Mises Daily

Confesiones de un liberal de derecha

[Esta pieza clásica apareció en Ramparts, VI, 4. 15 de junio de 1968. Fue la plenitud de una tendencia ideológica que empezó unos pocos años antes cuando los libertarios coherentes, liderados por Rothbard, sintieron un distanciamiento de la derecha americana debido a su apoyo al militarismo, el poder policial y el Estado corporativo. Aquí Rothbard presenta una justificación de por qué él y los demás, en 1968, renunciaron a la derecha como un movimiento viable de reforma hacia la libertad, se dieron cuenta que la derecha estaba descaradamente del lado del poder, y por tanto desarrollaron una historiografía intelectual alternativa. La relevancia de este ensayo en nuestros tiempos apenas necesita explicación, dado el historial sobre la libertad del presidente, el congreso y el poder judicial Republicanos, por no hablar de los medios de comunicación conservadores y de derecha].

Hace veinte años, yo era un Republicano de extrema derecha, un joven y solitario «neandertal» (como solían llamarnos los liberales) que creía, como decía mordazmente un amigo, que «el Senador Taft se había vendido a los socialistas». Hoy es más probable que se me califique como extremista de izquierda, ya que estoy a favor de una retirada inmediata de Vietnam, denuncio el imperialismo de EE. UU., defiendo el Black Power y me acabo a afiliar al nuevo Partido de la Paz y la Libertad. ¡Y aun así mis opiniones políticas básicas no han cambiado una letra en estas dos décadas!

Es evidente que algo va muy mal en las viejas etiquetas, en las categorías de «izquierda» y «derecha» y en las formas en que normalmente se aplican estas categorías a la vida política americana. Mi odisea personal no importa: lo importante es que si puedo moverme de la «extrema derecha» a la «extrema izquierda» simplemente quedándome en mi sitio, deben haberse producido cambios drásticos aunque no reconocidos a lo largo del espectro político americano en la última generación.

Me uní al movimiento de derecha —por dar un nombre formal a un grupo muy laxo e informal de asociaciones— como joven universitario poco después de la Segunda Guerra Mundial. No había dudas de dónde estaba la derecha intelectual de entonces respecto al militarismo y el servicio militar: se oponía a ellos como instrumentos de esclavitud y asesinato masivo. El servicio militar, de hecho, se consideraba mucho peor que otras formas de control e incursión estatista, pues mientras estas solo se apropiaban de la parte de la propiedad del individuo, el servicio militar, como la esclavitud, tomaba su posesión más valiosa: su propia persona. Día tras día, el veterano periodista John T. Flynn —a veces alabado como liberal y luego condenado como reaccionario sin ningún cambio importante en sus opiniones— arremetía implacablemente en la prensa y en la radio contra el militarismo y el servicio militar. Incluso el periódico de Wall Street, el Commercial and Financial Chronicle, publicó un largo ataque contra la idea del servicio militar.

Todas nuestras posturas políticas, desde el libre mercado en economía a la oposición a la guerra y el militarismo, derivaban de nuestra profunda creencia en la libertad individual y nuestra oposición al Estado. De forma simplista, adoptábamos la visión habitual del espectro político: «izquierda» significaba socialismo, o poder total del Estado; cuanto más a la «derecha» íbamos, menos se favorecía al gobierno. Así que nos calificábamos a nosotros mismos como «derechistas extremos».

Originalmente, nuestros héroes históricos eran gente como Jefferson, Paine, Cobden, Bright y Spencer, pero a medida que nuestras opiniones se hacían más puras y consistentes, abrazamos a semi-anarquistas, como el voluntarista Auberon Herbert y los anarquistas individualistas americanos Lysander Spooner y Benjamin R. Tucker. Uno de nuestros grandes héroes intelectuales era Henry David Thoreau, y su ensayo «Desobediencia civil», una de nuestras estrellas guías. El teórico de derecha Frank Chodorov dedicó todo un número de su revista mensual, Analysis, a un reconocimiento a Thoreau.

