«Defiendo un orden económico regido por precios y mercados libres... el único orden económico compatible con la libertad humana».
Wilhelm Röpke dedicó su carrera académica a combatir el colectivismo en la teoría económica, social y política. Como estudiante y defensor de la Escuela Austriaca, contribuyó a su estructura teórica y a su visión política, advirtiendo de los peligros de la consolidación política y subrayando la conexión entre cultura y sistemas económicos. Más que ningún otro austriaco de su época, exploró los fundamentos éticos de un orden social basado en el mercado.
Defendió el libre mercado de las críticas culturales socialistas señalando que las crisis sociales y el declive cultural no son producto de la sociedad libre; hay que fijarse en el control estatal, la centralización política, el bienestar y la inflación como fuente primaria de la decadencia social. Röpke influyó en la dirección de la reforma económica alemana de posguerra, se convirtió en una fuerza intelectual de primer orden en la configuración del movimiento conservador americano de posguerra, en particular en su rama «fusionista», y ha sido comparado con Mises como arquetipo del pensador individualista.
Röpke nació el 10 de octubre de 1899 en Schwarmstedt, Hannover (Alemania). Era hijo de un médico que le educó en la tradición cristiana clásica y protestante. Al servir en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial, quedó impresionado por la brutalidad de la guerra, que tuvo un profundo efecto en su vida. Se convirtió, según sus propias palabras, en «un ferviente aborrecedor de la guerra, del brutal y estúpido orgullo nacional, del afán de dominación y de todo atentado colectivo contra la ética».
En consonancia con las tendencias intelectuales, Röpke culpó inicialmente de la guerra al imperialismo capitalista y se sintió atraído por el socialismo como única alternativa. Pero cambió de opinión tras leer Nación, Estado y Economía, de Ludwig von Mises, publicado en 1919. Esa obra fue, «en muchos sentidos, la respuesta redentora a las muchas preguntas que atormentaban a un joven que acababa de regresar de las trincheras». Una economía socialista era, necesariamente, una economía planificada a escala internacional. Un régimen así obstaculizaría gravemente el comercio internacional, que genera cooperación entre las naciones y disminuye la probabilidad de guerra. La única forma de socialismo compatible con el comercio internacional, concluyó, es la variedad nacional, que Röpke no podía soportar. Reconoció entonces el socialismo como lo que es: colectivismo a través de la potenciación del Estado.
El afán por comprender las causas y la crisis de la Primera Guerra Mundial llevó a Röpke a dedicarse al estudio de la economía y la sociología. Estudió Economía en la Universidad de Marburgo, donde obtuvo el Dr.rer.pol en 1921 y la Habilitation en 1922. Al año siguiente se casó con Eva Finke, con la que tuvo tres hijos. Su primer puesto académico fue en Jena en 1924. Dos años más tarde, en la Convención de Viena de la Asociación Alemana de Sociología, conoció a Ludwig von Mises. Röpke se trasladó a Graz en 1928, y en 1929 se convirtió en profesor titular de su alma mater en Marburgo.
Tras las victorias políticas de los nazis en 1932, su oposición intransigente al fascismo le valió el honor de ser uno de los primeros profesores en verse obligado a abandonar su puesto. Röpke se marchó de Marburgo a Fráncfort y, a principios de 1933, poco después de pronunciar un discurso público muy crítico con los nazis, abandonó su patria con su familia. Röpke aceptó entonces una oferta para ser profesor de economía en la Universidad de Estambul.
Röpke enseñó en Estambul de 1933 a 1937, cuando aceptó un puesto en el Instituto de Estudios Internacionales de Ginebra (Suiza). Allí se unió a Ludwig von Mises, que formaba parte del profesorado del Instituto desde 1934. Aunque Mises se marchó de Ginebra a los Estados Unidos en 1940, tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Röpke decidió quedarse y permaneció en el Instituto hasta su muerte en 1966. Para restablecer la comprensión más amplia posible de la libertad, Röpke, junto con Mises y F.A. Hayek, convocó una reunión internacional de historiadores, filósofos, economistas y periodistas que compartían su preocupación por la constante erosión de la libertad, y en 1947 este grupo formó la Sociedad Mont Pelerin.
