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Lo que se ve y lo que no se ve

En el ámbito económico, un acto, un hábito, una institución, una ley, no producen sólo un efecto, sino una serie de efectos. De éstos, únicamente el primero es inmediato, y dado que se manifiesta a la vez que su causa, lo vemos. Los demás, como se desencadenan sucesivamente, no los vemos; bastante habrá con preverlos. La diferencia entre un mal economista y uno bueno se reduce a que, mientras el primero se fija en el efecto visible, el segundo tiene en cuenta el efecto que se ve, pero también aquellos que es preciso prever. Sin embargo, esta diferencia es enorme, pues casi siempre ocurre que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores resultan funestas, y viceversa. De donde se sigue que el mal economista procura un exiguo bien momentáneo al que seguirá un gran mal duradero, mientras que el verdadero economista procura un gran bien perdurable a cambio de un mal tan sólo pasajero.

Eso mismo acontece en las ciencias de la salud, las artes y en la moral. Muchas veces, cuanto más grato es el primer resultado de una costumbre, tanto más amargas serán las imprevistas consecuencias ulteriores, como sucede con la incontinencia, la pereza y la prodigalidad, entendidas como rutina. Así pues, cuando alguien experimenta el efecto que se ve, sin haber aprendido a discernir los que no se ven, se abandona a hábitos funestos, no ya sólo por inclinación, sino por cálculo.

Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad, que, cercada en su nacimiento por la ignorancia, se ve obligada a determinar sus actos por las primeras consecuencias de los mismos, pues son las únicas que, en principio, puede captar. Sólo con el tiempo aprende a tomar en consideración las demás. Para ello, cuenta con dos maestros claramente diferenciados, a saber, la experiencia y la previsión. La experiencia enseña con eficacia, pero también con brutalidad: haciendo que los experimentemos, nos instruye acerca de todos los efectos de un acto, y así, a fuerza de quemarnos, necesariamente aprenderemos que el fuego quema. A mí me gustaría poder sustituir ese rudo método por otro más suave: el de la previsión. Con este fin pretendo indagar sobre las consecuencias de algunos fenómenos económicos, poniendo las que no se ven cara a cara con las que se ven.

I. La ventana rota

¿Alguna vez ha visto la ira del buen tendero, Jaime B., cuando su descuidado hijo rompió un cristal? Si usted ha estado presente en tal espectáculo, seguramente atestiguará el hecho de que cada uno de los espectadores, incluso treinta de ellos, de común acuerdo aparentemente, ofrecieron al desafortunado dueño este invariable consuelo: «No hay mal que por bien no venga. Así se fomenta la industria. Todo el mundo tiene derecho a la vida. ¿Qué sería de los vidrieros si nadie rompiese cristales?»

Pues bien, en esta formulación subyace toda una teoría en la que conviene percibir un flagrante delito (si bien, en este caso, leve), pero que es exactamente la misma que, por desgracia, gobierna la mayoría de nuestras instituciones económicas. Suponiendo que haya que gastar seis francos en la reparación del desperfecto, si se mantiene que, gracias a ello, ese dinero ingresa en la industria vidriera, la cual se ve favorecida en tal cantidad, estaré de acuerdo y sin nada que objetar, pues el razonamiento es válido. Vendrá el vidriero, hará su trabajo y cobrará los seis francos, frotándose las manos y bendiciendo en su fuero interno la torpeza del chico. Esto es lo que se ve.

Mas, si por vía de deducción se quiere significar, como sucede con demasiada frecuencia, que es útil romper las ventanas porque de este modo circula el dinero fomentando la industria en general, habré de objetar que, siendo cierto que semejante teoría se ocupa de lo que se ve, pasa por alto lo que no se ve.

No se ve que, puesto que nuestro hombre se ha gastado seis francos en una cosa, ya no los podrá gastar en ninguna otra. No se ve que, de no haber tenido que reponer la ventana, habría repuesto, por ejemplo, su calzado, o tal vez habría adquirido un libro para su biblioteca. Es decir, que hubiera dispuesto de seis francos para emplearlos en cualquier cosa.

Hagamos las cuentas de la industria en general. Con la rotura de la ventana, la industria vidriera recibe un estímulo a razón de seis francos: esto es lo que se ve.

De no haberse roto la ventana, la industria del calzado (o la de cualquier otro ramo) se habría beneficiado de ese dinero: esto es lo que no se ve.

Y si se tomase en consideración lo que no se ve, por ser un hecho negativo, lo mismo que lo que se ve, por ser un hecho positivo, se comprendería que la industria en general, o el conjunto del trabajo nacional, no tiene el menor interés en que se rompan o dejen de romperse las ventanas.

Ahora consideremos al mismo Jaime B. En la primera hipótesis, que es la de la ventana rota, el hombre gasta seis francos y obtiene de nuevo lo que ya poseía. En la segunda, si el incidente no se hubiera producido, habría invertido los seis francos en calzado y tendría en su poder, además de la ventana, un par de zapatos. Y como Jaime B. forma parte de la sociedad, hay que concluir que, tomada en su conjunto, y calculando el trabajo y su producto, la sociedad ha perdido el valor de la ventana rota.

Consecuencia que, si generalizamos, nos lleva a la inesperada conclusión de que la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente; o al enunciado, para pasmo de los proteccionistas, de que romper y derrochar no estimulan el trabajo nacional; o a la sencilla afirmación de que la destrucción no conlleva beneficio.

Me gustaría conocer lo que al respecto puedan decir el Moniteur Industriel los partidarios del buen señor de Saint-Chamans, quien con tanta exactitud calculó lo que ganaría la industria, si ardiese todo París, por las casas que habría que reedificar.

Estoy consternado por desbaratar sus ingeniosos cálculos, cuyo espíritu ha introducido en nuestra legislación. Pero le suplicaría que las echara de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve junto a lo que se ve.

Es necesario que el lector considere que en el breve drama que acabo de someter a su atención no hay solamente dos personajes, sino tres. El primero, Jaime B., representa al consumidor, limitado a un solo goce en lugar de los dos de que disponía antes de la destrucción. El otro, personificado en el vidriero, representa al productor, a quien el accidente fomenta su industria. El último es el zapatero (u otro industrial cualquiera), cuyo trabajo pierde en estímulo otro tanto de lo que el anterior ha ganado y precisamente por la misma causa. Este tercer personaje, a quien se mantiene siempre en la oscuridad y que representa lo que no se ve, es un término necesario del problema. Es el que nos hace comprender el gran absurdo que hay en ver un beneficio en la destrucción. El que nos ha de demostrar en breve que no es menos absurdo esperar un beneficio de la restricción, que, al fin y al cabo, no es más que una destrucción parcial. De manera que, si se examina el fondo de todos los argumentos que en su favor se emplean, no encontraremos más que una paráfrasis del dicho vulgar: ¿qué sería de los vidrieros si nunca se rompiesen las ventanas?

II. El licenciamiento de las tropas

Sucede con un pueblo lo que con un hombre: que cuando quiere proporcionarse una satisfacción, él mismo debe calcular si vale lo que ha de costarle. Para una nación, la seguridad es el mayor de los bienes. Si para adquirirla tiene que movilizar a cien mil hombres y gastar cien millones, no tengo nada que objetar: es un bien pagado con un sacrificio. Que no se malinterprete, pues, el alcance de mi reflexión. Propone un diputado que se licencie a cien mil hombres para ahorrar cien millones a los contribuyentes.

Si se le contestara simplemente que esos cien mil hombres y los cien millones son indispensables para la seguridad nacional; que significan un sacrificio, pero que sin ese sacrificio la nación acabaría despedazada por uno u otro bando o invadida por los extranjeros, nada tendría yo que oponer a ese argumento, que será fundado o no, pero que en teoría no encierra ninguna herejía económica. La herejía comienza cuando se trata de presentar el sacrificio como una ventaja, dado que alguien saldría beneficiado.

Pues bien, o mucho me engaño, o apenas dejara la tribuna el autor de la propuesta, otro orador la ocuparía inmediatamente para formular cuestiones como las siguientes: ¿Cuál será el porvenir de esos cien mil hombres? ¿De qué vivirán? ¿Se olvida que el trabajo escasea, que las salidas profesionales están bloqueadas? ¿Se pretende echarlos a la calle, aumentar la competencia por el empleo y lastrar el nivel de los salarios? En momentos en los que resulta tan duro ganarse la vida, ¿no es una suerte que el Estado proporcione un empleo a cien mil personas? Considérese, además, que el ejército consume vino, ropa, armas, y que ello redunda en la actividad de las fábricas y de las plazas de guarnición, y que asimismo resulta providencial para innumerables proveedores. ¿No es una idea siniestra aniquilar este inmenso movimiento industrial?

Este discurso resuelve favorablemente la conservación de los cien mil soldados, no ya en atención a las necesidades del servicio, sino por consideraciones económicas: éstas son, por tanto, las que paso a refutar.

Cien mil hombres, que cuestan cien millones a los contribuyentes, viven y hacen vivir a sus proveedores en proporción a todo lo que pueden dar de sí los cien millones: esto es lo que se ve.

Pero cien millones que salen del bolsillo de los contribuyentes dejan de aportar a éstos y a sus proveedores la parte proporcional de lo que podrían dar de sí los susodichos cien millones: esto es lo que no se ve. Echemos cuentas y que alguien sepa decirme dónde está el beneficio para la masa social.

Yo, por mi parte, señalaré dónde está la pérdida y, para simplificar, en vez de hablar de cien mil hombres y de cien millones, haré cálculos sobre un hombre y mil francos.

Estamos en el pueblo de A. Los reclutadores hacen su ronda y se llevan a un hombre. Los recaudadores hacen la suya y se llevan mil francos. Con este dinero, el hombre es trasladado a Metz, donde vivirá por espacio de un año, sin hacer nada. Si se mira exclusivamente hacia Metz, la medida resulta claramente ventajosa; pero si fijamos la atención en el pueblo de A., el juicio será muy diferente. Se verá que este pueblo ha perdido a un trabajador, los mil francos que servían de remuneración a su trabajo y además la actividad que producía el gasto de ese dinero.

A primera vista parece que exista compensación, porque el fenómeno que se materializaba en A. ha pasado a materializarse en Metz, pero vamos a comprobar que hay pérdida. En el pueblo había un hombre que labraba y sembraba la tierra: era un trabajador. Ahora, en Metz, ese hombre gira a derecha e izquierda: es un soldado. El dinero y la circulación son iguales en ambos casos. Pero en el primero había trescientos días de trabajo productivo, mientras que en el segundo hay trescientos días de trabajo improductivo, partiendo, por supuesto, de que parte del ejército no es indispensable para la seguridad pública.

Vamos ahora al licenciamiento. Se me dice que provocaría un exceso de cien mil trabajadores, una competencia laboral exacerbada y una presión añadida sobre los precios de los salarios: esto es lo que se quiere ver.

Pero hay cosas que no se ven. No se ve que licenciar a cien mil soldados no es destruir cien millones, sino devolvérselos a los contribuyentes. No se ve que lanzar a cien mil trabajadores al mercado es lanzar en él al mismo tiempo los cien millones destinados a pagar su trabajo, y que, por consiguiente, la misma medida que aumenta la oferta de fuerza de trabajo aumenta también la demanda, de donde se deduce que la supuesta baja de salarios es ficticia. No se ve que, tanto antes como después del licenciamiento, hay en el país cien millones que corresponden a cien mil hombres; y que la diferencia estriba en que, antes, el país entregaba los cien millones a los cien mil hombres por no hacer nada, mientras que después se los entrega por trabajar. No se ve, en fin, que cuando el contribuyente da su dinero a un soldado sin compensación alguna, o cuando se lo da a un trabajador a cambio de lo que sea, las consecuencias ulteriores de la circulación de ese dinero son las mismas. Sólo que en el segundo caso el contribuyente recibe algo y en el primero no recibe nada. Resultado: una pérdida evidente para la nación.

El sofisma que aquí combato no resiste la prueba de la progresión, que es la piedra de toque de los principios. Si, tomado todo en consideración y examinados todos los intereses, hay beneficio nacional en aumentar el ejército, ¿por qué no llamar al servicio a toda la población masculina del país?

