George Washington: Una imagen y su influencia

George Washington: Una imagen y su influencia

George Washington: Una imagen y su influencia
David Gordon

[Este es el Capítulo 2 de Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, editado por John V. Denson]

George Washington asumió el cargo de presidente en 1789 con un activo de inestimable valor. La gente le veía como el héroe de la Revolución Americana que, como el general romano Cincinato, volvía a su hogar para arar la tierra. Cuando se permitió, con gran reticencia, ser nominado como jefe del ejecutivo, su prestigio no tenía rival. De hecho, su reputación era mundial. Cuando murió,

Napoleón Bonaparte decretó que los estandartes y banderas del ejército francés se adornaran con un crespón de luto. En las banderas de la flota del Canal de la Mancha se colocaron a media asta para honrar al héroe caído. Talleyrand, el ministro francés de asuntos exteriores, [pidió] que se erigiera una estatua de Washington en París.1

Igualmente, los poetas cantaron sus alabanzas.

Washington alcanzó la consideración de mito cuando estaba vivo, recibiendo encomios poéticos de poetas ingleses tan distintos como William Blake y Byron, que comparaban favorablemente a Washington con el despótico Napoleón. (…) A sus contemporáneos las impresionaba el hecho de que el general que lideró una revolución con éxito no estableciera una dictadura personal.2

¿Fueron los efectos de la influencia que acompañaron a este prestigio buenos o malos para la libertad? Este capítulo trata de mostrar que en dos casos estos efectos fueron malos; sin embargo, en un caso, la fama de Washington llevó a consecuencias afortunadas para la libertad individual. Washington, aunque no fue el principal autor de la Constitución, apoyó llamar a una convención para revisar los Artículos de la Confederación. En la propia convención, respaldó vigorosamente los planes de Madison de un control centralizado.

Al asumir el poder, Washington se enfrentó pronto a una división de opiniones en su gabinete. El secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, no estaba satisfecho con la centralización ya alcanzada por la Constitución. Pedía un banco nacional y un programa de desarrollo industrial dirigido por el gobierno. Thomas Jefferson planteó una objeción decisiva a la propuesta de Hamilton: ¿No excedía totalmente los límites del poder concedidos al gobierno central por la nueva Constitución? El asunto constitucional no perturbó a Hamilton, que realizó un análisis que confería al gobierno central un amplio poder para hacer lo que Hamilton pensara que fuera mejor. En este conflicto, Washington de nuevo se puso del lado de los centralizadores.

Sin embargo, en su discurso de despedida, Washington se redimía al menos parcialmente, desde un punto de vista liberal clásico. Advertía contra la implicación EEUU en las políticas de las potencias europeas, de las cuales no debía preocuparse. Su advertencia contra alianzas permanentes sirvió de guía para buena parte de la política exterior estadounidense en el siglo XIX y, en el XX, los opositores a las políticas belicosas de Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt apelaban a ella. El prestigio de Washington por una vez tuvo resultados positivos.

Hemos hablado de ese la influencia de Washington fue “buena” o “mala” para la libertad. ¿Bajo qué estándares se hacen estos juicios? El autor escribe desde una perspectiva liberal clásica, en la que el crecimiento del gobierno se ve como un desastre sin paliativos y se opone resueltamente a una política exterior expansionista. Así que los “derechos de los estados” reciben apoyo frente a los aumentos en la autoridad federal y se opone a las guerras, excepto en casos de ejercicio de autodeterminación o de repeler una invasión directa.3

Se podría objetar al criterio propuesto de esta manera: El objetivo del liberalismo clásico es promover la libertad individual. ¿Por qué rebajarlo entonces a las políticas concretas indicadas?

¿No podría ser que en ciertos casos el gobierno federal sirva mejor a la protección de las personas que los estados?4 Además, incluso si el control local es mejor en circunstancias ideales, ¿no es posible que una política descentralizada no pueda enfrentarse a un oponente fuerte? En la misma línea, ¿por qué debe una política exterior realista limitarse a la defensa del territorio nacional? En algunos casos, ¿no puede ser la mejor defensa atacar primero a un probable enemigo?5

Estas preocupaciones no pueden tratarse aquí con detalle. Baste con decir que puede construirse una buena defensa utilitaria del gobierno para rechazar intervenciones federales que supuestamente buscan promover la libertad. En el mismo sentido, las guerras de agresión nos imponen devastación restricción de libertad para combatir supuestos peligros.6

