Ninguna Casa Blanca en toda mi vida ha sido una fuente de sabiduría económica, y la versión Donald Trump 2.0 está ocupando su lugar en el Panteón del analfabetismo económico. La última salva vino del llamado gurú del comercio del presidente Trump, Peter Navarro, quien dijo lo siguiente sobre la enorme planta de BMW ubicada en Spartanburg, Carolina del Sur:
Este modelo de negocio en el que BMW y Mercedes vienen a Spartanburg, Carolina del Sur, y nos hacen montar motores alemanes y transmisiones austriacas. Eso no funciona para América. Es malo para nuestra economía. Es malo para nuestra seguridad nacional.
A primera vista, se trata de una afirmación sorprendente para un asesor presidencial, pero esa es la mentalidad que parece haber calado tanto en la Casa Blanca como en gran parte del llamado movimiento MAGA. Tomando las declaraciones de Navarro al pie de la letra, habría que concluir que cualquier tipo de inversión extranjera en los EEUU es algo malo que debería prohibirse.
Sin embargo, las declaraciones de Navarro y sus explicaciones sobre la afluencia de capital extranjero a los EEUU deberían explicarse mejor, ya que ha planteado algunas cuestiones importantes. Aunque es muy posible que en el futuro sea víctima del temperamento errático de Trump y sea despedido sin contemplaciones, deberíamos observar de cerca su forma de pensar, ya que parece tener el oído de Trump.
Ahora bien, en un mundo anterior al New Deal, el presidente de los Estados Unidos no fijaba los tipos arancelarios, ni tendría el tipo de poder que los presidentes modernos, incluido Trump, han ejercido de forma habitual. Sin embargo, tras la llegada al poder de Franklin Roosevelt en 1933, se produjo un cambio legislativo radical, ya que el Congreso transfirió regularmente gran parte de su poder regulador al poder ejecutivo y las cortes otorgaron al presidente una amplia discrecionalidad a la hora de interpretar el significado de las leyes. Paul Craig Roberts escribe:
Este impulso común (del New Deal) era anular la «doctrina de no delegación». Antes del New Deal, los representantes elegidos elaboraban la ley al detalle. La expansión de las actividades gubernamentales y la autoridad reguladora del New Deal cambiaron esta situación. Hoy en día, una «ley» aprobada por el Congreso y firmada por el presidente no es más que una autorización para que los reguladores «expertos» legislen. Esta práctica, antes inadmisible, ha sido confirmada por el poder judicial federal, que habitualmente concede gran deferencia a la agencia reguladora a la hora de interpretar la ley.
En un mundo en el que el gobierno estuviera realmente regulado por la Constitución de los EEUU, el Congreso no sólo tendría que aprobar las leyes arancelarias, sino también fijar los tipos arancelarios, lo que significa que estos tipos estarían sujetos al tipo de debate que uno esperaría ver en asuntos importantes. (Esto no significa que el Congreso siempre tomara decisiones acertadas —el arancel Smoot-Hawley es un buen ejemplo—, pero uno preferiría que las decisiones arancelarias se tomaran por consenso, no por alguien como Navarro, que ni siquiera puede comprender cómo funciona el comercio internacional).
En cuanto a las inversiones extranjeras, como las de BMW en Spartanburg, los defensores también cometen un error crucial al hablar del valor del capital. En respuesta a las observaciones de Navarro, el comunicado oficial de BMW declaraba:
«La planta de Spartanburg es una instalación de ocho millones de pies cuadrados con tres talleres de carrocería, dos talleres de pintura, dos naves de montaje, una instalación de estampación metálica para paneles de carrocería, una inversión de más de catorce mil ochocientos millones de dólares», dijo el portavoz. «Y once mil empleados altamente cualificados que fabrican mil quinientos vehículos diarios —cuatrocientos mil al año— con piezas procedentes de cientos de proveedores de todo los Estados Unidos».