III. Los impuestos

Se oye decir alguna vez que los impuestos son la inversión más rentable, una especie de rocío fecundo que ayuda a vivir a muchas familias y que repercute favorablemente sobre la industria. En definitiva, que es lo infinito, la vida.

Para combatir esta doctrina, he de reproducir la refutación anterior. La economía política sabe perfectamente que sus argumentos no resultan tan divertidos como para que se les pueda aplicar el repetita placent. Así pues, ha alterado el aforismo a su conveniencia, convencida de que, en sus labios, repetita docent.

El beneficio que encuentran los funcionarios cuando cobran sus haberes es lo que se ve. El que redunda para sus proveedores es, todavía, lo que se ve. Esto salta a la vista.

Pero la desventaja que los contribuyentes sienten al tener que afrontarlo es lo que no se ve, y el perjuicio resultante para sus proveedores es lo que no se verá nunca, aunque esto hay que verlo con los ojos del espíritu.

Cuando un funcionario público gasta en provecho propio cinco francos más, es porque un contribuyente gasta en provecho propio cinco francos menos. El gasto del funcionario se ve, porque se verifica; pero el del contribuyente no se ve, porque, ¡ay!, se le impide realizarlo.

Suele compararse la nación con un terreno árido, mientras que los impuestos serían como una lluvia fecunda: aceptémoslo. Pero deberíamos preguntarnos dónde están los manantiales de esa lluvia, y si no será la contribución la que absorbe la humedad del suelo, y, por lo tanto, la causa de su aridez.

Deberíamos preguntarnos también si es posible que el suelo reciba por medio de la lluvia una cantidad de esa preciosa agua, igual a la que ha perdido por medio de la evaporación.

Lo que no admite duda es que, cuando Jaime B. da cinco francos al recaudador, no recibe nada a cambio. Y que, cuando después los gaste el funcionario y reviertan así al ciudadano, aquél recibirá un valor igual en productos o en trabajo. El resultado definitivo es una pérdida de cinco francos para Jaime B.

Es cierto que a veces (tantas como se quiera) el funcionario público presta a Jaime B. un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida por una ni por otra parte, sino trueque. Por lo tanto, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que digo es: si se pretende crear una función, demuéstrese antes su utilidad. Demuéstrese que vale para Jaime B., por los servicios que le presta, el equivalente de lo que le cuesta. Pero, haciendo abstracción de esa utilidad intrínseca, no se invoquen como argumento las ventajas que proporciona al funcionario, a su familia y a sus proveedores, ni se alegue que favorece el trabajo.

Cuando Jaime B. da cinco francos a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, sucede exactamente lo mismo que cuando se los da a un zapatero a cambio de un par de zapatos: es un toma y daca, y por lo tanto, quedan en paz.

Pero cuando Jaime B. da cinco francos a un funcionario para no recibir servicio alguno, y aun para que lo mortifique, es como si se los diera a un ladrón. Poco importa decir que el funcionario gastará esos cinco francos en provecho del trabajo nacional: otro tanto hubiera hecho el ladrón, incluso el mismo Jaime B., de no haberse encontrado con un parásito legal o extralegal.

Acostumbrémonos, pues, a juzgar las cosas no sólo por lo que se ve, sino por lo que no se ve. El año pasado pertenecí a la comisión de Hacienda, pues, con la Asamblea Constituyente, los miembros de la oposición no eran excluidos sistemáticamente de todas las comisiones. En este aspecto, la Constituyente obraba con mucho acierto. Oímos al señor Thiers decir: «He pasado mi vida combatiendo a los hombres del partido legitimista y a los del partido clerical. Desde que el peligro común nos ha aproximado, desde que frecuento su trato y los conozco y hablamos cordialmente, he visto que no son aquellos monstruos que me había figurado».

En efecto, la desconfianza se exagera, los odios se enconan entre los partidos que no se entremezclan; y si la mayoría permitía que penetrasen en el seno de las comisiones algunos miembros de la minoría, tal vez era porque unos y otros reconocían que ni sus ideas ni sus intenciones eran tan contrapuestas como se podía pensar.

Como quiera que fuese, el año pasado pertenecí a la comisión de Hacienda. Siempre que alguno de sus miembros hablaba de reducir a una cantidad módica los sueldos del Presidente de la República, de los ministros y de los embajadores, le contestaban:

«Por el bien del propio servicio, es preciso que ciertas funciones posean brillo y dignidad. Sólo así podrán ser desempeñadas por las personas que las ostentan. Acude mucha gente al Presidente de la República en demanda de un remedio para sus desgracias, y se vería situado en una posición muy penosa si no se le facilitasen los medios para mitigarlas. El papel de los gobiernos representativos se fundamenta en determinadas representaciones en los salones ministeriales y diplomáticos, etc., etc.»

Aunque tales argumentos se prestan a la controversia, son merecedores de un profundo examen, pues demuestran una preocupación por el bien público, mejor o peor entendido. Por mi parte, les doy más importancia que muchos Catones, a los que mueve un mezquino espíritu de tacañería o de envidia. Pero lo que subleva mi conciencia de economista, lo que me avergüenza, por el prestigio intelectual de mi país, es ver que se llega (y se llega con frecuencia) a trivialidades absurdas, que siempre son bien acogidas:

«Por lo demás, el lujo de los grandes funcionarios fomenta las artes, la industria, el trabajo. El Jefe del Estado y sus ministros no pueden organizar festines y veladas sin hacer circular la vida por todas las venas del cuerpo social. Reducir sus honorarios es devaluar la industria parisiense y, de rebote, la industria nacional.»

Por amor de Dios, señores, respeten al menos la aritmética y no vengan a decir ante la Asamblea Nacional de Francia, que puede llegar a reprobarlo, que una suma da un resultado distinto según se haga la operación de arriba abajo o de abajo arriba.

Escúchenme: yo voy a hacer un contrato con un peón para que por cinco francos abra una zanja en mi campo. Al cerrar el trato, se presenta el cobrador de contribuciones, me reclama mis cinco francos y se los entrega al ministro del Interior. Mi contrato no se realiza, pero el ministro pondrá un plato más en una cena. No se puede mantener que semejante dispendio oficial constituya un estímulo para la industria nacional. ¿No se comprende que de ello sólo deriva una simple desviación de satisfacción y de trabajo? Es cierto que un ministro tendrá su mesa mejor provista, pero no lo es menos que un agricultor tendrá un campo peor roturado. Estoy de acuerdo en que un restaurante parisino habrá ganado cinco francos, pero no se me podrá discutir que un peón provinciano habrá dejado de ganar asimismo cinco francos. Todo lo que se puede decir es que el plato oficial y el hostelero satisfecho son lo que se ve, y que el campo anegado y el peón en paro son lo que no se ve.

¡Cuánto trabajo para probar, en economía política, quedos y dos son cuatro! Y cuando lo consigues, te dicen: «Está tan claro que resulta aburrido.» Pero, al votar, obrarán como si nada se les hubiera probado.

IV. Los teatros, las bellas artes

¿Debe el Estado subvencionar las artes?

Al respecto, se pueden decir muchas cosas en pro y en contra. A favor del sistema de las subvenciones puede decirse que las artes ensanchan, enaltecen y poetizan el alma de un pueblo, evadiéndolo de las preocupaciones materiales, comunicándole el sentimiento de lo bello e influyendo favorablemente en sus maneras, hábitos, costumbres y hasta en su industria. Podemos preguntarnos qué sería de la música en Francia sin el Teatro Italiano y el Conservatorio, qué sería del arte dramático sin el Teatro Francés y qué sería de la pintura y de la escultura sin nuestras colecciones y sin nuestros museos. Aún se puede ir más lejos y preguntar si, de no ser por la centralización y, en consecuencia, por la subvención de las bellas artes, se habría desarrollado ese gusto exquisito que constituye el noble patrimonio del trabajo francés, y cuyos productos se valoran en todo el mundo. Ante este panorama, ¿no resultaría una gran imprudencia liberar a los ciudadanos de una módica cotización que, en definitiva, ratifica la superioridad y la gloria de Francia en toda Europa?

A estas y a otras muchas razones, cuya fuerza no pongo en duda, se pueden oponer algunas otras no menos poderosas. En primer lugar, podría decirse que hay aquí una cuestión de justicia distributiva. Me pregunto si el legislador tiene derecho a recortar el salario del trabajador con el objeto de aumentar los beneficios del artista. El señor Lamartine, hablando de la supresión de la subvención a un teatro, se ha cuestionado sobre los límites que tendría ese camino, aduciendo que, por esa lógica, pueden suprimirse las facultades universitarias, los museos, los institutos y las bibliotecas. A esto se podría contestar que, si de subvencionar todo lo que es bueno y útil se trata, ¿en qué punto estableceremos a su vez los límites? Lógicamente, nos veríamos arrastrados a constituir una lista civil para la agricultura, la industria, el comercio, la beneficencia o la instrucción. Además de que habría que ver si las subvenciones favorecen el progreso del arte. Esta cuestión no está resuelta, ni mucho menos, si bien lo que no admite duda es que los teatros que prosperan son los que viven por sí mismos. Por último: elevándonos a consideraciones superiores, puede decirse que las aspiraciones y las necesidades nacen unas de otras, y se elevan a regiones más y más depuradas a medida que el caudal público permite satisfacerlas. Y que el gobierno no tiene por qué mezclarse en esta relación, puesto que, sobre la base de la riqueza disponible, no podría, por medio de los impuestos, fomentar las industrias superfluas sin causar un perjuicio a las industrias vitales, alterando así la marcha natural de la civilización. Debe observarse que una desviación artificial de las necesidades, de los gustos, del trabajo y de la población, colocan a los pueblos en una situación precaria y peligrosa, carente de una base sólida.

Tales razones alegan los adversarios de la intervención del Estado en lo que concierne a las prioridades de los ciudadanos frente a la satisfacción de sus necesidades y de sus deseos y, consecuentemente, frente a los objetivos de su actividad. Yo, lo confieso, soy de los que piensan que la capacidad de elección y el impulso deben venir de abajo, no de arriba, y de los ciudadanos, no del legislador. La doctrina contraria me parece que conduce a la destrucción de la libertad y de la dignidad humanas.

Pero resulta difícil discernir de qué no se nos puede llegar a acusar (partiendo de deducciones tan falsas como injustas) a los economistas. Cuando desaprobamos una subvención, se dice que rechazamos aquello que se trata de subvencionar. Se nos acusa de ser enemigos de todo género de actividad, sólo porque deseamos que toda actividad sea libre y busque en sí misma su recompensa. Si pedimos que el Estado no intervenga por medio de los impuestos en cuestiones de naturaleza religiosa, se nos acusa de ateos. Si pedimos que el Estado no intervenga, de igual manera, en la educación, se nos llama enemigos de las luces. ¿Decimos que el Estado no debe valerse de los impuestos para dar al suelo o a tal industria una vida ficticia? Se nos llama enemigos de la propiedad y del trabajo? ¿Es que el Estado no debe subvencionar a los artistas? Pues somos unos bárbaros, que consideramos inútiles las artes.

Protesto con toda mi energía contra semejantes deducciones. Lejos de abrigar la absurda idea de aniquilar la religión, la educación, la propiedad, el trabajo y las artes, cuando pedimos que el Estado proteja el libre desarrollo de todos esos órdenes de la actividad humana, sin favorecer a unos a expensas de otros, creemos, por el contrario, que el conjunto de esas fuerzas vivas de la sociedad se desarrollaría armoniosamente bajo el influjo de la libertad. Y que ninguna de ellas se convertiría, como sucede hoy, en semillero de disturbios, abusos, tiranías y desórdenes.

Nuestros adversarios creen que toda actividad no reglamentada ni subvencionada languidece hasta la aniquilación. Nosotros creemos lo contrario. La fe de aquéllos está puesta en el legislador. La nuestra, en la humanidad.

Decía el señor Lamartine que, en nombre de ese principio, será necesario abolir las exposiciones públicas, que constituyen la honra y la riqueza del país.