Estos comentarios tienen al menos la apariencia de dogmatismo y se indican más bien para indicar un punto de vista que para plantear una defensa. Un ejemplo de cómo podría ser esa defensa está tomado de Murray Rothbard. Los Artículos de la Confederación establecían un sistema mucho menos centralizado que la Constitución. Aun así, como se requería la ratificación por todos los estados para que los Artículos entraran en vigor, la mayoría de la Revolución Americana se desarrolló sin ninguna estructura escrita de autoridad sobre los estados en absoluto. Como señala Rothbard:

Los Artículos no se recibieron exactamente con hurras; más bien fueron aceptados tranquila y responsablemente, como una parte necesaria del esfuerzo de guerra contra Gran Bretaña. Una de las críticas más agudas, como cabía esperar, vino de Thomas Burke, que advirtió que, bajo el disfraz de la urgencia bélica, los ansiosos buscadores de poder estaban tratando de imponer un gobierno central sobre los estados. (…) Los Artículos de la Confederación no fueron ratificados y puestos en práctica hasta 1781, cuando la Guerra de Independencia estaba a punto de acabar.7

Hasta aquí acerca de la supuesta necesidad de un gobierno central fuerte para combatir otras naciones.

Por mucho que los defensores del localismo pudieran incluso considerar que los Artículos iban demasiado lejos en la dirección incorrecta, Washington sostenía una opinión decididamente diferente. En 1783, escribía a Alexander Hamilton: “Es claramente mi opinión que, salvo que el Congreso tenga poderes con competencia sobre todos los fines generales, los problemas que hemos encontrado, los gastos los que hemos incurrido y la sangre que hemos derramado no han servido para nada”.8

Entre los “problemas” de los que hablaba Washington, se podría especular que se encontraban consideraciones personales. A lo largo de su vida adulta, Washington deseaba tierras con avidez. “Su familia había especulado primero con tierras en el Valle de Ohio décadas antes [antes de la década de 1780] y Washington poseía casi sesenta mil acres”.9

Un proyecto que atrajo su interés ofrecía una posibilidad de aumentar enormemente el valor de sus terrenos. “Si pudiera abrirse un canal pasando las montañas para unirlo con el sistema del río Allegheny, toda la producción futura del Valle de Ohio podría atravesar las tierras de Virginia (y no por casualidad, pasando por Mount Vernon)”.10

Un obstáculo crucial se enfrentaba a las esperanzas de Washington de un canal de Potomac. Según los Artículos de la Confederación, un estado tenía derecho a cobrar tarifas por el uso de vías de agua que pasaran a través de sus fronteras. Si los estados que rodeaban al Potomac las hubieran cobrado, el canal propuesto podría no generarle ningún beneficio. Se puede ver inmediatamente por qué el gran general tenía “problemas”. Como señala un observador, “le llevaron al plan importantes intereses privados y públicos y los pasos políticos que dio para conseguirlo le llevaron directamente a la Convención Constitucional, ya que no a un canal”.11 Un gobierno central fuerte eliminaría la amenaza de impuestos interestatales.

No queremos sugerir que los intereses económicos de Washington determinaran su apoyo a un gobierno central más fuerte. Hacerlo sería caer en la falacia que arruinaba An Economic Interpretation of the Constitution, de Charles Beard. Sin embargo, no puede olvidarse el interés personal en una explicación de la política de Washington.

Independientemente de los motivos de Washington, el hecho de que alguien con su probidad y reputación defendiera la Convención Constitucional disipaba los miedos de quienes temían la centralización. ¿Cómo podría sospecharse que la convención propuesta trataba de destruir la libertad si Washington, el Cincinato que había rechazado la dictadura, apoyaba su convocatoria? ¿No se resolvió inmediatamente la defensa de las buenas intenciones de la convención propuesta una vez se supo que el propio Washington había aceptado acudir a ella como delegado? Richard Brookhiser señala muy bien lo esencial:

Mucha de la clase política estaba contenta con las disposiciones del momento. (…) Los defensores del cambio tendrían que haber alegado que un nuevo gobierno no amenazaría la libertad. (…) La presencia de Washington ayudaría enormemente a justificar ese alegato. Ya había tenido más poder que cualquier hombre en EEUU y, después de ocho años y medio, había renunciado a él. Era el ejemplo más conspicuo de moderación y desinterés que podía ofrecer la nación.12

En la convención, el objetivo principal de Washington no era aprobar un plan particular de gobierno. Más bien la necesidad era actuar inmediatamente, de forma que la centralización pudiera conseguirse tan rápido como fuera posible.