En nuestra relación con el resto del escenario político americano, sabíamos, por supuesto, que la extrema derecha del Partido Republicano no estaba compuesta por individualistas antiestatistas, pero estaban suficientemente cerca de nuestra posición como para hacernos sentir parte de un frente unido cuasi-libertario. Suficientes ideas nuestras estaban presentes entre los miembros más extremistas del ala de Taft del Partido Republicano (mucho más que en el propio Taft, que estaba entre los más liberales de esa ala), y en organismos como el Chicago Tribune, para hacer que nos sintiéramos muy a gusto con este tipo de alianza.

Es más, los Republicanos de derecha eran grandes opositores a la Guerra Fría. Valientemente, los Republicanos derechistas extremos, que eran particularmente fuertes en la Cámara, luchaban contra el servicio militar, la OTAN y la Doctrina Truman. Consideremos, por ejemplo, el representante de Omaha, Howard Buffett, director de campaña de mediooeste del Senador Taft en 1952. Era uno de los más extremos de los extremistas, describiendo una vez a la nación como «un joven capaz cuyas ideas se han fosilizado trágicamente».

Llegué a conocer a Buffett como un genuino y serio libertario. Al atacar la Doctrina Truman en el Congreso, declaró: «Aunque fuera deseable, América no es lo suficientemente fuerte como para ser policía del mundo mediante la fuerza militar. Si se intentara, las bondades de la libertad se verían reemplazadas por la coacción y la tiranía domésticas. Nuestros ideales cristianos no pueden exportarse a otras tierras con dólares y armas».

Cuando llegó la Guerra de Corea, casi toda la vieja izquierda, con la excepción del Partido Comunista, se sometió a la mística global de las Naciones Unidas y la «seguridad colectiva contra la agresión» y respaldó la agresión imperialista de Truman en esa guerra. Incluso Corliss Lamont respaldó la postura americana en Corea. Solo los Republicanos derechistas extremos continuaron batallando contra el imperialismo de EEUU. Fue el último gran arrebato político de la vieja derecha de mi juventud.

Howard Buffett estaba convencido de que Estados Unidos era en buena parte responsable del brote del conflicto en Corea; durante el resto de su vida trató infructuosamente que el Comité de Servicios Armados del Senado desclasificara el testimonio del jefe de la CIA, el almirante Hillenkoeten, que Buffett me dijo que establecía la responsabilidad americana del estallido coreano. El último movimiento aislacionista conocido se produjo en diciembre de 1950, después de que las fuerzas chinas echaran a los americanos de Corea del Norte. Joseph P. Kennedy y Herbert Hoover realizaron dos rotundos discursos uno detrás de otro pidiendo la evacuación americana de Corea. Como dijo Hoover: «Comprometer a las dispersas fuerzas sobre el terreno de las naciones no comunistas en una guerra territorial contra esta masa territorial comunista [en Asia] sería una guerra sin victoria, una guerra sin una terminación política con éxito (…) que sería la tumba de millones de jóvenes americanos» y el agotamiento de Estados Unidos. Joe Kennedy declaró que «si partes de Europa o Asia desean ser comunistas e incluso tienen el empujón del comunismo sobre ellas, no podemos detenerlas».

A esto, The Nation respondió con la típica acusación liberal de comunismo: «La línea que están fijando para su país podría hacer que suenen las campanas en el Kremlin como nunca desde el triunfo de Stalingrado»; y la New Republic veía de hecho a Stalin barriendo hacia adelante «hasta que la camarilla estalinista en la Tribune Tower sacara relucir triunfante la primera edición comunista del Chicago Tribune».

El principal catalizador para transformar a la base de derecha de un movimiento aislacionista y casi libertario en uno anticomunista fue probablemente el «macartismo». Antes de que el Senador Joe McCarthy iniciara su cruzada anticomunista en febrero de 1950, no se lo había asociado particularmente con el ala derecha del Partido Republicano; por el contrario, su historial era liberal y centrista, estatista en lugar de libertario.

Además, las acusaciones de comunismo y la caza de brujas anticomunista fueron iniciados originalmente por los liberales, e incluso luego de McCarthy, fueron los liberales los más eficaces en este juego. Después de todo, fue la liberal Administración Roosevelt la que aprobó la Ley Smith, usada primero contra trotskistas y aislacionistas durante la Segunda Guerra Mundial y luego contra los comunistas después de la guerra; fue la liberal Administración Truman la que instituyó los controles de lealtad; fue el eminentemente liberal Hubert Humphrey quien fue un patrocinador de la cláusula de la Ley McCarran de 1950 que amenazaba con campos de concentración para los «subversivos».