Contesto al señor Lamartine que, a su modo de ver, no subvencionar es lo mismo que abolir, porque, partiendo del principio de que nada existe sino por la voluntad del Estado, deduce que nada vive, a no ser lo que el impuesto vivifica. Pero yo vuelvo en su contra el ejemplo que ha elegido, y le hago observar que la más grande, la más noble de las exposiciones, la que fue concebida con el concepto más liberal, universal, y aun puedo decir sin exageración alguna, humanitario, es la exposición que se preparó en Londres. La única en la que no se mezcló ningún gobierno, la única que no recibió subvención alguna.

Volviendo a las bellas artes, repito que se pueden aducir razones muy sólidas en pro y en contra del sistema de subvenciones. El lector comprenderá que no es objetivo especial de este escrito exponer tales razones ni decidir entre ellas.

Pero el señor Lamartine prosiguió con un argumento que, como vuelve a entrar en el muy reducido círculo de este estudio económico, no me es posible dejar pasar en silencio. Dijo: «La cuestión económica en materia de teatros se resume en una sola palabra: trabajo. Poco importa la naturaleza de este trabajo, que resulta tan fecundo, tan productivo, como cualquier otra clase de actividad en una nación. Los teatros, como se sabe, proporcionan un salario a no menos de ochenta mil trabajadores en Francia: pintores, albañiles, decoradores, sastres, arquitectos, etc., que son la misma vida y la energía de muchos barrios de esta capital, de forma que los teatros bien merecen ser acreedores de sus simpatías». ¡Sus simpatías! Entiéndase, sus subvenciones.

Y continuó: «Los placeres de París son el trabajo y el dispendio de las provincias, y el lujo del rico es el salario y la manutención para doscientos mil trabajadores de toda clase, que viven de la múltiple industria de los teatros a lo largo de la República y reciben de ellos nobles placeres que ilustran a Francia, el alimento de su vida y los recursos para sus familias. A ellos es a quienes daréis esos sesenta mil francos.» (¡Muy bien, muy bien! Grandes demostraciones de aprobación.) En cuanto a mí, no puedo menos que decir: ¡Muy mal, muy mal!, limitando, se entiende, este mi juicio al asunto económico que nos ocupa.

En efecto, los sesenta mil francos de que se trata irán a parar (al menos en parte) a los trabajadores de los teatros, aun cuando se extravíe algún pico por el camino, ya que, si se examinara la cosa de cerca, quizá descubriríamos que el dinero cambió de dirección. ¡Dichosos los trabajadores, si les quedan algunas migajas del pastel! Pero admitamos que la subvención entera vaya a parar a los pintores, a los decoradores, a los sastres, a los peluqueros, etc.

Esto es lo que se ve. Pero ¿de dónde sale la subvención? Este es el reverso de la cuestión, tan digno de ser examinado como el anverso. Cuál es el origen de esos sesenta mil francos. Y adónde irían, si una votación legislativa no los hubiera dirigido primeramente a la calle de Rivoli, y desde ahí a la calle de Grenelle. Esto es lo que no se ve. Supongo que nadie pretenderá que el voto legislativo haya hecho brotar esa suma de la urna del escrutinio, que ese dinero sea un simple añadido de la riqueza nacional, o que, de no ser por aquel voto milagroso, los sesenta mil francos hubieran permanecido invisibles e impalpables para siempre. Preciso es admitir que todo cuanto pudo hacer la mayoría parlamentaria fue resolver que se sacarían de algún sitio para colocarlos en otro, y que si se destinaban a un objeto, era sólo porque se los desviaba de cualquier otro.

Siendo así, queda claro que el contribuyente a quien se haga pagar un franco dejará de tener ese franco a su disposición. Queda claro también que se verá privado de un beneficio por su valor, y que el trabajador, sea cual fuere, que se lo hubiese procurado, habrá perdido un salario de la misma cantidad. No caigamos, pues, en la ilusión pueril de creer que el voto del 16 de mayo añada la menor cosa al bienestar y al trabajo nacional. Ese voto desvía las ganancias, desvía los salarios. Ni más ni menos.

Se nos podrá decir que una clase de beneficio y de trabajo es sustituida por beneficios y trabajos más urgentes, más morales, más razonables. Bien podría yo combatir en este terreno. Bien podría yo decir que, arrebatando sesenta mil francos a los contribuyentes, se rebajan los salarios de toda la gente del campo, de los carpinteros, de los forjadores, en tanto que se aumentan los sueldos de los cantantes, de los peluqueros, de los tapiceros y de los sastres. No hay prueba alguna de que esta última clase de trabajadores sea más interesante que la otra. Tampoco lo supone así el señor Lamartine. Él dice que el trabajo de los teatros es tan fecundo, tan productivo, como cualquier otro (y no más). Idea que podría ser rebatida de nuevo, porque la mejor prueba de que el trabajo de los teatros no es tan fecundo como los demás es que éstos tienen que subvencionar a aquél.

Pero esta comparación entre el valor y el mérito intrínseco de las diversas clases de trabajo no entra en el asunto que nos ocupa. Todo cuanto tengo que hacer aquí es demostrar que, si el señor Lamartine y las personas que aplaudieron sus argumentos vieron con el ojo izquierdo los salarios ganados por los proveedores de los cómicos, hubieran debido ver con el ojo derecho los salarios perdidos por los proveedores de los contribuyentes. En cuyo defecto, se han expuesto al ridículo de tomar una desviación por una ganancia. Si fuesen consecuentes con su doctrina, deberían pedir subvenciones hasta lo infinito, pues lo que es adecuado para un franco y para sesenta mil francos, debería serlo, en idénticas circunstancias, para mil millones.

Cuando se trata de impuestos, hay que demostrar su utilidad con sólidos argumentos,pero no por esta desafortunada afirmación de que «el gasto público hace vivir a la clase obrera». Esta afirmación tiene el defecto de disimular un hecho esencial, a saber, que el gasto público sustituye siempre al gasto privado, y que, en consecuencia, contribuye al sustento de un trabajador determinado, pero no aporta nada en beneficio de la clase trabajadora considerada en su conjunto. Aquel aserto podrá estar hoy de moda, pero es demasiado absurdo como para pretender engañar a la razón.

V. Las obras públicas

Es natural que una nación, después de persuadirse de que la ciudadanía puede beneficiarse de un gran proyecto, decida emprender éste con el producto de una cotización común. Pero pierdo la paciencia, lo confieso, cuando oigo aducir, en apoyo de aquella resolución, el siguiente ejemplo de corrupción económica: «Es un medio de crear trabajo para los obreros».

El Estado abre un camino, levanta un palacio, reforma una calle, construye un canal. De esta forma, proporciona trabajo a cierta clase de trabajadores: esto es lo que se ve. Pero, por otro lado, priva de trabajo a algunos otros, y esto es lo que no se ve.

Se inicia la construcción de una carretera. Por la mañana acuden al trabajo mil obreros que, al volver a casa, se llevan un jornal: esto es cierto. Si no se hubiera decidido llevar a efecto la obra, si para ello no se hubieran dotado los fondos necesarios, aquellas buenas gentes no se habrían encontrado allí, ni tendrían aquel trabajo ni aquel salario: también esto es cierto.

Pero ¿esto es todo? La operación en su conjunto, ¿no abarca alguna otra cosa? En el momento en el que el señor Dupin pronuncia las palabras sacramentales: «La Asamblea ha decidido», ¿descienden milagrosamente los millones por un rayo de luna hacia las arcas de los señores Fould y Bineau? Para que la operación, como suele decirse, sea completa, ¿no es preciso que el Estado organice tanto el ingreso como el gasto, que ponga en marcha a sus recaudadores y a sus contribuyentes a contribuir?

Estúdiense, pues, los dos elementos de la cuestión. Dejando constancia del destino que el Estado da a los millones dotados, no se olvide constatar también el que le hubieran podido dar (algo que ya no podrán hacer) los contribuyentes. Así se comprenderá que una empresa pública es una medalla de dos caras. En el anverso puede verse la figura de un trabajador ocupado, con esta divisa: lo que se ve. Y en el reverso, la figura de un obrero en el paro, con este otro lema: lo que no se ve.

El sofisma que combato en este escrito es tanto más peligroso, aplicado a las obras públicas, en cuanto que sirve para justificar los proyectos y los despilfarros más desaforados. Cuando un ferrocarril o un puente tienen una utilidad real, basta con invocarla. Pero si no se puede, ¿qué se hace? Se apela a la siguiente falacia: «Hay que dar una ocupación a los trabajadores.»

Dicho esto, se da la orden de hacer y deshacer los terrenos del Campo de Marte. El gran Napoleón, todo el mundo lo sabe, creía hacer una obra filantrópica mandando abrir y rellenar fosos. También era de los que dicen ¿qué importa el resultado? Lo único que interesa es ver la riqueza esparcida entre las clases laboriosas.

Vamos al fondo de las cosas. El dinero nos deslumbra. Pedir la colaboración de los ciudadanos para una obra común, y pedirla en forma de dinero, significa en realidad pedir tal colaboración en especie, ya que cada uno de ellos se procurará, por medio del trabajo, la cantidad que le corresponda. Ahora bien, si se reúne a todos los ciudadanos para hacerles ejecutar en colaboración una obra útil para todos, se comprenderá que su recompensa la hallen en los resultados de la obra misma. Pero que, después de convocarlos, se les obligue a hacer caminos por donde nadie haya de pasar y palacios que nadie habitará, so pretexto de proporcionarles trabajo, sería un absurdo, y los ciudadanos tendrían mucha razón para decir que semejante trabajo no les importa nada, y que preferirían trabajar por su cuenta.

El procedimiento que consiste en hacer contribuir a los ciudadanos en dinero, y no en trabajo, no altera los resultados generales: la pérdida se reparte entre todos. Pero, por el otro procedimiento, quienes reciben ocupación por parte del Estado se liberan de la parte de pérdida que les correspondería, y la hacen pesar sobre la que ya soportan por su cuenta los demás ciudadanos.

Hay un artículo de la Constitución que dice: «La sociedad favorece y fomenta el desarrollo del trabajo... por medio de obras públicas con las que el Estado, las provincias y los municipios darán trabajo a quienes no lo tengan.»

Como medida transitoria en un periodo de crisis, durante un crudo invierno, la intervención del contribuyente puede producir buenos efectos. Ésta opera en el mismo sentido que los seguros: no aumenta el trabajo ni el salario, sino que descuenta algo del trabajo y de los salarios en los tiempos normales, para prevenir, aunque con pérdida, los tiempos difíciles.

Como medida permanente, general, sistemática, no es otra cosa que una superchería ruinosa, una imposibilidad, que muestra un poco de trabajo estimulado, que se ve, y oculta mucho trabajo enajenado, que no se ve.

VI. Los intermediarios

La sociedad es el conjunto de los servicios que los hombres se prestan forzosa o voluntariamente unos a otros, es decir, el conjunto de los servicios públicos y de los servicios privados.

Los primeros, impuestos y reglamentados por la ley (la cual no es fácil de alterar cuando más conviene), pueden sobrevivir largo tiempo en su propia utilidad y continuar conservando el apelativo de servicios públicos aun después de haber dejado de ser servicios para convertirse en públicas inconveniencias. Los segundos pertenecen al dominio de la voluntad y de la responsabilidad individual. Ambos prestan y reciben lo que quieren y lo que pueden, tras un debate contradictorio. Tienen siempre de su parte la presunción de utilidad real, medida exactamente por su valor comparativo. De forma que aquéllos caen con frecuencia en la paralización, mientras que éstos obedecen a la ley del progreso.

Mientras que el desarrollo exagerado de los servicios públicos, merced al desperdicio de fuerzas que conlleva, tiende a constituir en el seno de la sociedad un parasitismo funesto, resulta llamativo que muchas sectas modernas, atribuyendo ese carácter parasitario a los servicios libres y privados, traten de transformar las profesiones en funciones.