A través de la Sociedad, Röpke pudo reunirse con Ludwig Erhard, Ministro de Economía y Canciller de Alemania Occidental, e influir en su pensamiento. Erhard reveló más tarde que durante la Segunda Guerra Mundial pudo obtener ilegalmente los libros de Röpke, que «devoró como el desierto el agua que da vida». El producto de la influencia de Röpke sobre Erhard ha sido etiquetado como el «milagro económico alemán» posterior a la Segunda Guerra Mundial, aunque Röpke señaló que el éxito económico experimentado por Alemania Occidental no fue un milagro en absoluto; fue el resultado de adoptar instituciones sociales y jurídicas correctas que fomentaban la economía de mercado. Echando la vista atrás a las políticas económicas de Alemania Occidental de la década de 1950, lamentó que las reformas de libre mercado no hubieran ido lo suficientemente lejos.
FASCISMO
Los primeros trabajos de Röpke esbozaron temas que se repetirían a lo largo de su carrera: la maldición del colectivismo y el cientificismo, y la importancia central de las instituciones morales y sociales que sustentan la sociedad libre. Su análisis de la economía fascista de 1931, publicado bajo el seudónimo de Ulrich Unfried, protestaba contra los intelectuales anticapitalistas que utilizaban la depresión mundial para allanar el camino al nacionalsocialismo. El «capitalismo» contra el que arremetían los anticapitalistas, escribía, no era el capitalismo de libre mercado, sino el corporativismo estatal, caracterizado por intervenciones esporádicas y asociaciones entre el gobierno y las empresas. «Y para reflotar la economía cuyo funcionamiento se ha visto tan perjudicado por las intervenciones del pasado, esos mismos críticos del capitalismo claman por más intervenciones, más planificación y, por tanto, una mayor emasculación de nuestra economía. Es como si uno echara arena en un motor y luego esperara volver a ponerlo en marcha echando más arena».
Para evitar significados contradictorios, Röpke utilizó el término «economía de mercado» en lugar de «capitalismo». También rechazó calificar el socialismo de «economía planificada»: toda economía está planificada, decía; la cuestión es si la planifican los empresarios y las personas libres, o el Estado. En su lugar, consideraba más acertado referirse a un sistema colectivista como una «economía de oficina».
Röpke reconoció que, como sistema social y económico, el fascismo no es una tercera vía entre el libre mercado y el comunismo. Es simplemente otra forma de totalitarismo que pretendía «combinar su totalitarismo general con el carácter individualista de la sociedad». Tal política intermedia creó un estado intervencionista extremo cuyo principal agente de producción era el monopolista creado por el gobierno.
El fascismo tiene un grave defecto moral, argumentaba Röpke: no reconoce al individuo como la unidad social clave. El razonamiento económico correcto, decía, no empieza con la nación sino con la acción humana, y la política social correcta empieza con el reconocimiento de que la sociedad está formada por individuos con alma. El fascismo, por otra parte, al ignorar el alma individual, es primo cercano del socialismo porque exulta en la idolatría del Estado.
CICLOS ECONÓMICOS
A principios de la década de 1930 se escribió mucho sobre la depresión, sus causas y remedios, y en 1936 Röpke ofreció al mundo anglosajón su propia contribución, Crises and Cycles. Utilizando las teorías monetarias y del capital de Böhm-Bawerk, Mises, Strigl y Hayek, Röpke respaldó la opinión de que la recesión inicial fue el resultado de una expansión crediticia previa por parte del banco central. Señaló que «la teoría moderna del ciclo comercial es unánime en cuanto al principio fundamental de que la alternancia de auge y depresión es ante todo una alteración en el volumen de inversiones a largo plazo y, por tanto, en la actividad de las industrias productoras de bienes de capital». Röpke atribuyó la existencia de las recesiones económicas a la existencia de una compleja división del trabajo, que hace posible la «redondez» de la producción, combinada con un exceso de inversión en bienes de orden superior estimulado por la expansión del crédito.