Sin embargo, McCarthy no solo cambió el enfoque de la derecha hacia la caza del comunista. Su cruzada también atrajo a la derecha a una nueva base. Antes de McCarthy, la masa del pueblo de derecha era el medio oeste aislacionista de pueblos pequeños. El macarthismo trajo al partido a una masa de católicos urbanos de la costa este, gente cuya opinión de la libertad individual era, en caso de tenerla, negativa.

Si McCarthy fue el principal catalizador para movilizar la base de la nueva derecha, el principal instrumento ideológico de la transformación fue la plaga del anticomunismo, y los principales portadores fueron Bill Buckley y National Review.

En sus primeros tiempos, al joven Bill Buckley le gustaba referirse a menudo a sí mismo como un «individualista», a veces incluso como un «anarquista». Pero todos estos ideales libertarios, que él mantenía, tenían que quedar en total suspensión, solo adecuados para charlas de salón, hasta que la gran cruzada contra la «conspiración comunista internacional» hubiera sido conducida a una conclusión exitosa. Así, ya en enero de 1952, advertí con desasosiego un artículo que escribió Buckley para Commonweal, “A Young Republican’s View”.

Empezaba el artículo de una manera espléndidamente libertaria: nuestro enemigo, afirmaba, era el Estado, que, citando a Spencer, se «engendraba de la agresión y por la agresión». Pero luego aparecía el gusano de la manzana: tenía que llevarse a cabo la cruzada anticomunista. Buckley continuaba apoyando «las leyes fiscales extensivas y productivas que se necesitan para apoyar una vigorosa política exterior anticomunista»; declaraba que la «hasta ahora invencible agresividad de la Unión Soviética» amenazaba inminentemente la seguridad americana y que por tanto «tenemos que aceptar el Gran Gobierno por un lapso, pues ninguna guerra ofensiva ni defensiva puede realizarse (…) excepto a través del instrumento de una burocracia totalitaria dentro de nuestras costas». Por lo tanto, concluía —en plena Guerra de Corea— que todos debemos apoyar «los grandes ejércitos y fuerzas aéreas, la energía atómica, la inteligencia central, los comités bélicos de producción y la centralización asistente del poder en Washington».

La derecha, nunca organizada, no tenía demasiados órganos de opinión. Por consiguiente, cuando Buckley fundó National Review a finales de 1955, sus eruditos, ingeniosos y elocuentes editoriales y artículos le hicieron rápidamente la única revista políticamente relevante de la derecha americana. Inmediatamente, la línea ideológica de la derecha empezó a cambiar radicalmente.

Un elemento que dio un especial fervor y pericia a la azuzada cruzada contra el comunismo fue la prevalencia de excomunistas, excompañeros de viaje y extrotskistas entre los escritores a quienes National Review dio preeminencia dentro de la escena de derecha. A estos exizquierdistas les consumía un odio eterno por su antiguo amor, junto con la pasión por concederle una enorme importancia a sus años aparentemente perdidos. Casi toda la generación más antigua de escritores y editores de National Review había sido importante en la vieja izquierda. Algunos nombres que me vienen a la mente son: Jim Burnham, John Chamberlain, Whittaker Chambers, Ralph DeToledano, Will Herberg, Eugene Lyons, J. B. Matthews, Frank S. Meyer, William S. Schlamm y Karl Wittfogel.

Una idea de la actitud mental de esta gente aparecía en una carta reciente que recibí de uno de los más libertarios de este grupo: admitía que mi postura en oposición al servicio militar era la única coherente con los principios libertarios, pero, decía, que no podía olvidar lo desagradable que era la célula comunista en la revista Time en la década de 1930. ¡El mundo se derrumba y aun así esta gente sigue enredada en los pequeños agravios de las luchas de facciones de hace mucho tiempo!