Estas sectas se alzan contra los que ellos llaman los intermediarios. Suprimirían de buena gana al capitalista, al banquero, al especulador, al empresario, al vendedor y al negociante, acusándolos de interponerse entre el productor y el consumidor para extorsionar a ambos sin devolver nada a cambio. E incluso preferirían transferir al Estado la actividad que los denominados intermediarios desempeñan, ya que no les es posible suprimirla también.

El sofisma de los socialistas, en este punto, consiste en demostrar que el público paga a los intermediarios a cambio de unos servicios, y en ocultar que, de otro modo, se deberían pagar al Estado. Siempre la misma lucha entre lo que aparece ante los ojos y lo que sólo ve la mente: entre lo que se ve y lo que no se ve.

En 1847, con motivo de la carestía, fue cuando las escuelas socialistas procuraron y consiguieron popularizar su funesta teoría. Harto sabían que no hay propaganda, por absurda que sea, que no tenga siempre probabilidades de éxito entre los que sufren: malesuada fames.

Y apelando a la fraseología de «explotación del hombre por el hombre», «especular con el hambre», «acaparamiento», se dieron a denigrar el comercio y a cubrir con un velo los beneficios que la actividad comercial reporta.

¿Por qué —decían— dejar a los negociantes el cometido de hacer llegar provisiones de Estados Unidos o de Crimea? ¿Por qué el Estado, las provincias, los municipios, no organizan un servicio de aprovisionamiento y almacenes de reserva? Venderían a precio de coste y el pueblo, el pobre pueblo, se liberaría del tributo que paga al comercio libre, egoísta, individualista y anárquico.

El tributo que el pueblo paga al comercio libre es lo que se ve. El tributo que pagaría al Estado o a sus agentes, en el sistema socialista, es lo que no se ve.

¿En qué consiste ese supuesto tributo que el pueblo paga al comercio? En lo siguiente: dos hombres se hacen recíprocamente servicios, con toda libertad, bajo la presión de la competencia y del regateo.

Cuando el estómago que tiene hambre se encuentra en París, y el trigo que puede satisfacer esa apremiante necesidad está en Odessa, el sufrimiento no podrá cesar más que poniendo el trigo al alcance del estómago. Tres medios hay para que tal aproximación se verifique: Primero: Los hambrientos pueden ir por sí mismos a buscar el trigo. Segundo: Pueden poner el asunto en manos de profesionales. Tercero: Pueden cotizar en un fondo común y encargar la operación a funcionarios públicos. De estos tres medios, ¿cuál es el más ventajoso? Siempre y en todas partes, cuanto más libres, ilustrados y expertos han sido los hombres, más se han decidido voluntariamente por el segundo método. Esta razón me basta para considerarlo el más oportuno y conveniente, pues mi mente se resiste a admitir la idea de que la humanidad en masa se haya equivocado en un asunto que la afecta de forma tan directa. Pero veamos:

Que treinta y seis millones de ciudadanos dejen su país para ir a Odessa a buscar el trigo que necesitan es cosa evidentemente impracticable. El primer medio es, pues, inútil. No pudiendo los consumidores obrar por sí mismos, es obligado que apelen a los intermediarios, sean éstos funcionarios o sean negociantes.

Conviene observar, sin embargo, que el primer medio sería el más natural. Al fin y al cabo, es el que tiene hambre el que debería ir por trigo, asumiendo una molestia que está obligado a tomarse y haciéndose un servicio que se debe a sí mismo. Si otra persona, por el motivo que se quiera, le presta ese servicio o se toma dicha molestia por él, esa otra persona tendrá derecho a una compensación.

Digo esto para dejar sentado que los servicios de los intermediarios llevan en sí mismos el principio de la remuneración.

Como quiera que sea, y si hay que apelar a los que se califica de parásitos, ¿cuál es el parásito menos exigente, el negociante o el funcionario?

El comercio (lo supongo libre, pues, de no ser así, ¿cómo razonar?), por interés propio, tiene que estudiar las estaciones; tiene que enterarse, día por día, del estado de las cosechas; tiene que recibir noticias de todos los impuestos del globo, prever las necesidades y tomar sus precauciones con la debida antelación. Tiene barcos siempre dispuestos, representantes en todas partes e interés inmediato en comprar lo más barato posible, en economizar en todos los pormenores de la operación y en alcanzar los mejores resultados con los menores esfuerzos. No sólo son los negociantes franceses, son los negociantes del mundo entero los que se ocupan del aprovisionamiento de Francia en el momento preciso; y si el interés los conduce a cumplir con su cometido con el menor gasto posible, la competencia que unos a otros se hacen los lleva también, inevitablemente, a hacer participar a los consumidores en el beneficio obtenido a partir de las economías realizadas. Llega el trigo. El comercio está interesado en venderlo lo más pronto posible para acabar con los riesgos, reunir sus fondos y volver a empezar, si es posible. Guiado por la comparación de precios, distribuye los alimentos por toda la superficie del país, comenzando siempre por el punto más caro, es decir, por donde más apremiante es la necesidad. No es, pues, posible imaginar una organización mejor concebida en pro de los que tienen hambre. Y la belleza de esta organización, que no es percibida por los socialistas, resulta precisamente de que es libre.

Ciertamente, el consumidor está obligado a reembolsar al comercio los gastos de transporte, transbordo, almacenaje, comisión, etc., pero ¿en qué sistema dejaría de ser necesario que el que consuma el trigo reembolse los gastos que haya ocasionado la operación de ponerlo a su alcance? Tiene que pagar, además, la remuneración por el servicio recibido, si bien su importe queda reducido al minimum establecido por la competencia; y en cuanto a su congruencia, extraño sería que los artesanos de París no trabajasen para los negociantes de Marsella, cuando los negociantes de Marsella trabajan para los artesanos de París.

Realícese la invención socialista. Sustituya el Estado al comercio: ¿qué sucederá? Me gustaría que se me mostrase dónde radicará el ahorro para el público. ¿Estará en el precio de compra?: no hay más que representarse a los comisionados de cuarenta mil municipios llegando a Odessa un día determinado y en el momento adecuado. ¿Estará en los gastos?: no hay por qué suponer que se necesitarán menos barcos, menos marinos, menos transbordos, menos almacenajes o que no habrá que pagar todas estas cosas. ¿Estará, pues, en el beneficio de los negociantes?: es seguro que no irán gratis a Odessa los delegados y funcionarios, ni que viajen o trabajen por pura fraternidad. Y que tendrán que vivir de una cosa u otra. Y que habrá que pagarles el tiempo que pierdan. ¿Y tal vez lo que perciban no excederá mil veces del dos o el tres por ciento que gana el negociante, módico beneficio, pero que el negociante estaría dispuesto a suscribir?

Téngase en cuenta además la dificultad de implantar tantos impuestos y la de repartir tantos alimentos. Considérense las injusticias y los abusos, inseparables de tamaña empresa. Sin olvidar la responsabilidad que pesaría sobre el gobierno.

Los socialistas que tales locuras inventan, y que en los días de desgracia las alientan en las masas, se atribuyen generosamente el título de hombres avanzados, y el uso tirano de los idiomas ratifica el dictado y el juicio que tal título entraña, lo cual no carece de peligro. ¡Avanzados! Esto supone que esos señores tienen la vista más larga que nadie, que su único defecto consiste en haberse anticipado al siglo y que, si todavía no ha llegado el tiempo de suprimir ciertos servicios libres, supuestamente parásitos, la culpa es del público, que se les queda rezagado. Para mi conciencia, lo cierto es todo lo contrario, y no sé a qué siglo bárbaro habría que remontarse para hallar la altura de la experiencia socialista sobre este asunto. Los sectarios modernos oponen constantemente la asociación a la sociedad existente. No se dan cuenta de que, en un régimen de libertad, la sociedad constituye una verdadera asociación muy superior a todas las que su fecunda imaginación ha concebido.

Aclaremos este punto por medio de un ejemplo. Para que un hombre pueda ponerse un traje al levantarse, fue necesario cercar y desmontar un terreno, roturarlo, cultivarlo y sembrarlo de ciertos vegetales; fue necesario que el terreno alimentara a algunos rebaños; que los rebaños dieran lana; que esta lana fuera hilada, tejida, teñida y convertida en paño, y que alguien cortara, cosiera y convirtiera el paño en un traje. Esta serie de operaciones conlleva otras muchas, pues supone el empleo de arados, corrales, fábricas, hulla, máquinas, coches, etc.

Si la sociedad no fuese una asociación muy real, el que quisiera tener un vestido se vería obligado a hacérselo por su cuenta, aisladamente, y a verificar por sí mismo los innumerables actos de aquella serie de operaciones, desde el primer golpe de azadón hasta la última puntada.

Gracias, empero, a la sociabilidad, que es el carácter distintivo de nuestra especie, estas operaciones se han distribuido entre una multitud de trabajadores, y se han ido subdividiendo, para beneficio general, a medida que, activándose el consumo, cada uno de los actos especiales ha podido alimentar una nueva industria. Después viene el reparto del producto, que se verifica en función del valor que cada uno ha vertido en el total de la obra. Si esto no es asociación, quisiera que se me explicara lo que es.

Llamo la atención sobre el hecho de que ninguno de los trabajadores se vio obligado a hacer brotar de la nada la menor partícula de materia, sino que hubo una prestación recíproca de servicios, de forma que, unos en relación con otros, todos los trabajadores pueden ser considerados como intermediarios. Si, por ejemplo, en el transcurso de la operación el transporte llega a ser tan importante que puede llegar a ocupar a una persona, el hilado a otra y el tejido a una tercera, no cabe suponer más parásita a la primera que a las dos siguientes, dado que el transporte resulta indispensable, y quien lo realiza le consagra su tiempo y su trabajo. Y los demás no realizan una labor superior. Y todos están sometidos por igual (en cuanto a la remuneración y al reparto del producto) a la ley del regateo. En cuanto a esta división de operaciones, se ha hecho libremente y en interés del bien general. ¿Qué falta hace, pues, que un socialista, bajo el pretexto de la mejor organización, venga a destruir despóticamente nuestros convenios voluntarios, a suspender la división del trabajo, a sustituir los esfuerzos aislados por los asociados y a hacer que la civilización retroceda? La asociación, tal cual yo la describo, ¿deja de serlo porque los hombres entren y salgan libremente de ella, elijan el puesto que más les convenga, juzguen y estipulen por sí mismos y bajo su responsabilidad y aporten la fuerza y la garantía del interés personal? Para que merezca el nombre de asociación, ¿será necesario que un supuesto reformador nos imponga su fórmula y su voluntad y concentre, digámoslo así, la humanidad en su persona?

Cuanto más se examinan esas escuelas avanzadas, más se convence uno de que lo que encierran en el fondo es la ignorancia proclamándose infalible y reclamando un poder despótico en nombre de su infalibilidad.

Disculpe el lector esta digresión. Aunque quizá no esté de más en un momento en el que, fugándose de las publicaciones sansimonianas, falansterianas e icarianas, las proclamas contra los intermediarios invaden las columnas de los periódicos y las tribunas, y amenazan gravemente la libertad del trabajo y de las transacciones.

VII. La restricción

El señor Prohíbo (no soy yo quien lo ha nombrado, es el señor Charles Dupin, aquel que después... aunque antes...) empleaba su tiempo y su capital en convertir en hierro el mineral de sus tierras. Como la naturaleza se mostró más pródiga con los belgas, éstos vendían hierro a los franceses a mejor precio que el señor Prohíbo. Lo cual quiere decir que todos los ciudadanos (o sea, Francia) podían obtener una cantidad dada de hierro con menos trabajo, comprándosela a los honrados flamencos. Guiados los franceses por su interés, lo hacían así, en efecto, y todos los días se veía a una multitud de fabricantes de clavos, herreros, carreteros, mecánicos, herradores y labradores que, personalmente o por intermediarios, iba a proveerse a Bélgica. Esto disgustó mucho al señor Prohíbo.

