cambio de tributos, lealtad y obediencia. En esencia, el Estado externalizó la generación de ingresos a una clase de industriales y explotadores de recursos con conexiones políticas a través de privilegios administrativos y monopolios legales.

Esta estructura no se construyó sobre el mito occidental del compromiso socialista, la violencia pacífica. Se construyó mediante una fusión de la redistribución marxista y el favoritismo fascista, un sistema en el que el Estado no abolió formalmente la empresa privada, pero lo hizo en la práctica mediante la concesión selectiva de licencias, la recompensa de la obediencia y la supresión de la independencia.

El único reto que quedaba era cómo presentar este sistema como ordenado, estable y socialmente justificado. Y había presión para construir el mito rápidamente: las oleadas de emigración estaban vaciando el campo de mano de obra y talento, ya que las personas huían de la pobreza y las rígidas estructuras de clase en busca de oportunidades en el extranjero. Para detener la hemorragia, los Estados escandinavos ofrecieron no solo incentivos económicos, sino también una narrativa ideológica —una promesa de estabilidad, seguridad e igualdad que pudiera mantener a las personas comprometidas con un sistema basado en la coacción y la obediencia silenciosa. Así nació el mito del socialismo escandinavo.

El ciudadano medio de Escandinavia no posee capital, no produce nada de forma independiente y funciona como técnico de mantenimiento en este vasto y moribundo aparato burocrático. Su recompensa no es el beneficio, la propiedad y la autonomía, sino la promesa de una pensión estatal, prestaciones sociales y un seguro gestionado por el Estado. A cambio, acepta su papel en la maquinaria —sin medios ni incentivos para escapar de ella.

Seamos claros: Escandinavia no es una sociedad de hombres libres que cooperan en libertad. Es una economía planificada, disfrazada de híbrida —financiada con impuestos del siglo XIX, diseñada para pacificar a una población dócil y estructurada para preservar el poder oligárquico arraigado.

La buena noticia es que, hoy en día, el sistema está fallando. Los beneficios fundamentales están disminuyendo. La competitividad se está erosionando. La población está envejeciendo. La máquina cruje bajo su propio peso.

La mala noticia es que, ante el colapso de los ingresos y las obligaciones insostenibles, los Estados escandinavos pronto recurrirán a su último recurso: la nacionalización de la riqueza, la confiscación del capital privado y la plena realización del impulso marxista que siempre han albergado.

¿Por qué no iban a ser felices?

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