Durante los debates constitucionales, Washington insistía en que los Artículos de la Confederación se revisaran rápidamente. “En caso contrario”, escribía, “igual que una casa en llamas, independientemente del modo más habitual de extinguirlo, el edificio se reduciría a cenizas”. Lo que hacía falta, pensaba Washington, era algún tipo de gobierno nacional sólido.13

Washington estaba bastante dispuesto a llevar sus argumentos hasta lo extremo. Consideraba tan esencial la centralización, que consideró una monarquía en para EEUU, si fracasaba la Convención Constitucional. Él mismo no era monárquico, estaba lejos de serlo. Pero una carta del 31 de marzo de 1787 a James Madison muestra que circunstancias concebibles podrían haberle convertido en uno.

En su estudio definitivo sobre el pensamiento político de James Madison, Lance Banning resume los pensamientos de Washington en esta carta vital:

Nadie podría negar lo indispensable de la reforma completa del sistema existente, que esperaba que intentara la Convención Constitucional. Pero solo si se intentaba una reforma completa y el sistema resultante resultara seguir siendo ineficiente empezaría una creencia en la necesidad de un mayor cambio a extender “entre todas las clases del pueblo. Entonces, y solo entonces, es mi opinión [de Washington], que pueda intentarse [la monarquía] sin implicar todos los males de la discordia civil”.14

Me pregunto cómo habrían reaccionado si hubieran conocido esta carta aquellos cuyo miedo a la convención se había calmado por el apoyo de Washington. Pero, por supuesto, la convención, por sus propias inclinaciones, no fracasó y el hecho de que Washington considerara la monarquía permaneció oculto.

Cualquier forma centralizada de gobierno, sostenía Washington, era deseable siempre que pudiera establecerse rápidamente. Pero de esto no se deduce que a Washington le fuera indiferente el tipo de gobierno centralizado establecido. Cayó pronto en el nacionalismo radical del Plan Virginia de Madison.

Para Madison, la presencia de Washington en la convención era esencial: Era “una invitación a los personajes más selectos de todas partes de la Confederación”.15 Madison informaba de que Washington llegó a la convención de Filadelfia “en medio de las aclamaciones del pueblo, como una señal sencilla del afecto y la veneración que continúa sintiéndose por su persona”.16

Con Washington presente, Madison esperaba lograr sus objetivos. Un teórico político, discípulo de Leo Strauss, resume estos objetivos de esta manera: La presencia de Washington y la presencia de “personajes menores de impecables credenciales republicanas permitieron a la convención rebatir la acusación de ser una conspiración aristocrática al tiempo que le confería la posibilidad de actuar como una”.17

Palabras duras, pero los detalles del plan de Madison permiten la interpretación que ha planteado el straussiano Gary Rosen. Madison y otros nacionalistas extremistas buscaban eliminar completamente el poder de los estados de frustrar la voluntad de la nación.

Bajo el Plan Virginia, que Madison presentó a Washington antes de empezar a la Convención, el Congreso podría vetar cualquier ley aprobada por un parlamento estatal que considerara inconstitucional.

Reclamaba, como decía el resumen de Washington del borrador de Madison, la “debida supremacía de la autoridad nacional”, incluyendo “a las autoridades locales [solo] cuando puedan ser subordinadamente útiles”. (…) Madison había reclamado originalmente un poder nacional todavía más abrumador sobre las leyes estatales, una “negativa en todos los casos, por cualquier razón”.18

Para ser justos con Washington, no votó a favor de la propuesta radical de Madison de un veto ilimitado del Congreso. Pero tampoco se opuso al plan. Madison señaló que:

El Gen. W fue “no consultado”. ¿Cómo podría no haber sido consultado? Nunca se perdía una sesión. Lo más probable es que el Gen. W hubiera sido consultado privadamente y el resultado de la consulta hubiera sido que, como Madison ya tenía a los votantes, Washington decidiera no adoptar una postura pública sobre un tema controvertido.19

Parece bastante claro que la oposición por parte de Washington habría acabado en algún momento para un plan de tal alcance, pero no enseguida. Indudablemente no podía haber estado muy en contra de ella. De haberlo estado, solo hubiera tenido que hablar. ¿Pero por qué especular sobre la opinión privada de Washington sobre la propuesta de Madison? Su importancia para nuestros fines es esta: Muchos de aquellos que temían que la Convención diera un golpe fatal a los derechos de los estados se sintieron reafirmados por la presencia de Washington. Pero no sabían que este era al menos un compañero de viaje del centralismo radical. Su imagen como un Cincinato con aversión al poder llevó a muchos al error. No se deduce de la reticencia personal de Washington a ostentar cargos que no fuera un opositor a los derechos de los estados, como se entendía que este concepto en la década de 1780.