En su libro de texto La economía de una sociedad libre, publicado por primera vez en alemán en 1937, aclaró aún más su punto de vista. Para que se produzca tal sobreinversión, escribió, «será necesario algún tipo de compulsión que afloje el vínculo que ata la producción de bienes de capital al ahorro voluntario de la población, y que eleve la restricción relativa del consumo por encima del punto al que la propia población está dispuesta a someterse a través de sus ahorros». En resumen, el auge del ciclo comercial de auge-caída no se produce en el mercado libre; es el resultado de la intervención del Estado en los mercados de crédito que sesga las decisiones de inversión.
Una división del trabajo desarrollada y la sobreinversión de capital también pueden existir en una economía planificada, argumentó, por lo que el socialismo no sería inmune a las recesiones económicas. De hecho, un sistema así sería aún más inestable. «En una sociedad socialista [el ahorro forzoso] puede ser sustituido por la fuerza abierta ejercida por el Estado, con el efecto de que la población se vería impulsada, directa y autoritariamente, a renunciar a las posibilidades de consumo en favor de la acumulación». Además, una economía colectivista no tendrá un mecanismo por el cual se liquiden las inversiones imprudentes, lo que hará que persistan las perturbaciones económicas. «La desarmonía económica que promete convertirse en una dolencia crónica de la economía socialista será notablemente diferente de las desarmonías temporales de la economía capitalista.»
Para evitar los ciclos económicos, argumentaba Röpke, se requiere un mercado libre, un patrón oro y ninguna inflación monetaria creada por el gobierno. Al mismo tiempo, Röpke no excluía la posibilidad de que la expansión del crédito o la reflación fueran necesarias para sacar a la economía de una depresión, una política similar a la que propusieron posteriormente los teóricos del desequilibrio monetario. Demostrando una integridad poco común, Röpke se retractó más tarde de su temprana aceptación de esta política de estilo keynesiano.
CRÍTICA A KEYNES
En el Este, el colectivismo tomó la forma de un socialismo en toda regla. En Alemania e Italia, el fascismo surgió y cayó. Pero el Occidente de posguerra no fue inmune a la llamada del colectivismo, y Röpke consideró que la economía keynesiana allanaba el camino. Sostenía que el programa keynesiano era destructivo tanto en sus consecuencias económicas como morales.
En una crítica de 1952 al Informe de las Naciones Unidas sobre medidas nacionales e internacionales para el pleno empleo, Röpke advertía que si los gobiernos mantenían las tasas de interés perpetuamente bajos, como recomendaba la «nueva economía», la inflación crónica sería la consecuencia necesaria. Röpke preveía que una política de «pleno empleo» plenamente aplicada daría lugar a la «estanflación» que experimentó los Estados Unidos en la década de 1970.
Además, la inflación crónica crea una presión política a favor de la inflación reprimida. Tras haber vivido la hiperinflación alemana, Röpke temía las consecuencias de una autoridad monetaria sin control. Desarrolló una teoría de la inflación reprimida basada en el intervencionismo y en la teoría austriaca del cálculo económico. Las autoridades monetarias gubernamentales primero inflan la oferta monetaria y luego imponen controles de precios y otros controles económicos para mitigar la consiguiente subida de precios. Esto sólo empeora las cosas, ya que, como demostraron los austriacos durante el debate sobre el cálculo socialista, los precios de mercado son cruciales para la planificación económica racional por parte de los empresarios. El resultado es que los precios oficiales no reflejan los valores económicos reales, y la economía está plagada de cuellos de botella, desempleo esporádico y caos económico general. Esta inflación reprimida fue una de las principales características de las economías europeas de posguerra.