El anticomunismo fue la raíz central de la decadencia de la vieja derecha libertaria, pero no fue la única. En 1953 hubo un gran alboroto con la publicación de The Conservative Mind, de Russell Kirk. Antes, nadie en la derecha se consideraba como un «conservador»: se consideraba a «conservador» como un término insultante de la izquierda. Ahora, de repente, la derecha empezaba a glorificar el término «conservador», y Kirk empezaba a hacer apariciones en conferencias, a menudo en una especie de tándem amistoso de «centro vital» con Arthur Schlesinger Jr.

Este iba a ser el inicio del floreciente fenómeno de diálogo amistoso aunque crítico entre las ramas liberal y conservadora del Gran Consenso Patriótico Americano. Empezaba a emerger una nueva generación más joven de derechistas, de «conservadores» que pensaban que el problema real del mundo moderno no era algo tan ideológico como el Estado frente a la libertad individual o la intervención del gobierno frente al libre mercado; el problema real, declaraban, era la preservación de la tradición, el orden, el cristianismo y las buenas costumbres contra los modernos pecados de la razón, el libertinaje, el ateísmo y la grosería.

Uno de los primeros pensadores dominantes de esta nueva derecha fue el cuñado de Buckley, L. Brent Bozell, que escribía ardientes artículos en National Review atacando a la libertad, incluso como principio abstracto (y no solo como algo sacrificado temporalmente a favor de la emergencia anticomunista). La función del Estado era imponer y aplicar principios morales y religiosos.

Otro teórico político repelente que dejó su impronta en National Review fue el veterano Willmoore Kendall, editor de NR durante muchos años. Su principal argumento era el derecho y obligación de la mayoría de la comunidad —encarnada, digamos, en el Congreso— de suprimir a cualquier individuo que perturbe a esa comunidad con doctrinas radicales. Sócrates, opinaba Kendall, no solo debería haber sido asesinado por la comunidad griega, a la que ofendió con sus críticas subversivas, sino que era su deber moral matarlo.

Los héroes históricos de la nueva derecha estaban cambiando rápidamente. Mencken, Nock, Thoreau, Jefferson, Paine; todos estos o desaparecieron de la vista o fueron condenados rotundamente como racionalistas, ateos o anarquistas. Desde Europa, la gente «de moda» eran ahora los reaccionarios despóticos como Burke, Metternich, DeMaistre; en Estados Unidos, lo «de moda» eran Hamilton y Madison, con su acento en la imposición del orden y un gobierno central fuerte y elitista, que incluyera a la «esclavocracia» sureña.

Durante los primeros años de su existencia, me moví en círculos del National Review, acudía a sus comidas editoriales, escribía artículos y críticas de libros para la revista; de hecho, alguna vez se comentó sobre unirme a la plantilla como columnista de ciencia económica.

Sin embargo, estaba cada vez más alarmado a medida que NR y sus amigos ganaban fuerza, porque sabía, por innumerables conversaciones con intelectuales de derecha, cuál era su objetivo en política exterior. Nunca se llegaron a atrever a declararla públicamente, aunque se implicaba solapadamente y trataban de empujar a la opinión pública a que lo demandara con fuerza. Lo que querían —y siguen queriendo— era la aniquilación nuclear de la Unión Soviética. Querían arrojar esa Bomba sobre Moscú. (Por supuesto, también sobre Pekín y Hanoi, pero para un veterano anticomunista —especialmente entonces— es Rusia quien proporciona el principal foco de su veneno). Un prominente editor de National Review me dijo una vez: «Tengo una visión, una gran visión del futuro: una Unión Soviética totalmente devastada». Yo sabía que era esta visión la que animaba realmente al nuevo conservadurismo.

En respuesta a todo esto y considerando a la paz como el asunto político esencial, junto con unos pocos amigos, nos convertimos en Demócratas stevensonianos en 1960. Veía con creciente horror como la derecha, liderada por National Review continuaba ganando fuerza y se acercaba cada vez más al poder político real.

Al haber roto emocionalmente con la derecha, nuestro pequeño grupo empezó a revisar muchas de nuestras viejas premisas no examinadas. Primero, revisamos los orígenes de la Guerra Fría, leímos a nuestro D. F. Fleming y concluimos, para nuestra gran sorpresa, que era Estados Unidos el único culpable en la Guerra Fría, y que Rusia era la parte agraviada. Y esto significaba que el gran peligro para la paz y la libertad del mundo no venía de Moscú o del «comunismo internacional», sino de EEUU y su imperio extendiéndose y dominando el mundo.