Primero se le ocurrió poner coto al abuso valiéndose de sus propias fuerzas. Esto era lo mínimo, puesto que sólo él sufría el perjuicio. Cojo mi escopeta —dice para sí—, me cuelgo cuatro pistolas del cinto, lleno mi canana, me ciño la espada y me pongo en la frontera. Al primer herrero, fabricante de clavos, herrador, mecánico o cerrajero que se presente con la intención de ir a buscarlo que le conviene a él y no a mí, lo quito de en medio para que aprenda a vivir. Iba a ponerse en marcha, pero se hizo ciertas reflexiones que templaron un tanto su ardor guerrero. Lo primero que pensó fue que no era imposible que los compradores de hierro (compatriotas suyos, pero, a la vez, sus enemigos) se tomaran mal el asunto y lo matasen, en vez de dejarse matar. Además, aun llevando consigo a todos los criados, no podría controlar la línea de la frontera. Por último, el procedimiento saldría muy caro: iba a costar más que el resultado que podría obtener.

El señor Prohíbo casi se resignaba ya a ser tan libre como todos los demás, cuando un rayo de luz iluminó su mente. Recordó que en París había una gran fábrica de leyes. ¿Qué es una ley? —se preguntó—. Una medida que, buena o mala, una vez decretada, todos quedan sometidos a su acción. Para que tenga debido efecto, se organiza una fuerza pública; y para organizar ésta, se cogen fondos y hombres de la nación.

De manera que, si yo pudiese conseguir que de la gran fábrica parisiense saliera un trozo de ley proclamando: «Queda prohibido el hierro belga», obtendría los siguientes resultados: en lugar de los criados que yo debía llevarme a la frontera, el gobierno enviaría a veinte mil, de entre los hijos de los fabricantes de clavos, herreros, herradores, cerrajeros, artesanos, maquinistas y labradores recalcitrantes. Luego, para conservar la salud y el buen ánimo de estos veinte mil aduaneros, el gobierno distribuiría entre ellos veinticinco millones de francos que habría sacado de los mismos herreros, artesanos, labradores, etc. Las fronteras estarían mejor guardadas sin costarme nada; no quedaría yo expuesto a la brutalidad de los chalanes del oficio; vendería el hierro al precio que se me antojase y, al fin, gozaría de la grata delicia de ver a nuestro gran pueblo vergonzosamente engañado. La cosa resultaría divertida y merece la pena intentarla.

Inmediatamente, se dirigió el señor Prohíbo a la fábrica de leyes. En otra ocasión daré cuenta de sus oscuros manejos. Hoy sólo quiero hablar de su conducta ostensible. Ante los legisladores, expuso la consideración siguiente:

«El hierro de Bélgica se vende en Francia a diez francos, lo cual me obliga a vender el mío al mismo precio. Yo preferiría venderlo a quince francos, pero no me es posible por culpa del hierro belga, que Dios confunda. Haced una ley que prohíba la entrada del hierro belga en Francia. Entonces podré subir el precio en cinco francos, lo cual tendrá las siguientes consecuencias:

"Por cada quintal de hierro que yo venda, recibiré quince francos en lugar de diez. Me enriqueceré antes, ampliaré mi negocio y el número de empleados, los cuales gastarán más, beneficiando a los proveedores en muchas leguas a la redonda. Éstos harán más encargos a la industria y, de unos en otros, ganará en actividad todo el país. La bienaventurada pieza de cinco francos que haréis caer en mi caja de caudales, tal que la piedra que se arroja a un lago, proyectará un número infinito de círculos concéntricos."»

Encantados por este discurso, maravillados por la noticia de que tan fácilmente se pudiera aumentar con la legislación la fortuna de un pueblo, los fabricantes de leyes votaron la restricción. ¿Para qué hablar de trabajo y de economía?—se dijeron—. ¿Por qué emplear medios penosos para aumentar la riqueza nacional, si ello se puede conseguir con un simple decreto?

Efectivamente, la ley tuvo todas las consecuencias que anunciaba el señor Prohíbo. Sólo que tuvo además otras, porque, hagámosle justicia, su razonamiento no era falso, sino incompleto. Al reclamar un privilegio, había indicado los efectos que se ven, pero no los que no se ven. Y al fin, había mostrado dos personajes, cuando son tres los que debe haber en escena. La reparación de ese olvido, involuntario o premeditado, nos corresponde a nosotros.

En efecto, la moneda impulsada legislativamente hacia la caja de caudales del señor Prohíbo constituye un beneficio para él y para aquellos cuyo trabajo debe fomentar. Y si el decreto hubiese hecho descender la moneda de las nubes, el beneficio resultante no hubiera producido, de rebote, ningún mal efecto. Desgraciadamente, la moneda no cae de las nubes, sino que sale del bolsillo de un herrero, de un fabricante de clavos, de un carretero, de un herrador, de un labrador, de un constructor, en fin, de un Jaime B.  que la entrega sin recibir un miligramo de hierro más que cuando pagaba cinco francos menos. A simple vista hay que reconocer que esto varía mucho la cuestión, puesto que evidentemente el beneficio del señor Prohíbo está cimentado en la pérdida de Jaime B. Y todo lo que pueda hacer el señor Jaime B. con aquella moneda, para fomentar el trabajo nacional, lo hubiera hecho el mismo ciudadano: la piedra ha caído en un punto del lago sólo porque legislativamente se ha impedido que cayese en otro.

Así pues, lo que se ve compensa lo que no se ve, y el producto de la operación no es más que una injusticia y, ¡cosa deplorable!, una injusticia perpetuada por la ley.

Y eso no es todo. He dicho que se dejaba en la sombra a un tercer personaje, que es preciso hacer aparecer para que nos revele una segunda pérdida de cinco francos. De este modo tendremos completo el resultado de la operación.

Jaime B. posee 15 francos, fruto de sus sudores. Estamos todavía en la época en la que era libre. ¿Qué hace con sus 15 francos? Compra un artículo de moda por 10 francos, y con este artículo paga (o lo hace su intermediario) el quintal de hierro belga. Le quedan a Jaime B. 5 francos. No los tira al río, pero (y esto es lo que no se ve) se los da a un industrial por algún producto, por ejemplo, se los da a un librero a cambio del Discurso sobre la Historia universal de Bossuet.

Así pues, el trabajo nacional ha recibido 15 francos, a saber: 10 francos que ingresan en el mundo de la moda; 5 francos que van a la librería.

En cuanto a Jaime B., obtiene por sus 15 francos dos objetos que le satisfacen: un quintal de hierro y un libro.

Sobreviene el decreto. ¿Cómo afecta a Jaime B. y al trabajo nacional? Jaime B., entregando los 15 francos, sin faltar un céntimo, al señor Prohíbo a cambio de un quintal de hierro, no adquiere otro bien más que ese quintal de hierro, y pierde el libro o cosa equivalente. Es decir, que pierde 5 francos. Esto hay que admitirlo, y no puede dejar de admitirse porque es evidente que, cuando la restricción sube el precio de las cosas, el consumidor pierde la diferencia.

Pero se nos dice: el trabajo nacional es quien la gana.

No, señor, no es quien la gana. Porque, después del decreto, no tiene más estímulo que el que cabe en 15 francos, lo mismo que antes.

Sólo que, después del decreto, los 15 francos de Jaime B. van íntegramente a la metalurgia, y antes del decreto se repartían entre la industria de la moda y la del libro. La violencia que el señor Prohíbo, con su mano o con la mano de la ley, ejerce en la frontera, puede ser juzgada de muy distinto modo bajo el punto de vista de la moral. Hay gente que cree que la expoliación, con tal de que sea legal, pierde todo carácter de inmoralidad. Yo, en cambio, considero esta circunstancia como la más agravante que puede imaginarse. Sea como fuere, lo cierto es que los resultados económicos son idénticos en uno y en otro caso.

Se mire como se mire, la expoliación, legal o ilegal, no produce nada positivo. Nadie discute que para el señor Prohíbo, o para su negocio, o, si se quiere, para el trabajo nacional, no haya un beneficio de 5 francos. Pero afirmamos también que resultan de ello dos pérdidas: una para el ciudadano, que paga 15 francos por lo que sólo vale 10, y otra para el trabajo nacional, que no saca partido alguno de la diferencia. De entre ellas, elíjase la que parezca mejor para compensar el beneficio del que hemos hablado. Al menos, la segunda no constituye una pérdida pura.

Moraleja: violentar no es producir, es destruir. Si violentar fuese producir, nuestra Francia sería más rica de lo que es.

VIII. La maquinaria

¡Malditas sean las máquinas! Su potencia creciente hace caer en la pobreza cada día a millones de obreros, dejándolos sin trabajo, sin salario y sin pan. ¡Malditas sean las máquinas!

Este es el grito que exhala el prejuicio vulgar, cuyo eco resuena en todos los periódicos.

Pero maldecir las máquinas es maldecir el ingenio humano. Y me llena de confusión pensar que pueda existir alguien que adopte en conciencia semejante doctrina.

Porque entonces, ¿cuál sería la consecuencia? Simplemente, que no podría haber actividad, bienestar, riqueza ni felicidad posibles sino para los pueblos estúpidos, enfermos de inmovilidad mental, a los cuales Dios no hubiese otorgado los funestos dones de pensar, observar, combinar, inventar y obtener grandes cosas con menores medios. Al contrario: los harapos, las viviendas inmundas, la pobreza, la inanición, son la herencia inevitable de toda nación que busca y encuentra en el hierro, el fuego, el viento, la electricidad, el magnetismo, las leyes de la química y de la mecánica, en una palabra, en las fuerzas de la naturaleza, un suplemento a sus propias fuerzas. Aquí estaría adecuado proclamar, con Rousseau: «Todo hombre que piensa es un animal depravado».

Y no es eso todo: si aquella doctrina es verdadera, como los hombres piensan e inventan, como todos, en efecto, desde el primero al último y en cada momento de su existencia, procuran cooperar con las fuerzas de la naturaleza, obtener más con menos, reducir la mano de obra y conseguir el mayor número de satisfacciones con el mínimo esfuerzo, habría que concluir que la humanidad enterase ve arrastrada a su decadencia precisamente por esta aspiración inteligente hacia el progreso que agita a cada uno de sus miembros.

La estadística tendría, pues, que hacer constar que los habitantes de Lancaster, huyendo de aquella patria de máquinas, van a buscar trabajo a Irlanda, donde no las hay; y la historia enseñaría que la barbarie oscurece las épocas de civilización, y que la civilización brilla en los templos de la ignorancia y de la barbarie.

Evidentemente, hay en ese cúmulo de contradicciones algo sorprendente e indicativo de que el problema esconde una incógnita que no ha sido bien despejada.

Este es el misterio: detrás de lo que se ve, está lo que no se ve. Intentaré ponerlo de manifiesto, si bien mi demostración no podrá ser más que una repetición de lo tratado anteriormente, porque se trata de un problema idéntico.

Los hombres, a no ser que se lo impida la violencia, tienen una inclinación natural hacia lo barato. Es decir, que se sienten inclinados hacia aquello que les proporciona una satisfacción determinada con un ahorro de trabajo, ya se lo proporcione un hábil productor extranjero o ya un hábil productor mecánico.

La objeción teórica que se hace a esa inclinación es la misma en uno y en otro caso. Se le reprocha la inercia a que aparentemente condena al trabajo, pues lo que determina dicha inclinación no es el trabajo inerte, sino el disponible.

Por esa razón, en ambos casos se opone también el mismo obstáculo práctico: la violencia. El legislador prohíbe la competencia extranjera y cuestiona la competencia mecánica. Ya que, ¿qué otro medio puede utilizarse para contener una inclinación natural en todos los hombres, sino el de quitarles la libertad?

Cierto que en muchos países el legislador se contenta con impedir una de las dos competencias mientras se lamenta por la otra. Esto sólo prueba que el legislador es inconsecuente, lo cual no debe sorprendernos.

Desde el momento en que se toma un mal camino, hay que ser inconsecuente, o se acabaría con la humanidad. No se ha visto ni se verá un principio falso llevado a sus últimas consecuencias. He dicho ya en otra parte que la inconsecuencia es el límite de lo absurdo, y aun pude añadir que es al mismo tiempo la prueba del absurdo.