Por suerte para quienes se oponían al centralismo, ninguna versión del veto del Congreso sobrevivió en el borrador final de Constitución. Pero la Constitución, incluso sin él, era el mucho más centralizadora que los Artículos y la imagen de Washington de nuevo demostró ser útil cuando la Constitución tuvo que ser ratificada. Igual que antes, podía darse garantías a los escépticos: ¿Apoyaría Washington un régimen contrario a la libertad? Así, en Virginia, la oposición a la constitución fue desarmada en parte por el prestigio de Washington. “Pocos líderes revolucionarios de Virginia, si es que hubo alguno, cuestionaban las credenciales republicanas de Madison. Todos, sin duda, se sentían tranquilos por su conocimiento de que George Washington encabezaría el gobierno federal si se ponía en práctica”.20

Esto no significa en modo alguno sugerir una visión monocausal, en la que la imagen de Washington bastara para acabar con toda la oposición al nuevo documento. Muy al contrario, en el mismo pasaje que acabamos de citar, Lance Banning mantiene que fue necesaria la habilidad argumentativa de Madison para imponerse a los recalcitrantes. La confianza en Washington no era bastante porque 1788 “muy al contrario que hoy, pocos creían que el ejecutivo establecería las indicaciones del gobierno federal”.21 Aun así, no puede negarse la importancia del “factor imagen de Washington”.

La Constitución no establece la naturaleza del sistema estadounidense en todos sus aspectos. ¿Qué tipo de gobierno resultaría de ella? ¿Se interpretarían vagamente sus disposiciones para permitir que el gobierno central se apropiara de tanto poder de los estados como fuera posible? Dos aproximaciones en conflicto con respecto al gobierno dividían el gabinete de Washington, una defendida por Alexander Hamilton y la otra por Thomas Jefferson.

Estas visiones divergentes han sido resumidas hábilmente por Forrest McDonald.

En el ensayo número 70 del Federalist, Hamilton había dicho que “la energía en el ejecutivo es un ingrediente principal en la definición del buen gobierno”. (…) En los ensayos 71 y 73, dejaba más clara su postura: “Una cosa es”, decía, que el ejecutivo “esté sometido a las leyes y otra que sea dependiente del poder legislativo”. En otras palabras, la autoridad ejecutiva debe operar independientemente y con un amplio rango de discreción en este campo, proporcionando la constitución y las leyes solo guías y normas generales.22

Jefferson y sus seguidores veían las cosas de una manera completamente distinta.

En opinión de Jefferson y de la mayoría los republicanos esa autoría discrecional era de por sí peligrosa y olía a monarquía. (…) Una sociedad crecería mejor (…) reduciendo las instituciones sociales y gubernamentales al mínimo, de forma que pudiera aparecer la aristocracia natural en lo más alto.23

Las diferencias entre Hamilton y Jefferson no se limitaban a la discusión abstracta, sino que poco a poco se hicieron manifiestas en los asuntos prácticos. Aunque Hamilton se consideraba un estudiante de economía, sus opiniones encarnaban las doctrinas desacreditadas del mercantilismo.

Según la filosofía de Hamilton, una de las tareas del gobierno federal es la activa promoción de una economía capitalista industrial dinámica (…) mediante el establecimiento de unas finanzas públicas sólidas, inversiones públicas en infraestructura y promoción de nuevos sectores industriales que no es probable que sean rentables en sus primeras etapas.

Como escribía Hamilton en el Informe sobre las manufacturas:

El capital es caprichoso y tímido a la hora de asumir nuevas tareas y el estado tendría que excitar la confianza de los capitalistas, que son siempre cautelosos y sagaces, ayudándoles a superar los obstáculos que se interponen en el camino de todos los experimentos.24

De dónde adquiriría el estado el requisito de comprensión para dirigir la economía era algo que Hamilton no decía sus lectores y Jefferson y sus seguidores se resistían a poner su fe en ese asunto. En particular, los seguidores de Jefferson rechazaban el plan de Hamilton, como parte de la reforma de las finanzas públicas, para establecer un banco nacional.