Y luego estudiamos el asqueroso conservadurismo europeo que había tomado la derecha: aquí teníamos estatismo en una forma virulenta, y aun así nadie podía eventualmente pensar que estos conservadores fueran «izquierdistas». Pero esto significaba que nuestro sencillo continuo «izquierda/gobierno total—derecha/ningún gobierno» era completamente erróneo y que toda nuestra identificación como «derechistas extremos» debía contener algún defecto básico. Remitiéndonos a la historia, nos concentramos de nuevo en la realidad de que en el siglo XIX, los radicales y liberales laissez-faire estaban en la extrema izquierda y nuestros antiguos enemigos, los conservadores, en la derecha. Mi viejo amigo y colega libertario Leonard Liggio llegó después con el siguiente análisis del proceso histórico.

Al principio estaba el viejo orden, el ancien régime, el régimen de castas y estatus inmóvil, de explotación por una clase dirigente despótica, utilizando la iglesia para embaucar a las masas para que aceptaran su gobierno. Esto era estatismo puro; esto era la derecha. Luego, en la Europa occidental de los siglos XVII y XVIII, surgió un movimiento liberal y radical de oposición, nuestros héroes, que defendieron un movimiento revolucionario popular en nombre del racionalismo, la libertad individual, el gobierno mínimo, los mercados libres, la paz internacional y la separación de iglesia y Estado, en oposición al trono y el altar, la monarquía, la clase dirigente, la teocracia y la guerra. Estos —«nuestra gente»— eran la izquierda, y cuanto más pura era su versión, más «extremistas» eran.

Hasta aquí bien, ¿pero qué pasa con el socialismo, que siempre habíamos considerado la extrema izquierda? ¿En dónde se ajustaba eso? Liggio analizaba el socialismo como un confuso movimiento de mitad-del-camino, influido históricamente tanto por la izquierda libertaria como por la derecha conservadora. De la izquierda individualista, los socialistas tomaron los objetivos de la libertad: la desaparición del Estado, el reemplazo del gobierno de hombres por la administración de cosas, la oposición a la clase dirigente y una búsqueda de su derrocamiento, el deseo de establecer la paz internacional, una economía industrial avanzada y un alto nivel de vida para la masa de la gente. De la derecha, los socialistas adoptaron los medios para alcanzar estos objetivos —colectivismo, planificación estatal, control comunitario sobre el individuo. Esto ponía al socialismo en el medio del espectro ideológico. También significaba que el socialismo era una doctrina inestable y contradictoria condenada a despedazarse en la contradicción interna entre sus medios y fines.

Nuestro análisis se reforzó bastante al familiarizarnos con el nuevo y excitante grupo de historiadores que estudiaban bajo el historiador William Appleman Williams de la Universidad de Wisconsin. De ellos descubrimos que todos los que somos libremercadistas habíamos errado en creer que de alguna forma, en el fondo, los grandes empresarios estaban realmente a favor del laissez faire, y que sus desviaciones del mismo, obviamente claras y notorias en los últimos años, eran «traiciones» del principio de conveniencia o el resultado de astutas maniobras por parte de intelectuales liberales.

Esta es la opinión general en la derecha: en la singular frase de Ayn Rand, la Gran Empresa es «la minoría más perseguida de Estados Unidos». ¡Minoría perseguida, efectivamente! Por supuesto, hubo estocadas contra la Gran Empresa en el antiguo Chicago Tribune de McCormick y en los escritos de Albert Jay Nock; pero hizo falta el análisis de Williams-Kolko para retratar la verdadera anatomía y psicología del escenario americano.

Como apuntaba Kolko, todas las distintas medidas de la regulación federal y estatismo benefactor que tanto izquierda como derecha han creído siempre que eran movimientos de masas contra la Gran Empresa no solo están ahora respaldadas incondicionalmente por la Gran Empresa, sino que fueron originadas por esta para el propio fin de cambiar de un libre mercado a una economía cartelizada que los beneficiaría. La política exterior imperialista y el Estado cuartel permanente se originaron en el impulso de la Gran Empresa por inversiones extranjeras y contratos bélicos domésticos.