Vamos a nuestra demostración. Seremos breves.

Jaime B. tenía dos francos y se los daba a ganar a dos obreros. Un día se le ocurre una combinación de cuerdas y de pesas que le permite ahorrar la mitad del trabajo. Como obtiene la misma productividad que antes y como ahorra un franco, despide a un operario.

Despide a un operario: esto es lo que se ve.

Si sólo se tiene en cuenta esto, se dirá: véase cómo la miseria acompaña a la civilización y cómo la libertad es funesta para la igualdad. El ingenio humano realiza una conquista, e inmediatamente cae un obrero en el pozo de la pobreza, para siempre. Puede que el ciudadano continúe dando trabajo a los dos operarios, pero ya no les dará más que medio franco a cada uno, porque entrarán en competencia y ofrecerán su trabajo a menos precio. Así se enriquecen de día en día los ricos y se empobrecen al mismo paso los pobres. Hay que reconstruir la sociedad. Una conclusión muy fina, y digna del preámbulo.

Afortunadamente, preámbulo y conclusión son falsos, porque, detrás de la mitad del fenómeno que se ve, está la otra mitad, que no se ve. No se ve el franco ahorrado por el ciudadano ni se ven los efectos necesarios de su ahorro.

Puesto que, gracias a su invención, Jaime B. no gasta más que un franco en mano de obra, le queda otro para obtener una satisfacción determinada. Y si hay un obrero que ofrece sus brazos sin empleo, hay también un capitalista que dispone de un franco para invertir. Estos dos elementos se encuentran y se combinan.

Queda, pues, tan claro como la luz, que no ha variado en lo más mínimo la relación entre la oferta y la demanda del trabajo, ni entre la oferta y la demanda del salario: el invento, y un operario pagado con el primer franco, hacen ahora el trabajo que antes hacían dos operarios. El segundo operario, pagado con el segundo franco, realiza una obra nueva. Lo que ha cambiado es que existe una posibilidad más de satisfacción en el orden nacional, es decir, el invento es una conquista gratuita, un beneficio gratuito para la humanidad.

De la forma que he dado a mi demostración, podrá deducirse lo siguiente: el capitalista es quien recoge todo el provecho de las máquinas. La clase trabajadora, aunque no se vea perjudicada más que momentáneamente, no obtiene ningún beneficio, puesto que si las máquinas desvían una parte del trabajo nacional sin disminuirlo, tampoco lo aumentan.

No me propongo resolver todas las objeciones en este opúsculo, cuyo único objeto es combatir un prejuicio vulgar muy peligroso y ampliamente difundido. Quería yo probar que una máquina nueva deja en situación de disponibilidad cierto número de brazos, pero poniendo también, y forzosamente, en disponibilidad la equivalencia remunerativa de los salarios. Estos brazos y esta remuneración se combinan para producir lo que antes no podía producirse. De donde se sigue que la máquina da como resultado definitivo un acrecentamiento de satisfacciones, por el mismo trabajo.

¿Quién recoge este excedente de satisfacciones?

Desde luego, es el capitalista, el inventor, el primero que emplea con éxito la máquina, recompensa del genio y de la audacia. En este caso, como acabamos de ver, el capitalista realiza sobre los gastos de producción una economía que, cualquiera que sea el objeto en el que la emplee (y no deja de emplearla nunca), dará trabajo a un número de brazos igual al que la máquina ha dejado sin él.

Pero, al poco tiempo, la competencia le obliga a bajarlos precios de venta, dentro de los términos del ahorro de que hemos tratado.

Entonces ya no es el inventor quien recoge el fruto de la invención, sino el comprador del producto, el consumidor, el público, los mismos operarios. En una palabra, la humanidad.

Y lo que no se ve es que el ahorro proporcionado a todos los consumidores constituye un fondo en el que el salario encuentra un alimento que reemplaza al que la máquina ha agotado.

Siguiendo nuestro ejemplo, el ciudadano obtiene un producto gastando dos francos en salarios.

Merced a su invento, la mano de obra no le cuesta más que un franco. Mientras vende al mismo precio, hay un operario menos ocupado en la elaboración de dicho producto: esto es lo que se ve. Pero hay un operario más ocupado con el franco que ahorra el ciudadano: esto es lo que no se ve.

Cuando, por la marcha natural de las cosas, el ciudadano se ve obligado a bajar un franco en el precio del producto, deja de tener un ahorro y ya no dispone del franco que daba al trabajo nacional para la inversión en un producto nuevo. Pero, mirándolo bajo este punto de vista, el comprador pasa a ocupar su puesto, y el comprador es la humanidad: todo el que compra el producto, lo adquiere un franco más barato, luego ahorra un franco. Este ahorro le queda para suplir lo que ha bajado su salario. Esto es también lo que no se ve.

A este problema de las máquinas se le ha dado otra solución fundamentada en los hechos.

Se ha dicho: la máquina reduce los gastos de producción y hace bajar el precio del producto. La merma del precio provoca un crecimiento del consumo, que exige un aumento de la producción y, en definitiva, la intervención de otros tantos o más operarios que antes. En apoyo de este argumento tendríamos la imprenta, los hilados, la prensa, etc. Este razonamiento no es científico, pues sería necesario deducir que, si el consumo del producto especial de que se trata permaneciese estacionario o poco menos, la máquina sería perjudicial para el trabajo, y esto no es cierto.

Supongamos que en un país toda la gente lleva sombrero. Si, por medio de una máquina, se consigue reducir el precio de los sombreros a la mitad, no se deduciría que su consumo tuviera que aumentar necesariamente el doble.

¿Se dirá en este caso que parte del trabajo nacional queda inerte? Sí, según la apreciación vulgar. No, según la mía. Porque suponiendo que en aquel país no se comprase un sombrero más que antes, no por ello el fondo íntegro de los salarios quedaría menos a salvo, pues lo que dejara de percibir la industria sombrerera se quedaría en el ahorro realizado por todos los consumidores y pasaría al trabajo que la máquina hubiese inutilizado y a provocar un nuevo desarrollo en todas las industrias.

Y así es como sucede. Yo he visto los periódicos a 80 francos; ahora están a 48: economía de 32 francos para los suscriptores. No es cierto, o al menos no es necesario, que los 32 francos continúen fomentando la industria del periodismo. Pero lo que viene a ser cierto y necesario es que, si no fomentan esta industria, fomentarán otra. La gente empleará aquel ahorro en comprar más periódicos, en alimentarse mejor, en adquirir ropa o en tener mejores muebles.

De forma que las industrias son solidarias. Forman un vasto conjunto, cuyas partes se comunican por medio de canales secretos. Lo que se ahorra en una se emplea en la otra. Lo que importa es comprender bien que nunca, jamás, se realizan los ahorros a expensas del trabajo y de los salarios.

IX. El crédito

En todos los tiempos, pero sobre todo en los últimos años, se ha intentado universalizar la riqueza generalizando el crédito.

No sería exagerado afirmar que, desde la revolución de febrero, las imprentas parisienses han vomitado más de diez mil folletos preconizando esa solución para el problema social. Dicha solución tendría como base una pura ilusión óptica, si es que una ilusión puede ser la base de algo.

Se empieza por confundir el dinero efectivo con los productos, y después el papel moneda con el dinero efectivo. Y de ambas confusiones se pretende que surja una realidad.

En esta cuestión es absolutamente indispensable arrojar al olvido el dinero, la moneda, los billetes y demás instrumentos por cuyo medio pasan los productos de mano en mano, y fijarse exclusivamente en los productos mismos, que son la verdadera materia del préstamo.

Cuando un labrador toma prestados cincuenta francos para comprar un arado, en realidad no se le prestan los cincuenta francos, sino precisamente un arado.

Y cuando un comerciante toma prestados veinte mil francos para comprar una casa, no queda a deber veinte mil francos, sino una casa.

El dinero sólo aparece allí para facilitar el arreglo entre las distintas partes.

Supongamos que un tal Pedro puede no hallarse en disposición de prestar su arado, mientras que Jaime puede estar dispuesto a prestar su dinero. ¿Qué hace entonces Guillermo? Toma prestado el dinero de Jaime, y con él compra el arado de Pedro.

Pero de hecho, ninguno toma prestado el dinero por el dinero en sí, sino como un medio para obtener un producto.

Ahora bien, en ningún sitio pueden pasar de una mano a otra más productos que aquellos de los que se disponga: sea cual fuere la cantidad de dinero y de papel puesta en circulación, el conjunto de los prestatarios no puede recibir mayor número de arados, casas, útiles, provisiones o materias primas que el que sea capaz de proporcionar el conjunto de los prestamistas.

Fijémonos bien en la idea de que si hay un prestatario tiene que haber un prestamista, igual que si hay un empréstito tiene que haber un préstamo. Esto sentado, el bien que pueden proporcionar las instituciones de crédito consiste en facilitar a los prestatarios y a los prestamistas el medio de encontrarse y de entenderse. Lo que aquéllas no pueden hacer es aumentar caprichosamente la masa de los objetos prestados.

Pero ese aumento es lo que debería conseguirse para que los reformadores alcanzaran su objetivo, que consiste nada menos que en poner arados, casas, útiles, provisiones y materias primas en manos de todos los que aspiran a su posesión. Así es como aquellos reformadores llegan a la idea de dar al préstamo la garantía del Estado. Profundicemos, pues, en la materia, porque encierra algo que se ve y algo que no se ve. Procuremos ver ambas cosas.

Supongamos de nuevo que no haya más que un arado en el mundo, y que dos labradores lo pretenden: Pedro es poseedor del único arado que hay disponible en Francia. Juan y Jaime desean tomarlo prestado. Juan, por su probidad, sus propiedades y su buena fama, ofrece garantías, se puede creer en él, tiene crédito. Jaime, por su parte, no inspira confianza o la inspira en menor medida. Naturalmente, Pedro presta su arado a Juan.

Sin embargo, a partir de la inspiración socialista, interviene el Estado y le dice a Pedro que debe prestar su arado a Jaime. A cambio, el Estado garantiza el reembolso, una garantía que vale más que la de Juan, que no se tiene más que a sí mismo para responder de sus propios actos, mientras que el Estado, aunque no posee nada, dispone de la fortuna de todos los contribuyentes, con cuyo dinero abonará el capital y los intereses.

Consecuencia: Pedro presta su arado a Jaime. Esto es lo que se ve.

Y los socialistas se frotan las manos y celebran el triunfo de su estrategia. Gracias a la intervención del Estado, el pobre Jaime tendrá su arado y no se verá obligado a cavarla tierra. Ya está en el camino del éxito. Es un logro para él y para la nación entera.

Pues yo digo que no existe tal beneficio para la nación, y señalo lo que no se ve.

No se ve que, si Jaime tiene el arado, es porque lo ha perdido Juan.

No se ve que, si Jaime ara en vez de cavar, Juan se queda sin poder arar.

Por lo tanto, aquello que se quiere considerar aumento no es más que desviación de préstamo.

Y además, tampoco se ve que esta desviación implica profundas injusticias: injusticia con respecto a Juan, a quien se despoja del crédito que había merecido y obtenido merced a su carácter probo y activo; injusticia con respecto a los contribuyentes, a quienes se expone a pagar una deuda que no han contraído.

Se aducirá que el gobierno ofrece a Juan las mismas posibilidades que a Jaime. Pero si no existe más que un arado disponible, no es posible prestar dos. El argumento vuelve a reducirse a que, merced a la intervención del Estado, habrá más empréstitos que préstamos posibles, puesto que el arado representa aquí la masa de los capitales disponibles.

Ciertamente, he reducido la operación a los términos más sencillos, pero sométanse a este esquema las instituciones gubernamentales de créditos más complejos y se verá que su resultado no puede ser otro que el de desviar el crédito, nunca aumentarlo. En un país y en una época dados, no hay más que cierta cantidad de capitales disponibles, y todos tienen un determinado destino. Garantizando el Estado a los insolventes, puede aumentar el número de los prestatarios y hacer que suba la tasa del interés (siempre en perjuicio del contribuyente), pero lo que no puede hacer es aumentar el número de los prestamistas y la magnitud del total de los préstamos.