Röpke consideraba la inflación como un medio keynesiano de transferir riqueza. Cuando un banco central infla la masa monetaria, el nuevo dinero siempre entra en la economía en manos de determinados individuos. Éstos son los primeros en gastar el nuevo dinero, haciendo sus compras a los niveles de precios originales, contentos de que su riqueza haya aumentado aparentemente. Sin embargo, a medida que el nuevo dinero circula por la economía, el aumento de la demanda de bienes se traduce en un incremento de los precios. Los que reciben el nuevo dinero más tarde o no lo reciben en absoluto deben pagar los precios más altos e incurren en una disminución de su riqueza real. Al explicar esta idea austriaca dentro de su marco moral, Röpke argumentó que esto equivale a poco más que al robo y la redistribución legalizados.
Para Röpke, sin embargo, el método positivista-científico de Keynes era una parte aún más perjudicial de su legado. En una crítica a Keynes, incluida en la edición final de 1963 de su texto revisado La economía de una sociedad libre, Röpke señaló una de las ideas más peligrosas de Keynes. Keynes y sus seguidores veían el sistema económico como parte de un universo matemático-mecánico, en el que la actividad económica era el producto de agregados cuantificables, como el consumo y la inversión, en lugar del resultado de las acciones de los individuos. Keynes eliminó lo humano de la «acción humana» y redujo el sistema económico a una máquina. El hombre se convirtió en una mera unidad social, que se limitaba a reaccionar ante el cambio de las condiciones según sus instintos económicos.
La concentración de Keynes en la gestión de los agregados económicos alimentó la arrogancia de los economistas modernos al justificar su papel como guardianes de las llaves del reino económico. Los economistas keynesianos, al hacer del Producto Nacional Bruto su fin supremo, abogaban por una variante económica del cientificismo. Tal economismo conduce al colectivismo, según Röpke, porque utiliza la coerción gubernamental para gravar fondos de los individuos en nombre del «crecimiento de la economía».
Bienestar, nacional e internacional
Después de la guerra, el Congreso de los Estados Unidos y la administración Truman aprobaron el Plan Marshall, que prometía la mayor transferencia de ayuda extranjera jamás realizada para ayudar a reconstruir la Europa devastada por la guerra, un plan totalmente adoptado por los establecimientos intelectuales y políticos de ambos lados del Atlántico. Pero Röpke disentía de esta opinión convencional alegando que la recuperación económica europea no se lograría mediante la ayuda exterior, sino mediante el restablecimiento de la economía de mercado que se había visto obstaculizada durante la guerra. El problema del desorden económico, dijo, es el resultado de la inflación reprimida, una «política que creó el caos en nombre de la planificación, la confusión en nombre de la orientación, el retroceso y la autarquía en nombre del progreso, y la pobreza masiva en nombre de la justicia». Independientemente de la ayuda de los EEUU, «seguirá dependiendo de cada país beneficiario de Europa el aprovechar o no esta oportunidad única para liberar la economía de los controles inflacionistas. Sin embargo, si no lo hacen, es de temer que los nuevos miles de millones de americanos se esfumen igual que lo hicieron los anteriores».
Es más, predijo que la ayuda del Plan Marshall podría tener el efecto nocivo de impedir la reforma del mercado. Es probable que la ayuda no se utilice para hacer posible una transición al mercado, sino más bien para subvencionar y afianzar el sistema actual. En las regiones de Europa de las que es responsable el gobierno americano —por ejemplo, la zona de Alemania ocupada por los americanos—, este país «lleva dos años y medio aplicando principios económicos que no pueden calificarse de otra manera que de colectivistas». Röpke recuerda a sus lectores europeos que la propia economía americana es en muchos aspectos planificada, inflacionista y colectivista. «Toda una generación de economistas americanos, después de todo, ha sido educada para pensar en la presión inflacionista permanente implícita en la política de ‘pleno empleo’ como un ideal y, de hecho, una necesidad.»