El papel de los intelectuales liberales es servir como «liberales corporativistas», tejedores de sofisticadas apologías para informar a las masas que las cabezas del Estado corporativista americano gobiernan en nombre del «bien común» y el «bienestar general» —como el sacerdote del despotismo oriental que convencía a las masas de que su emperador era sabio y divino.

Desde principios de los 60, a medida que la National Review se aproximaba cada vez más al poder político, se deshacía de sus viejos remanentes libertarios y se acercaba cada vez más a los liberales del Gran Consenso Americano. Abunda evidencia de esto. Está la cada vez mayor popularidad de Bill Buckley en los medios de comunicación de masas y entre los intelectuales liberales, así como la extendida admiración en la derecha intelectual por gente y grupos que alguna vez desdeñaban: por el New Leader, por Irving Kristol, por el difunto Felix Frankfurter (que siempre se opuso a la restricción judicial sobre las innovaciones del gobierno a la libertad individual), por Hannah Arendt y Sidney Hook. A pesar de ocasionales reverencias al libre mercado, los conservadores han llegado a estar de acuerdo en que los asuntos económicos no son importantes; por tanto, aceptan —o al menos no les preocupa— los mayores delineados del Estado benefactor-guerrero keynesiano del corporativismo liberal.

En el frente doméstico, prácticamente los únicos intereses de los conservadores son suprimir negroes («disparar saqueadores», «aplastar esos disturbios»), pedir más poder para la policía para que no se «proteja al criminal» (es decir, para no proteger sus derechos libertarios), obligar a rezar en las escuelas públicas, poner a los rojos y otros subversivos y «sedicionistas» en la cárcel y continuar con la cruzada por la guerra en el extranjero. Hay pocas cosas en el eje de este programa con lo que los liberales puedan ahora estar en desacuerdo; los desacuerdos son tácticos o solo en materia de grado. Incluso al Guerra Fría —incluyendo la guerra en Vietnam— se empezó y mantuvo y escaló por parte de los propios liberales.

No sorprende que el liberal Daniel Moynihan —un miembro del consejo nacional de ADA indignado por el radicalismo de los actuales movimientos antiguerra y Poder negro— debiera pedir recientemente una alianza formal entre liberales y conservadores, ¡ya que después de todo están básicamente de acuerdo en estos, los dos temas cruciales de nuestro tiempo! Incluso Barry Goldwater ha entendido el mensaje; en enero de 1968, en la National Review, Goldwater concluía un artículo afirmando que no está contra los liberales, que los liberales eran necesarios como un contrapeso al conservadurismo, y que tenía en mente a un buen liberal como Max Lerner; ¡Max Lerner, el epítome de la vieja izquierda, el odiado símbolo de mi juventud!

En respuesta a nuestro aislamiento de la derecha, y advirtiendo las prometedoras señales de actitudes libertarias en la emergente nueva izquierda, una pequeña banda de libertarios exderechistas fundamos la «pequeña revista» Left and Right, en la primavera de 1965. Teníamos dos propósitos principales: tomar contacto con libertarios ya en la nueva izquierda y persuadir a la mayoría de los libertarios o cuasi-libertarios que permanecían en la derecha a seguir nuestro ejemplo. Nos vimos satisfechos en ambos sentidos: por el notable cambio hacia posturas libertarias y antiestatistas en la nueva izquierda y por el significativo número de jóvenes que han abandonado el movimiento derechista.

Esta tendencia izquierda/derecha ha empezado a ser notoria en la nueva izquierda, alabada y condenada por los conscientes de la situación. Nuestro antiguo colega Ronald Hamowy, historiador de Stanford, estableció la postura izquierda/derecha en la colección de New Republic, Thoughts of the Young Radicals (1966). Hemos recibido los gratificantes ánimos de Carl Oglesby que, en su Containment and Change (1967), defendía una coalición de nueva izquierda y vieja derecha y de los jóvenes intelectuales agrupados alrededor de la desgraciadamente difunta Studies on the Left. También hemos sido criticados, aunque indirectamente, por Staughton Lynd, que se preocupa porque nuestros objetivos finales —libre mercado contra socialismo— difieren.