En esta oposición tenían un argumento aparentemente irrefutable. El plan de Hamilton de un banco violaba claramente la Constitución. En ninguna parte de ese documento se daba al Congreso el poder para crear un banco nacional. Un detalle tan nimio no impediría que Hamilton buscara con avidez la aprobación de su plan.

En respuesta a una solicitud de Washington, Hamilton le enviaba una “Defensa de la constitucionalidad del banco” el 23 de febrero de 1791.

La parte más conocida de la defensa desarrollaba la doctrina “construccionista genérica” de la Constitución. La constitución, decía Hamilton, definía solo en términos generales los propósitos generales para los que fue creado el gobierno federal. (…) Si el Congreso determinara buscar un fin autorizado por la Constitución, tenía poder por la cláusula final del Artículo I, Sección 8 [la cláusula “necesaria y justa”] (…) para usar cualquier medio que no esté prohibido por la Constitución.25

La argumentación de Hamilton excedía con mucho en importancia al asunto del banco, aunque de por sí no era algo menor. Si se hubieran aceptado las opiniones de Hamilton, hubiera quedado poco gobierno limitado. Por ejemplo, dados los muy vagos objetivos de la promoción del “bienestar General”, el gobierno tendría el poder, alegaba Hamilton, de hacer lo que pensara que fuera necesario para lograrlo.

Ante un desafío tan descarado al gobierno constitucional, ¿qué hizo Washington? Aceptó la opinión de Hamilton, rechazando la declaración de Madison de vetar la propuesta bancaria. “La defensa [de Hamilton] convenció a Washington y el 25 de febrero [de 1791] sancionó la ley bancaria”.26

Una vez más, Washington prestó su prestigio y autoridad a la causa de un estado central fuerte. Desde una perspectiva liberal-clásica, su forma de actuar fue un tropiezo desastroso.

Pero la historia no es totalmente negra. Hasta aquí Washington se ha presentado como un oponente a la tradición libertaria. Usó su fama que conseguir una credencial inmerecida para una convención que trataba de fortalecer el gobierno central. En esa convención, dio a los centralizadores más extremistas al menos un apoyo tácito. Y, como acabamos de ver, aceptó una argumentación que liberaba al gobierno de toda restricción constitucional. Sin embargo, desde la perspectiva liberal-clásica, Washington casi se redime.

En su discurso de despedida, Washington presentaba principios de política exterior que, si se seguían, prácticamente inmunizarían a Estados Unidos frente a su implicación en guerras exteriores. (El discurso no fue tal. Fue una circular publicada en The American Daily Advertiser, el 19 de septiembre de 1796).27

En el discurso, Washington diferenciaba radicalmente los asuntos europeos de los de Estados Unidos.

Europa tiene una serie de intereses principales, con los que tenemos una relación muy remota o nula. Por tanto, debe entrar en polémicas frecuentes, cuyas causas son esencialmente extrañas a nuestras preocupaciones. Así que no sería sensato que nos implicáramos, con artificios, en (…) las combinaciones y colisiones habituales de sus amistades o enemistades.28

Pero intervencionistas como Walter Lippmann no tardaron en objetar: ¿El argumento del discurso no da erróneamente por sentado que la política europea no afecta a América? ¿Qué pasaría si una única potencia dominara el continente? ¿No nos amenazaría? Si es así, ¿no debería preocuparnos activamente impedir esa dominación?

Washington rechazaba esta opinión por adelantado.

Nuestra situación distante invita y nos permite seguir un camino diferente. Si permanecemos como un solo pueblo, bajo un gobierno eficiente, no estará lejos el periodo en el que podamos resistir al daño material frente a molestias externas. (…) ¿Por qué renunciar a las ventajas de una situación tan peculiar? ¿Por qué abandonar lo nuestro para buscar territorio extranjero?29

Aquí Washington adopta la muy denostada postura de la fortaleza estadounidense tan atacada por los críticos del aislacionismo. Dados los peligros manifiestos de la guerra, ¿un sistema liberal clásico no aprovecharía una posición geográfica favorable para librarse de ataduras extranjeras? En todo caso, ese era el argumento de Washington y por una vez su inmenso prestigio ayudó a la causa de la libertad.30

Los opositores a la entrada estadounidense en las guerras mundiales apelaron frecuentemente al discurso. Si no acabaron teniendo éxito, al menos la fama del discurso y su autor ayudaron a ralentizar la carrera hacia la guerra y el estatismo.