En 1958, cuando las economías occidentales empezaron a sustituir la planificación y el control de precios por la redistribución de la riqueza, Röpke escribió un duro ataque contra el Estado benefactor. No sólo citaba los costes del Estado benefactor, que superan con creces sus supuestos beneficios, sino también sus efectos sociales. La ayuda obligatoria «paraliza la voluntad de la gente de ocuparse de sus propias necesidades» y su carga financiera hace que la gente dependa más del Estado y espere más de él. «Dejar que otro pague la factura» es la «esencia misma» del Estado benefactor; además, las personas que pagan están «obligadas a hacerlo por orden del Estado», lo contrario de la caridad. «A pesar de su seductor nombre, el Estado benefactor se sostiene o decae por la coacción. Es la compulsión que se nos impone con el poder del Estado para castigar el incumplimiento. Una vez que esto está claro, está igualmente claro que el Estado del bienestar es un mal igual que cualquier restricción de la libertad».
Monopolio
Röpke fue un crítico implacable de la tendencia a la grandeza en la vida económica y política. Y fue uno de los primeros economistas modernos en señalar que, al igual que el ciclo económico, el monopolio no es un producto del libre mercado, sino el resultado de la intervención gubernamental. Ya en 1936, documentó que el libre mercado generaba competencia, no monopolios. En una defensa posterior de la economía de mercado, Röpke sostuvo que el capitalismo de mercado no es la grandeza per se. Del mismo modo, las instituciones jurídicas adecuadas son las que fomentan un mercado verdaderamente libre, no la «gran empresa» en nombre de la eficiencia. Argumentaba que los monopolistas podían mantener su posición en el mercado gracias a los privilegios legales, y sostenía que la regulación gubernamental no puede funcionar como cura para la concentración económica. Al contrario, es la economía de oficina la que tiende a la concentración. La economía colectivista conduce a la politización de toda la vida económica, dando lugar a monopolios nacionales y a que todas las decisiones económicas estén en manos de planificadores centrales.
Es en este contexto en el que debemos considerar las observaciones de Röpke sobre las consecuencias negativas del capitalismo tal y como se ha desarrollado históricamente. En ocasiones, Röpke utilizó un lenguaje estridente para criticar cómo el auge del capitalismo también alimentó las fuerzas del monopolio y la urbanización. Sin embargo, estas consecuencias negativas no deben atribuirse al capitalismo de libre mercado, sino que deben considerarse un vestigio del sistema feudal. El poder económico se concentró, no porque el libre mercado condujera necesariamente a tal concentración, sino porque los acuerdos de propiedad preliberales permanecieron en gran medida inalterados tras el desarrollo del sistema de libre mercado. Los señores feudales gozaban de ciertos privilegios sociales y jurídicos sobre los siervos, que no fueron abolidos con el auge del capitalismo.
Aunque se oponía a algunos aspectos de la industrialización, Röpke criticó lo que denominó «nacionalismo agrícola», el empeño en mantener a raya la industrialización para proteger los modos de vida tradicionales a costa del progreso social.
Röpke atacó todo tipo de políticas intervencionistas, no sólo las que no llegaban al socialismo. La intervención crea más problemas de los que resuelve. «Cuanta más estabilización, menos estabilidad». Al igual que Mises, Röpke señaló que seguir una política intervencionista de control de precios, cuotas comerciales y control de cambios inicia «una cadena de repercusiones que requieren actos de intervención más radicales hasta que finalmente llegamos a una Economía Colectivista pura y simple». Además, tales medidas están condenadas al fracaso porque «la vida económica depende de la actitud psicológica de innumerables individuos». Los agentes económicos eligen libremente. No son engranajes de una gigantesca máquina económica nacional.
Teoría política
Tras la Segunda Guerra Mundial, Röpke centró su atención en la promoción de instituciones económicas y políticas que evitaran otro conflicto mundial. Partiendo de su teoría de que la centralización y la descentralización son los dos principios compensatorios que determinan todos los aspectos de la vida social y política, dedicó sus energías a analizar cómo repercuten estos principios en el orden político internacional. Es necesario algún tipo de orden económico internacional. Su colega Mises había descrito el ideal de un Estado supranacional clásicamente liberal. Pero Röpke, reconociendo la impracticabilidad de tal Estado, atacó todos los planes de integración política, en particular los que abogaban por un poder regulador a escala europea.