Que no se me impute, sin embargo, una conclusión que yo nunca podría asumir. Digo que la ley no puede favorecer artificialmente los empréstitos. Pero no que deba impedirlos artificialmente. Si se encuentran en nuestro régimen hipotecario, o donde quiera que sea, obstáculos para la difusión y para la propagación del crédito, derríbense: nada más justo. Pero sólo esto y la libertad deben pedir a la ley los reformadores dignos de tal calificativo.

X. argelia

Pues aquí tenemos a cuatro oradores que se disputan la tribuna. Hablan primero todos a la vez y luego uno tras otro. Para decir, por cierto, muy lindas cosas sobre el poderío y la grandeza de Francia, sobre la necesidad de sembrar para recoger, sobre el brillante porvenir de nuestra vasta colonia, sobre la ventaja de «verter» lejos nuestro excedente de población, etc., etc.: magníficos retazos de elocuencia, siempre aderezados con esta perorata: «Votad cincuenta millones (más o menos) para construir puertos y carreteras en Argelia, para enviar allí colonos a los que habrá que construir casas y cuyos campos habrá que roturar. De este modo, protegerás al trabajador francés, fomentarás el trabajo en África y haréis fructificar el comercio en Marsella. Todo es beneficio.»

Y todo ello sería muy cierto si se consideran los citados millones sólo desde el momento en el que el Estado los gasta; si se mira adónde van y no de dónde vienen; si se tiene en cuenta lo que ese dinero producirá al salir de la caja de los recaudadores, pero no lo que se ha impedido que produzca si hubiera quedado en poder de éstos. Desde un punto de vista limitado, ciertamente, todo es beneficio. La casa edificada en Berbería es lo que se ve; el puerto construido en Berbería es lo que se ve; el trabajo estimulado en Berbería es lo que se ve; un número menor de brazos ociosos en Francia es lo que se ve; un gran movimiento de mercancías en Marsella es, de todos modos, lo que se ve.

Pero hay una cosa que no se ve. Y es que los cincuenta millones gastados por el Estado no han podido ser gastados por los contribuyentes. De todo el bien atribuido al gasto público ya verificado, hay, pues, que descontar todo el mal derivado del gasto privado reprimido, a menos que se pretenda sostener la idea de que el ciudadano no habría empleado en nada los francos que supo ganar y que los impuestos le arrebatan. (Lo que sería absurdo, puesto que, si se tomó el trabajo de ganar el dinero, sería porque esperaba tener la satisfacción de gastarlo en algo.) Así pues, el ciudadano habría mandado levantar la cerca de su jardín y no podrá hacerlo: esto no se ve; habría comprado más útiles; estaría mejor alimentado, mejor vestido; habría podido mejorar la instrucción de sus hijos; habría contratado una póliza de seguros... No podrá hacer nada de esto. Por una parte, los bienes que se le han quitado y las iniciativas que se han destruido. Por la otra, el trabajo del peón, del carpintero, del herrero, del sastre, del profesor, trabajo que el ciudadano habría fomentado y que ha sido aniquilado: todo esto no se ve.

Se fía mucho a la futura prosperidad de Argelia. Aceptémoslo. Pero dígase algo también del marasmo en el que, mientras tanto, Francia se hunde inevitablemente. Me hablan del comercio marsellés; pero si este se apoya en el producto del impuesto, entonces hablaré yo del comercio que se destruye en el resto del país. Se dice: «Ya tenemos un colono en Berbería. Es un alivio para la población que queda en el país.» Pero yo me pregunto cómo puede afirmarse tal cosa, puesto que, al llevar a ese colono a Argel, se envía con él un capital dos o tres veces mayor que el que bastaba para que el ciudadano pudiese vivir en Francia.1

No me propongo más objeto que hacer comprender al lector el hecho de que, en todo gasto público, detrás del bien aparente hay un mal más difícil de discernir. Pretendo que se vea una cosa y la otra y que se tengan ambas en cuenta.

Cuando se propone un gasto público, es preciso examinarlo en sí mismo, haciendo abstracción del supuesto estímulo que ha de transmitir al trabajo, y dado que tal estímulo es una quimera. A este respecto, lo que hace el gasto público lo hubiera hecho igualmente el gasto privado, ya que en este caso el interés del trabajo no es lo que se discute.

No pretendo valorar en este escrito el mérito intrínseco de los gastos públicos asignados a Argelia. Pero no puedo dejar de hacer una observación general, y es que la presunción está siempre en contra de los gastos colectivos verificados por medio del impuesto. ¿Por qué? Vamos a verlo.

En primer lugar, porque, poco o mucho, siempre perjudican a la justicia. Puesto que Jaime B. se molestó en ganar su dinero con el fin de procurarse una satisfacción, resulta cuando menos enojoso que el fisco intervenga para privarle de dicha satisfacción y proporcionársela a otro. El fisco y quienes lo activan son los que deben justificarse con razones. Pero el Estado da una muy mala cuando dice: «Con ese dinero daré trabajo a unos cuantos obreros», puesto que el ciudadano (cuando se le caiga la venda de los ojos) sabrá contestar: «¡Toma! ¡Con ese dinero también yo los haría trabajar!»

Dejando de lado esta razón, aparecen las otras en toda su desnudez, y el debate entre el fisco y el pobre ciudadano queda muy simplificado. Si el Estado le dice: «Te cobro cinco francos para pagar al gendarme que vela por tu seguridad; para empedrar la calle que atraviesas todos los días; para retribuir al magistrado que hace respetar tu propiedad y tu libertad; para alimentar al soldado que vigila nuestras fronteras», o mucho me engaño, o Jaime B. pagará sin decir una palabra. Pero si el Estado le dice: «Te tomo cinco francos para darte uno de prima en el caso de que hayas cultivado bien tu campo; o para enseñar a tus hijos lo que tú no deseas que aprendan; o para que el señor ministro añada el plato número ciento uno en su recepción; o para levantar una cabaña en Argelia, sin perjuicio de quitarte otros cinco francos todos los años para subvencionar a un colono que la habite, y otros cinco para mantener a un soldado que guarde al colono, y otros cinco para pagar al general que mande al soldado, etc., etc.», ya me parece estar oyendo al pobre Jaime B. gritar:

«¡Este régimen legal es muy parecido al régimen de la selva de Bondy!» Y como el Estado prevé esta objeción, ¿qué hace? Lo embrolla todo y saca a relucir justamente la detestable razón que no debería tener influencia alguna en este asunto. Y habla del efecto que producen los cinco francos aplicados al trabajo. Y muestra al cocinero y al proveedor del ministro; muestra a un colono, a un soldado y a un general que viven de aquellos cinco francos; muestra, en fin, lo que se ve. Y mientras el ciudadano no aprenda a cotejarlo con lo que no se ve, será un ingenuo. Por eso insisto una vez y otra: para que aprenda.

Puesto que los gastos públicos desplazan el trabajo sin acrecentarlo, resulta contra ellos otra presunción grave. Desplazar el trabajo es también desplazar a los trabajadores, turbando las leyes naturales que presiden la distribución de la población por el territorio. Cuando se dejan al contribuyente cincuenta millones, como el contribuyente está en todas partes, ese dinero alimenta el trabajo de los cuarenta mil municipios de Francia; obra de acuerdo con los vínculos que nos retienen a todos en el país natal; se reparte entre los trabajadores y en todas las industrias imaginables. Si el Estado sustrae esos cincuenta millones y, en su totalidad, los gasta en un punto dado, atrae sobre ese punto una cantidad proporcional de trabajo desplazado, su correspondiente número de trabajadores desorientados y una población flotante, inclasificada, y aun me atrevo a decir, peligrosa en cuanto se agoten los fondos. Pero sucede (y aquí vuelvo a mi asunto) lo siguiente: esa actividad febril y, por decirlo así, concentrada en un estrecho espacio, salta a la vista de todos. Es lo que se ve. Y el pueblo aplaude, se maravilla de la belleza y de la facilidad del procedimiento y pide que se renueve y que se extienda. Lo que no se ve es que un cúmulo de trabajo, probablemente más adecuado, perece de inanición en el resto de Francia.

XI. El ahorro y el lujo

No es sólo en materia de gastos públicos donde lo que se ve eclipsa lo que no se ve. Si se deja en la sombra la mitad de la economía política, se llega al establecimiento de una falsa moral, que conduce a las naciones a considerar como antagonistas tanto los intereses morales como los de orden material. Lo cual resulta de lo más triste y desconsolador. Veamos:

No hay padre de familia que no considere como un deber la inculcación a sus hijos del orden, el espíritu de conservación, la economía, la moderación en los gastos. Del mismo modo, no hay religión que no clame contra el fasto y el lujo. Ahora bien, por otro lado, son muy populares sentencias como las siguientes:

«Acumular riquezas es secar las venas del pueblo.»

«El lujo de los grandes hace el bienestar de los pequeños.»

«Los pródigos se arruinan pero enriquecen al Estado.»

«Lo superfluo del rico es el pan del pobre.»

He aquí una contradicción flagrante entre la idea moral y la social, aunque muchos hombres eminentes la han constatado a lo largo del tiempo. Y creo que no puede haber nada más terrible que observar en la humanidad dos tendencias contrapuestas. ¿Será posible que la humanidad caiga en la degradación desde un extremo y desde su contrario? Si economiza, se hunde en la miseria. Y si es pródiga, cae en el aniquilamiento moral.

Pero, afortunadamente, las máximas vulgares se equivocan en su concepción del ahorro y del lujo, pues sólo consideran las consecuencias inmediatas que se ven, ignorando los efectos ulteriores que no se ven. Procuremos rectificar esta incompleta visión.

Mondor y su hermano Aristo, que compartieron la herencia de su padre, poseen cincuenta mil francos de renta cada uno. Mondor practica la filantropía con diligencia. Como un verdadero verdugo del dinero, cambia su mobiliario varias veces al año, renueva su indumentaria todos los meses y da que hablar por su probada inventiva ante el empeño de acabar cuanto antes con lo que posee. En suma, eclipsaría con su disipada vida incluso a Balzac y a Alejandro Dumas. Pero sería cosa de oír la cantidad de alabanzas de los que lo rodean. Su nombre va de boca en boca tal que el de un bienhechor de los trabajadores, como si fuera la providencia del pueblo. Bien es cierto que se entrega a las orgías, que su coche salpica de lodo a los transeúntes, que su dignidad y la dignidad humana salen malparadas, pero si Mondor no vale por sí mismo, lo vale su riqueza. Al fin y al cabo, hace circular su dinero y los proveedores que acuden a su casa se retiran siempre satisfechos. ¿No dicen que, si el dinero es redondo, es para que ruede?

Aristo ha adoptado un plan de vida muy diferente. Si bien no es egoísta, es, cuando menos, individualista, ya que mide sus gastos, no busca más que placeres moderados y razonables, piensa en el porvenir de sus hijos y, en fin, soltemos ya la palabra: economiza.

También es cosa de oír lo que de él dice la gente. Que para qué sirve ese mal rico, ese avaro. Que hay algo de imponente, de grave, en la sencillez de su vida. Que si es humano, bienhechor, generoso, también calcula. Desde luego, él no es de los que dilapidan sus rentas, ni su casa resplandece en una vorágine. ¿Qué tienen que agradecerle los tapiceros, los cocheros, los chalanes y los confiteros?

Estos juicios, funestos para la moral, se fundamentan en que hay una cosa que salta a la vista, que es el gasto del pródigo, y otra que permanece oculta: el gasto igual, y aun superior, del que economiza.

Pero las cosas están tan admirablemente combinadas por el divino inventor del orden social que, en esto como en todo, la economía política y la moral, lejos de hallarse en contradicción, están de acuerdo. De forma que la prudencia de Aristo no sólo es más digna, sino más provechosa que la locura de Mondor.

Y cuando digo más provechosa no quiero decir que lo sea solamente para Aristo y para la sociedad en general, sino también para los obreros y para la industria.

Para demostrarlo, basta ofrecer a la mente esas consecuencias ocultas de las acciones humanas que los ojos corporales no ven.