Finalmente, el historiador liberal Martin Duberman, en un número reciente de Partisan Review, critica el SNCC [Comité Coordinador Estudiantil No Violento] y el CORE [Congreso de la Equidad Racial] por ser «anarquistas», por rechazar la autoridad del Estado, por insistir en que la comunidad sea voluntaria y por destacar, junto con la SDS [Estudiantes por una Sociedad Democrática], la democracia participativa, en lugar de la representativa. Agudamente, aunque estando en el lado erróneo de la valla, Duberman liga luego a la SNCC y la nueva izquierda con nosotros los viejos derechistas: «SNCC y CORE, como los anarquistas, hablan cada vez más de la suprema importancia del individuo. Lo hacen, paradójicamente, con una retórica que recuerda la asociada con la derecha desde hace mucho tiempo. Podría ser Herbert Hoover (…) pero en realidad es Rap Brown el que ahora reitera la necesidad del negro de mantenerse en pie por sí mismo, de tomar sus propias decisiones, de desarrollar autoconfianza y un sentido de dignidad propia. SNCC puede ser desdeñado por los liberales y el ‘estatismo’ de hoy en día, pero parece difícil darse cuenta de que la retórica laissez faire que prefiere deriva casi literalmente del liberalismo clásico de John Stuart Mill». Rudo. Podría, lo concedo, ser mucho peor.

Espero haber demostrado por qué unos pocos compatriotas y yo nos hemos movido, o más bien nos han movido, de la «extrema derecha» a la «extrema izquierda» en los últimos 20 años simplemente quedándonos en el mismo lugar ideológico. La derecha, alguna vez decidida en su oposición al Gran Gobierno, se ha convertido ahora en la rama conservadora del Estado corporativista americano y de su política exterior de imperialismo expansionista. Si vamos a rescatar la libertad de esta mortal fusión izquierda/derecha en el centro, ha de hacerse a través de una contra-fusión de vieja derecha y nueva izquierda.

James Burnham, un editor de National Review y su principal pensador estratégico en promover la «Tercera Guerra Mundial» (como titula su columna), el profeta del Estado gerente (en The Managerial Revolution), cuya única pista de interés real en la libertad en toda una vida de escritos políticos fue una llamada a legalizar los petardos, atacó recientemente la peligrosa tendencia entre los jóvenes conservadores a hacer causa común con la izquierda en oponerse a la conscripción. Burnham advertía que aprendió en su época trotskista que esto sería una coalición «sin principios» y advertía que si uno empieza estando en contra de la conscripción, acabaría oponiéndose a la Guerra de Vietnam: «Y más bien pienso que algunos están en el fondo, o van a estarlo, contra la guerra. Murray Rothbard ha demostrado cómo el libertarismo de derecha puede llevar a una postura casi anti-EEUU como la del libertarismo de izquierda. Y una cepa de aislacionismo siempre ha sido endémica en la derecha americana».

Este pasaje simboliza cuán profundo ha cambiado el eje completo de la derecha en las últimas dos décadas. Los vestigios de interés en la libertad o en la oposición a la guerra y al imperialismo son ahora considerados desviaciones a erradicar sin demora. Estoy convencido de que hay millones de americanos que siguen sintiendo devoción por la libertad individual y se oponen al Estado leviatán en casa y el exterior, americanos que se califican de «conservadores» pero sienten que algo ha ido muy mal en la antigua causa anti-New Deal y anti-Fair Deal.

Algo ha ido muy mal: la derecha ha sido capturada y transformada por elitistas y devotos de los ideales conservadores europeos del orden y el militarismo, por cazadores de brujas y cruzados globales, por estatistas que desean coaccionar la «moralidad» y suprimir la «sedición».

América nació en una revolución contra el imperialismo occidental, nació como un refugio de libertad contra las tiranías y el despotismo, las guerras y las intrigas del viejo mundo. Aun así nos hemos permitido sacrificar los ideales americanos de paz y libertad y anticolonialismo en el altar de una cruzada para matar comunistas en todo el mundo; hemos entregado nuestro patrimonio libertario en las manos de quienes anhelan restaurar la Edad de Oro de la Santa Inquisición. Es el momento de que despertemos y nos levantemos para restaurar nuestra herencia.

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