No es probable que un gobierno supranacional o multinacional adopte el ideal liberal, porque un régimen político se aísla del pueblo al que gobierna. Se vuelve cada vez más opresivo y corrupto, levantando estados benefactores y pisoteando la propiedad privada. Por esta razón, la centralización del poder de decisión es incompatible con las economías de libre mercado. Como alternativa, Röpke adoptó la solución «universalista-liberal» del siglo XIX al problema del orden internacional: un comercio vibrante entre pequeños Estados políticamente autónomos. Para que pueda tener lugar el comercio internacional, es necesario un sistema monetario verdaderamente internacional. En lugar de una moneda mundial, las monedas nacionales respaldadas por un patrón oro apolítico deberían servir como árbitro de los intercambios.
Röpke coincidía con otros economistas de la tradición austriaca en la importancia del comercio internacional para la cooperación pacífica entre las naciones. El proteccionismo socava la división del trabajo, inhibe la productividad y reduce los ingresos y, si se lleva lo suficientemente lejos, transforma la economía de una nación en una especie de empresa gigante, con todos sus inconvenientes monopolísticos. Además, Röpke distinguía entre comercio internacional e intervención política internacional. El libre comercio y el imperialismo no van unidos, sino que son opuestos. Es posible sacrificar la libertad económica en nombre del comercio internacional o del desarrollo económico. Por ejemplo, presionar a otros países para que compren los productos de una nación exportadora es contrario al ideal röpkeano. El control gubernamental de la «inversión», ya sea nacional o internacional, nunca es un camino acertado, especialmente en los países subdesarrollados. Lo que estos países necesitan no es capital o tecnología per se, sino las condiciones culturales y sociales que permitan el desarrollo (es decir, derechos de propiedad privada aplicados por un sistema legal moralmente justo).
Según Röpke, la descentralización del proceso político es incompatible con la democracia de masas. Bajo la democracia, los políticos son propensos a dejarse influir por masas de votantes con intereses privados, de modo que el sistema económico degenera en un sistema de botín en el que los vencedores son la masa que puede reunir el 51% de los votos. Un sistema así sólo sirve para instaurar y legitimar el poder centralizado. El único gobierno legítimo es un gobierno de gobernantes ampliamente reconocidos como competentes y socialmente beneficiosos. Si el sistema político es descentralizado, aquellos que sean más capaces y estén reconocidos como poseedores de la mayor integridad serán aquellos a los que las distintas localidades permitan gobernar durante algún tiempo.
Teoría social
Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, Röpke amplió sus intereses de investigación más allá de la teoría económica y política y se adentró en el análisis cultural e incluso religioso. Su consiguiente crítica de la sociedad moderna surgió de su convicción de que las tendencias de las ciencias y la política estaban socavando e incluso destruyendo la idea del alma individual y sustituyéndola por el concepto del hombre masa. Röpke empezó a centrarse en este problema con mayor atención a partir de 1942, con la publicación del libro que más tarde se traduciría al inglés como The Social Crisis of Our Time. Trató de trazar la evolución del pensamiento y la acción que condujeron a la crisis del colectivismo que él veía, y trató de defender la libertad frente al estatismo de todo tipo.
Röpke también se mostró escéptico ante el papel del economista como ingeniero social, ya fuera promoviendo la «eficiencia» o la «justicia social». Seguía el método de Mises al considerar a los agentes económicos como homo agens, seres humanos que actúan, en lugar de homo oeconomicus, individuos motivados por motivos puramente materiales. «El hombre corriente no es un homo oeconomicus», escribe, «como tampoco es un héroe o un santo. Los motivos que impulsan a las personas hacia el éxito económico son tan variados como la propia alma humana.» Porque la vida es algo más que el alimento, y el cuerpo algo más que el vestido, no se puede buscar sólo en la economía una vida digna de ser vivida.
