Deirdre McCloskey es una gran historiadora de la economía y, en Más allá del positivismo, expone una serie de valiosos puntos que se derivan de su inmenso aprendizaje en este campo. Me gustaría centrarme en algunas de estas ideas en la columna de esta semana.
Subraya la importancia del «Gran Enriquecimiento», el proceso por el que el libre mercado, al rescatar a millones de personas de la pobreza, ha aumentado la longevidad y mejorado las condiciones de vida y el bienestar material mucho más allá de todos los avances anteriores. A este respecto, afirma
Los economistas llevamos desde 1776 intentando explicar el Gran Enriquecimiento. Sobre el extremo inferior del Gran Enriquecimiento, el historiador económico Cormac O’Gradá documenta el reciente y acusado descenso de las hambrunas. El extremo superior de la productividad y el consumo del mundo, del que disfrutan ahora unos tres cuartos de millardo de personas, y cada año más, sustenta una vida floreciente. . . . En otras palabras, cuando damos conferencias a estudiantes universitarios sobre historia económica, nuestro mensaje de esperanza es que el bienestar humano se ha disparado asombrosamente desde 1800, dándole un patrón como el mango y la hoja de un palo de hockey sobre hielo. . . . La historia alcanzó en 1800 el extremo comercial del palo de hockey. (énfasis en el original)
¿Cómo se ha producido el Gran Enriquecimiento? McCloskey se preocupa especialmente por rebatir la explicación de los «neoinstitucionalistas», que creen que los cambios en las instituciones, entendiendo por tales las pautas habituales de comportamiento social, como los códigos legales, explican el crecimiento económico. Y concentra la mayor parte de su fuego en Douglass North. Según él, el Estado hizo una contribución esencial al crecimiento económico en Inglaterra, punto de partida del enriquecimiento, al establecer una institución nueva y más estable de derechos de propiedad en el siglo XVII. McCloskey prefiere su propia explicación, haciendo hincapié en una nueva actitud de aprobación de la innovación económica rentable en el siglo XVIII, y su respuesta a North es de interés para los anarcocapitalistas.
North argumenta que los cambios en la ley de propiedad inglesa hicieron posibles los contratos seguros que son esenciales para una economía de libre mercado en crecimiento, pero McCloskey no está convencida:
Algo que no explica [el Gran Enriquecimiento] . . son los supuestos cambios legales derivados de la Revolución Gloriosa de 1688-1689. Por un lado, las leyes no cambiaron. Por otro, la ley inglesa de contratos y propiedad estaba bien desarrollada y se aplicaba «antes del reinado de Eduardo I», es decir, en 1272, como Pollock y Maitland establecieron ya en 1895, un hecho confirmado repetidamente por historiadores del derecho posteriores.
¿Por qué debería interesar a los anarcocapitalistas el argumento de McCloskey? La respuesta es que va más allá de lo expuesto en el pasaje que acabamos de citar. Sostiene que los derechos de propiedad existían antes que los Estados y que éstos han actuado en su mayor parte para aprovecharse de ellos, no para garantizarlos:
Una sociedad sin derechos de propiedad ni gobierno de la ley no es una sociedad. La verdad histórica es que, desde el principio de las sociedades humanas, la aplicación de los derechos de propiedad ha sido más o menos universal, con o sin el permiso del soberano, si lo había. La cuestión científica es «más o menos», no «sí o no», o «presente y ausente». Las pequeñas bandas de cazadores-recolectores, sin un soberano fijo, ni mucho menos un líder, tenían un vívido sentido de la propiedad. . . . Para hablar de sociedades más grandes, Israel bajo los jueces había aplicado plenamente la propiedad privada, aunque las pruebas de la Biblia son confusas en cuanto a su carácter exacto, mucho antes de que los israelitas exigieran imprudentemente a Dios que les diera un rey, que de hecho comprometió sus derechos de propiedad, tal como Dios les había advertido a través de Samuel que haría.
A pesar de los inmensos beneficios de un mercado libre, los intervencionistas se oponen a una política laissez-faire. Un mercado sin trabas podría funcionar, reconocen, en condiciones de equilibrio competitivo, pero estas condiciones son tan estrictas que en la práctica nunca pueden cumplirse. En el mundo real, el monopolio y las «externalidades» son omnipresentes, y el Estado debe vigilarlos.
McCloskey rebate estos argumentos en varios frentes. Explica que el mercado es un proceso de esfuerzos de firmas competidoras por satisfacer la demanda de los consumidores. Afirma que las ecuaciones de equilibrio estático no deben tomarse en ningún caso como un ideal de bienestar e insta a aceptar el punto de vista austriaco.
En cuanto a los monopolios, sostiene que el problema no reside en el libre mercado, sino en el Estado, que es el principal responsable de su creación. En el libre mercado, las firmas de éxito que poseen una cuota dominante del mercado atraerán competidores y, a medida que el mercado se amplíe, se ampliará el margen de competencia.
Quizá la crítica más interesante de McCloskey a los argumentos a favor del intervencionismo provenga de su trabajo como historiadora económica. No basta, dice, con alegar que hay defectos en el mercado. Hay que demostrar que esos efectos son lo suficientemente grandes como para ser importantes, y eso requiere estudios estadísticos precisos. Escribe: «Los izquierdistas moderados, como Paul Samuelson y Joseph Stiglitz y muchos de sus seguidores, sostienen (sin medir) que no puede existir un mercado perfecto y que, por lo tanto, la intervención del gobierno es deseable/necesaria/buena. . . . Esto tiene que acabar. . . . Sustituye un teorema de existencia por un juicio cuantitativo, sustituyendo la economía de pizarra por la investigación factual».
McCloskey llega a la conclusión de que quienes se basan exclusivamente en supuestos defectos teóricos del mercado se apoyan en «cajas vacías» para argumentar en contra del mercado. Pero esto es precisamente lo que han hecho los teóricos de la economía, demuestra:
La queja de John Clapham en 1922 era que los teóricos, como siguen haciendo hoy en día, proponían sobre la base de un diagrama o dos que el gobierno subvencionara industrias supuestamente con rendimientos crecientes. Los economistas no decían nada sobre cómo conseguir el conocimiento de cómo hacerlo o en qué medida sus consejos no cuantitativos ayudarían realmente a un gobierno imperfecto a acercarse a la sociedad perfecta si partiera de una sociedad real bastante buena, o bastante mala. . . . Reprendió en particular a A.C. Pigou. Uno se asoma, escribió Clapham, a «La economía del bienestar» de Pigou para encontrar que, en casi mil páginas, no hay ni siquiera una ilustración de qué industrias están en qué casillas [es decir, en qué categorías teóricas]».
McCloskey ha utilizado sus conocimientos de historia económica para demoler los argumentos de los intervencionistas, y recomiendo encarecidamente su libro.