El portavoz añadió: «Exportamos más vehículos de los Estados Unidos de los que importamos al país. La planta de Spartanburg genera un impacto económico total de veintiséis mil setecientos millones de dólares para nuestro estado, con casi cuarenta y tres mil puestos de trabajo y 3.100 millones de dólares en sueldos y salarios.»
Aunque esta afirmación no tiene nada de malo, contribuye a que la gente entienda mal el valor del capital. Debido a la influencia del pensamiento keynesiano, la gente tiende a considerar que el valor real del capital es el dinero gastado en proyectos de capital.
Por ejemplo, en su apoyo a la plataforma económica de Joe Biden, Paul Krugman pregona los billones de dólares de gasto que conlleva su formación como el aspecto más importante del plan de Biden:
Así es como leo el programa de Biden en su versión actual. El nuevo gasto total sería de unos 2,3 billones de dólares a lo largo de una década. Este total incluiría entre 500.000 y 600.000 millones de dólares de gasto en cada una de tres cosas: infraestructuras tradicionales, reestructuración de la economía para hacer frente al cambio climático e infancia, con la última partida consistente principalmente en preescolar y guarderías, pero también en créditos fiscales que reducirían en gran medida la pobreza infantil.
En otras palabras, la utilidad de la inversión de capital está ligada a cuánto dinero se gasta, lo que refleja el sesgo keynesiano que siempre ha teñido los escritos de Krugman. Sí, Murray Rothbard —cuando escribía sobre el capital— nunca confundió el gasto en capital con los propios bienes de capital en su descripción de dichos bienes:
Los bienes de capital son bienes producidos que deben combinarse aún más con otros factores para proporcionar el bien de consumo, el bien que finalmente produce la satisfacción última del consumidor.
En otras palabras, la importancia de los bienes de capital radica en su capacidad para ayudar a producir bienes que satisfagan las necesidades y deseos de los consumidores. Si esos bienes de capital aportan rentabilidad (producen un rendimiento económico de la inversión), entonces el gasto que requieren es socialmente útil. Sin embargo, si el proyecto genera pérdidas, entonces el gasto fue socialmente perjudicial. En el mundo keynesiano de Krugman, sin embargo, el gasto en sí siempre es socialmente útil, independientemente del resultado de la inversión.
Para relacionarlo con la situación de Carolina del Sur, la utilidad de la planta de BMW es que produce coches que la gente cree que contribuyen a mejorar su vida. Además, la presencia de bienes de capital procedentes de esa planta permite destinar otra mano de obra a otros usos para satisfacer necesidades y deseos que antes se ignoraban o no se atendían.
La economía austriaca hace hincapié en el desarrollo de estructuras de producción que no estén distorsionadas por expansiones crediticias alimentadas por los bancos centrales y otros trucos financieros, creando un desarrollo insostenible que, en última instancia, conducirá a una crisis y a una recesión económica. No importa si el desarrollo sostenible se financia con entradas de capital del extranjero o con ahorro interno, siempre que ese desarrollo refleje las elecciones de los consumidores.
Dada la rentabilidad de la planta de BMW en Carolina del Sur, puede decirse que es algo bueno para nuestra economía y también para la de Alemania. Contra Navarro, las economías extranjeras no prosperan porque la economía de los EEUU vaya mal o viceversa. El comercio no es una actividad de suma negativa o incluso de suma cero, a pesar de lo que se pueda oír desde la Casa Blanca. Como ha escrito Murray Rothbard:
El libre mercado y el sistema de precios libres ponen a disposición de los consumidores mercancías procedentes de todo el mundo. El libre mercado también da el mayor margen posible a los empresarios, que arriesgan el capital para asignar los recursos de modo que se satisfagan los deseos futuros de la masa de consumidores con la mayor eficacia posible. El ahorro y la inversión pueden entonces desarrollar bienes de capital y aumentar la productividad y los salarios de los trabajadores, incrementando así su nivel de vida. El mercado de libre competencia también recompensa y estimula la innovación tecnológica que permite al innovador adelantarse a la hora de satisfacer los deseos de los consumidores de formas nuevas y creativas.