Röpke se propuso defender la libertad frente a las críticas de la izquierda poniendo de relieve el problema social fundamental al que debe enfrentarse el hombre: ¿cómo armonizar con éxito los intereses contrapuestos en la sociedad? Los individuos con diferentes escalas de valores no son inmunes a la tentación de aprovecharse de los demás cuando tienen la oportunidad. La libertad y el intercambio voluntario son cruciales para coordinar pacíficamente los intereses contrapuestos de las distintas partes. El colectivismo, en cambio, significa necesariamente coerción y conflicto entre intereses contrapuestos. Pero para que un individuo sea realmente libre, debe tener control sobre su voluntad económica. Para que una sociedad aproveche la división del trabajo, es necesario un marco institucional que permita un mecanismo de precios que se ajuste libremente y la propiedad privada de las herramientas de producción y competencia. Tal es el único sistema económico moderno que mantiene la integridad de la persona individual.
Una virtud primordial del libre mercado es que erige un muro de separación entre la política y la sociedad. Los empresarios no necesitan depender de los privilegios del gobierno o del favor de un partido para disfrutar de seguridad financiera. La única forma de que incluso el empresario más codicioso obtenga beneficios durante algún tiempo es prestando un servicio valioso al consumidor. Röpke escribe: «Libertad, inmunidad de la vida económica frente a la infección política, principios limpios y paz: estos son los logros no materialistas de la economía de mercado pura». Röpke, al igual que Mises, comparaba las decisiones del individuo de comprar o abstenerse de comprar como una votación diaria, en la que se elige al empresario de más éxito. De hecho, Röpke pensaba que la elección de mercado era más justa y eficiente que una elección política, porque el mercado no es un mecanismo en el que el ganador se lo lleva todo.
Aunque Röpke era un crítico de la ética del materialismo, no abrazaba la intervención como medio para suprimir las muestras de consumismo. Por ejemplo, Röpke rechazó la posibilidad de categorizar los bienes en «lujos» y «necesidades» porque el ejercicio «presupone que la burocracia sabe mejor que el que consume lo que es bueno y útil... En otras palabras, el gobierno tiene la asombrosa audacia de exigirnos que prefiramos su arbitraria lista de prioridades a la nuestra».
Toda actividad de mercado, internacional o no, presupone un marco moral, social e institucional, y Röpke identificó las convicciones religiosas y la jerarquía natural como instituciones que históricamente han servido de baluartes eficaces contra el poder del Estado. Para que los individuos conserven sus libertades, amplíen continuamente la división del trabajo y vivan vidas plenas, deben poseer propiedades, abrazar la familia y la comunidad, participar en asociaciones cívicas e iglesias y disfrutar de la seguridad de ciertas tradiciones. Estos puntos, pensaba, se descuidaban con demasiada frecuencia en la literatura liberal clásica. Röpke escribe:
«La economía de mercado, y con ella la libertad social y política, sólo puede prosperar como parte y bajo la protección de un sistema burgués. Esto implica la existencia de una sociedad en la que se respeten ciertos fundamentos que tiñen toda la red de relaciones sociales: esfuerzo y responsabilidad individuales, normas y valores absolutos, independencia basada en la propiedad, prudencia y audacia, cálculo y ahorro, responsabilidad en la planificación de la propia vida, coherencia adecuada con la comunidad, sentimiento de familia, sentido de la tradición y de la sucesión de generaciones combinado con una visión abierta del presente y del futuro, tensión adecuada entre individuo y comunidad, disciplina moral firme, respeto por el valor del dinero, valor para enfrentarse por uno mismo a la vida y a sus incertidumbres, sentido del orden natural de las cosas y una escala de valores firme.»
Desde sus primeros años, Wilhelm Röpke luchó contra el poder colectivista y estatista de todas las formas posibles para un intelectual. Sus herramientas incluían no sólo la teoría económica, sino también una visión de la bondad moral enraizada en la fe cristiana. Como dijo Hayek de Röpke: «Permítanme al menos destacar un don especial por el que nosotros, sus colegas, le admiramos especialmente —quizás porque es muy poco frecuente entre los eruditos—: su coraje, su coraje moral». Si nos preocupa fomentar sociedades en las que las personas puedan vivir vidas más humanas, los avances de Röpke tanto en la economía austriaca como en su visión de la buena sociedad merecen mucha atención.
por Shawn Ritenour
Universidad Bautista del Suroeste
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