Sí, la prodigalidad de Mondor tiene efectos visibles para todas las miradas. Todo el mundo puede ver sus berlinas, sus landós, las delicadas pinturas de sus techos, sus ricos tapices, el brillo que envuelve su mansión. Todo el mundo sabe que sus caballos purasangre corren en el hipódromo. Las recepciones que organiza en su palacio de París convocan a multitudes en los alrededores y se oye comentar: «Este es un hombre valiente, que, lejos de guardar sus rentas, seguramente está haciendo mermar su capital». Esto es lo que se ve.

No es tan fácil de ver, desde el punto de vista del interés de los trabajadores, lo que sucede con las rentas de Aristo. Seguiremos su pista y llegaremos al convencimiento de que todo su dinero, hasta el último óbolo, genera tanto trabajo como el dinero de Mondor. Sólo hay una diferencia: el disparatado gasto de Mondor está abocado a decrecer sin cesar hasta llegar a su final. Por el contrario, el prudente gasto de Aristo irá cada día en aumento. Y si esto sucede así, el interés público estará de acuerdo con la moral.

Aristo gasta, para él y para su casa, veinte mil francos al año. Si esto no bastase para su felicidad, no merecería el apelativo de prudente. Aristo siente los males que pesan sobre las clases pobres. Cree, en conciencia, que debe contribuir a su alivio, y emplea diez mil francos en actos de beneficencia. Entre los negociantes, los fabricantes y los agricultores, tiene amigos que pasan por apuros económicos momentáneos. Se informa de su situación a fin de socorrerlos con prudencia y eficacia, a cuyo objeto destina otros diez mil francos. Por último, no echa en el olvido que tiene que dotar a sus hijas y asegurar el porvenir de sus hijos y, en consecuencia, se impone la obligación de ahorrar y colocar todos los años diez mil francos.

Veamos, pues, el empleo que hace de sus rentas:

1.º Gastos personales................... 20.000 francos

2.º Beneficencia ....................... 10.000 francos

3.º Servicios de amistad .............. 10.000 francos

4.º Ahorros ............................ 10.000 francos

Examinemos cada uno de estos capítulos y se verá que no queda un solo óbolo que no contribuya al trabajo nacional.

1.º Gasto personal. Este gasto, dado que se refiere a operarios y proveedores, tiene unos efectos absolutamente idénticos a un gasto similar hecho por Mondor. Esto se evidencia por sí mismo y no es preciso dedicarle más atención.

2.º Beneficencia. Los diez mil francos empleados en este apartado pasan también a alimentar la industria. Llegan al panadero, al carnicero, a los comerciantes de ropa y de muebles. El pan, la carne y los vestidos no sirven directamente a Aristo, pero sí a quienes lo sustituyen. Y esta simple sustitución de un consumidor por otro no afecta en nada a la industria en general. Que Aristo gaste cinco francos o que ruegue a un desventurado que los gaste en su lugar, el resultado es el mismo.

3.º Servicios de amistad. El amigo a quien Aristo presta o da diez mil francos, no los recibe para esconderlos. Lo contrario resultaría inverosímil, ya que serán empleados en el pago de mercancías o deudas. En el primer caso, fomenta la industria. ¿Habrá quien se atreva a decir que ésta sale más beneficiada de la compra de un caballo purasangre que de la de diez mil francos de telas? Si la cantidad se emplea en pagar una deuda, el resultado será que aparezca un tercer personaje, el acreedor, que cobrará los diez mil francos y que indudablemente los empleará en algo relativo a su comercio, su industria o su oficio. Es un intermediario más entre Aristo y los operarios. Los nombres propios cambian, pero el gasto es el mismo y el fomento de la industria también.

4.º Ahorro. Quedan los diez mil francos ahorrados. Y es aquí donde, bajo el punto de vista del fomento de las artes, de la industria, del trabajo y de los operarios, Mondor parece muy superior a Aristo por más que, en relación con la moral, Aristo parezca algo superior a Mondor.

Nunca veo sin cierto disgusto físico, que llega hasta el sufrimiento, la aparición de semejantes contradicciones entre las leyes esenciales de la naturaleza. Si la humanidad se viera abocada a elegir entre dos opciones, de forma que una lastimara sus intereses y la otra su conciencia, sólo nos quedaría la desesperación como horizonte de porvenir. Afortunadamente, no es así. Y para ver a Aristo recuperar la preeminencia económica, tal como ostenta la superioridad moral, bastará con entender un consolador axioma que, no por parecer paradójico, deja de ser verdadero: ahorrar es gastar.

¿Cuál es el objetivo que se propone Aristo al economizar diez mil francos? Desde luego, no el de enterrarlos en un escondrijo de su jardín. Lo que se propone es aumentar su capital y su renta. Por lo tanto, el dinero que no emplea en costear satisfacciones de índole personal, lo destina a la adquisición de tierras, casas, rentas del Estado, acciones industriales. O bien lo deposita en la oficina de un negociante o de un banquero. Sigamos el rastro de su dinero en todas las hipótesis y podremos comprobar que, de la mano de vendedores o de prestamistas, termina alimentando el trabajo igual que si, imitando a su hermano, lo hubiese invertido en muebles, joyas y caballos.

Porque, cuando Aristo compra tierras o rentas por el valor de diez mil francos, lo hace determinado por la consideración de que no necesita gastar aquella suma, hecho que podría ser objeto de reproches. Pero también quien le vende las tierras o las rentas lo hace llevado por la consideración de que necesita aquellos diez mil francos para gastarlos en una cosa o en otra. De forma que, en última instancia, el gasto se verifica, bien lo realice Aristo o alguien en su lugar.

Desde el punto de vista de la clase obrera, es decir, del fomento del trabajo, no hay más que una diferencia entre la conducta de Aristo y la de Mondor: el gasto de Mondor, como lo realiza él y se verifica cerca de él, se ve. El de Aristo se lleva a efecto por medio de intermediarios y lejos de él, y, por lo tanto, no se ve. Pero de hecho, y para los que saben atribuir los efectos a sus verdaderas causas, el gasto que no se ve resulta tan positivo como el que se ve. La prueba está en que en ambos casos el dinero circula y no permanece en la caja de caudales del derrochador ni tampoco en la del inversor prudente.

Es, por consiguiente, falso decir que el ahorro causa un perjuicio cierto a la industria. En este concepto, es tan beneficioso como el lujo, y podrá comprobarse cómo supera a este si el análisis, en lugar de ceñirse a un momento concreto, abarca un largo periodo.

Han transcurrido diez años. ¿Adónde han ido a parar Mondor, su fortuna y su gran popularidad? Todo se ha desvanecido, Mondor está arruinado. En vez de derramar sesenta mil francos cada año por el cuerpo social, ahora tal vez resulta una carga. En cualquier caso, ya no es el encanto de sus proveedores, ni se cuenta entre los que promueven las artes y la industria, ni sirve de nada a los obreros. Como su familia, a la que deja en la miseria.

Al mismo tiempo, Aristo, además de continuar poniendo en circulación sus rentas, las acrecienta cada año. Con ello acrecienta el capital nacional o, lo que es lo mismo, el fondo que alimenta los salarios, y, como la demanda de trabajadores depende de la cuantía de aquel fondo, las rentas contribuyen a acrecentar progresivamente la remuneración de la clase obrera. Y cuando desaparezca, Aristo dejará a sus hijos en condiciones de reemplazarlo en esa tarea de progreso y civilización.

Desde un punto de vista moral, la superioridad del ahorro sobre el dispendio es incontestable. Consuela pensar que quien no se detenga a valorar la cuestión en sus efectos inmediatos y sepa llevar sus consideraciones hasta los efectos definitivos, llegará a la misma conclusión desde un punto de vista económico.

XII. El que tiene derecho a trabajar tiene derecho a obtener beneficios.

«Hermanos, deben unirse para proporcionarme trabajo a tu propio precio». Este es el derecho al trabajo, el socialismo elemental o de primer grado.

«Hermanos, deben unirse para proporcionarme trabajo a mi propio precio». Este es el derecho al beneficio, el socialismo refinado o de segundo grado.

Uno y otro viven de los efectos que se ven. Pero morirán por efecto de lo que no se ve.

Lo que se ve radica en el trabajo y en el beneficio proporcionados por la cotización social. Lo que no se ve se halla a su vez en el trabajo y en el beneficio que produciría el mismo escote si se dejara en manos de los contribuyentes.

En 1848, el derecho al trabajo se manifestó durante un instante con dos caras. Esto bastó para arruinarlo ante la opinión pública.

Una de estas caras se llamaba taller nacional.

La otra, cuarenta y cinco céntimos.

Todos los días, pasaban millones de francos de la calle de Rivoli a los talleres nacionales. Este era el lado bonito de la medalla.

Pero véase su reverso: para que salgan de una caja los millones, es preciso que hayan entrado en ella. Por eso los creadores del derecho al trabajo se dirigieron a los contribuyentes.

Y los aldeanos veían que, al tener que pagar 45 céntimos, tenían que privarse de hacerse un traje, de abonar el campo y de reparar la casa.

Y los operarios del campo veían que, como el amo se privaba de hacerse un traje, había menos trabajo para el sastre; y como no abonaba sus campos, había menos trabajo para el labrador; y como no mandaba reparar su casa, había menos trabajo para el albañil y para el carpintero.

Y entonces quedó probado que no se sacan de un saco dos moliendas, y que el trabajo pagado por el gobierno se ejecuta a expensas del trabajo pagado por el contribuyente. Esta fue la muerte del derecho al trabajo, que había nacido como una quimera y como una injusticia.

Y, sin embargo, el derecho al beneficio, que no es más que la exageración del derecho al trabajo, continúa viviendo y goza de la más perfecta salud.

¿No hay algo de vergonzoso en el papel que el proteccionista hace representar a la sociedad? Él dice: «Es menester que me des trabajo, y lo que es más, un trabajo lucrativo. Yo he elegido tontamente una industria que me ocasiona una pérdida del diez por ciento. Si impones una contribución de veinte francos a mis conciudadanos y me la entregas, mi pérdida se convertirá en beneficio. Pues el beneficio es un derecho y me lo debes.»

La sociedad que presta oídos a este sofisma, que se carga de impuestos para satisfacerlo, que no se da cuenta de que la pérdida que sufre una industria no deja de serlo por más que obligue a las demás industrias a resarcirla, esa sociedad merece la carga que se le impone.

De modo que (ya lo hemos visto en los varios ejemplos que he citado) no conocer la economía política es dejarse deslumbrar por el efecto inmediato de un fenómeno, y conocerla es abarcar con el pensamiento el conjunto de los efectos.

Aquí podría yo someter a la misma prueba otras muchas cuestiones. Pero retrocedo ante la monotonía de una demostración siempre uniforme y concluyo aplicando a la economía política lo que Chateaubriand dijo de la Historia:

«Hay dos consecuencias en la historia: la una inmediata, que se deja conocer al instante, y la otra remota, que no se distingue al principio. Estas consecuencias están en contradicción muchas veces. Emanan las unas de nuestro limitado conocimiento y las otras de la sabiduría eterna. El hecho providencial aparece después del hecho humano. Detrás de los hombres, se eleva Dios. Negad cuanto queráis el supremo consejo, no consintáis su acción, discutid sobre las palabras, llamad fuerza de las cosas o razón a lo que el vulgo llama Providencia, pero reflexionad sobre el término de un hecho consumado y veréis que siempre produce lo contrario de lo que se esperaba, cuando no se ha establecido desde el principio sobre la moral y sobre la justicia». — CHATEAUBRIAND, Memorias de ultratumba

 

1. El señor ministro de la Guerra declaró recientemente que cada individuo trasladado a Argelia le cuesta al Estado la suma de 8.000 francos. Ahora bien, es positivo que se reconozca que estos desventurados emigrantes hubieran podido vivir muy bien en Francia con un capital de 4.000 francos. Me gustaría saber, entonces, en qué se ve favorecida la población francesa cuando se queda sin un hombre y sin los medios de subsistencia de otros dos.

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