  • 1Matthew Spalding y Patrick J. Garrity, A Sacred Union of Citizens (Lanham, Md.: Rowman and Littlefield, 1996), p. 189.
  • 2Michael Lind, ed., Hamilton’s Republic (Nueva York: The Free Press, 1997), p. 99.
  • 3Un análisis liberal clásico de las guerras justas puede encontrarse en Murray Rothbard “America’s Two Just Wars: 1775 and 1861” en The Costs of War, John V. Denson, ed., 2ª ed. (New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers, 1999), pp. 119-133.
  • 4Para una defensa de esta postura, ver Clint Bolick, The Affirmative Action Fraud (Washington, D.C.: The Cato Institute, 1996). Ver también mis críticas en The Mises Review 2, nº 2 (Verano de 1996): 13-17.
  • 5Walter Lippmann se oponía a la política “aislacionista” durante la década de 1930, acusándola de ignorar irrealistamente el creciente poder de Alemania. Para una crítica de sus opiniones, ver mi “A Common Design: Propaganda and World War” en The Costs of War, John V. Denson, ed., 2ª ed. (New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers, 1999), pp. 312-319.
  • 6Para una defensa histórica que demuestra que la guerra ha llevado a un crecimiento del gobierno, ver Robert Higgs, Crisis and Leviathan (Nueva York: Oxford University Press, 1987).
  • 7Murray N. Rothbard, Conceived in Liberty, vol. 4, The Revolutionary War, 1775–1784 (Auburn, Ala.: The Mises Institute, 1999), pp. 255-256. Donald W. Livingston argumenta que David Hume veía una confederación de repúblicas pequeñas como la solución para el problema de la defensa. Además, Livingston argumenta que Hume influyó en los Fundadores estadounidenses. Ver su Philosophical Melancholy and Delirium (Chicago: University of Chicago Press, 1998), pp. 317-332.
  • 8W.E. Woodward, George Washington: The Image and the Man (Nueva York: Horace Liveright, 1962), p. 411.
  • 9Richard Brookhiser, Founding Father: Rediscovering George Washington (Nueva York: The Free Press, 1996), p. 49.
  • 10Ibíd., p. 48.
  • 11Ibíd., p. 49.
  • 12Ibíd., p. 56.
  • 13Russell Hardin, Liberalism, Constitutionalism, and Democracy (New York: Oxford University Press, 1999), p. 273, citando una carta de Washington a Henry Knox, 3 de feberero de 1787.
  • 14Lance Banning, The Sacred Fire of Liberty: James Madison and the Founding of the Federal Republic (Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 1995), p. 123, citando una carta de Washington a Madison, 31 de marzo de 1787.
  • 15Gary Rosen, American Compact: James Madison and the Problem of Founding (Lawrence: University Press of Kansas, 1999), p. 85, citando una carta de Madison a Washington, 7 de diciembre de 1786.
  • 16Ibíd., p. 56, citando una carta de Madison a Thomas Jefferson, 15 de mayo de 1787.
  • 17Ibíd.
  • 18Brookhiser, Founding Father, p. 63.
  • 19Ibíd., p 64.
  • 20Banning, The Sacred Fire of Liberty, p. 253.
  • 21Ibíd.
  • 22Forrest McDonald, The Presidency of George Washington (Lawrence: University Press of Kansas, 1974), pp. 94-95.
  • 23Ibíd., pp. 95-96.
  • 24Lind, ed., Hamilton’s Republic, p. 5, citando el Informe de Hamilton.
  • 25McDonald, The Presidency of George Washington, p. 77.
  • 26Ibíd., p. 26.
  • 27Spalding y Garrity, A Sacred Union of Citizens, p. 57. Para la polémica acerca del papel de Hamilton en la redacción del discurso, ver pp. 55 y ss.
  • 28Ibíd., p. 186, citando el texto del discurso.
  • 29Ibíd.
  • 30Para una defensa contemporánea de la sensatez de las prescripciones de política exterior del discurso, ver Eric Nordlinger, Isolationism Reconfigured (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1995).

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David Gordon, “George Washington: An Image and Its Influence,” in Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, ed. John V. Denson (Auburn, Ala.: Mises Institute, 2001), chap. 2, pp. 33–44.

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