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Una guía sobre la ética de la argumentación de Hoppe

Ludwig von Mises, en su obra maestra Acción humana, presenta y explica el cuerpo completo de la teoría económica como implícita en, y deducible de, la comprensión conceptual del significado de la acción (además de unos supuestos generales explícitamente introducidos sobre la realidad empírica en la que la acción se realiza). Él llama a este conocimiento conceptual el «axioma de la acción», y demuestra en qué sentido el significado de acción del cual parte la teoría económica, es decir, de valores, fines y medios, de elección, preferencia, ganancia, pérdida y costo, debe ser considerado como conocimiento a priori. No se deriva de impresiones sensoriales, sino de la reflexión (¡uno no ve acciones, sino que interpreta ciertos fenómenos físicos como acciones!). Más importante, no puede ser invalidado por ninguna experiencia, porque todo intento de hacerlo ya presupondría la existencia de la acción y la compresión del actor de las categorías de la acción (experimentar algo es, después de todo, ¡una acción intencional en sí misma!).

Habiendo así reconstruido la economía, en último caso, como derivada de una proposición a priori verdadera, Mises puede afirmar haber proporcionado el fundamento último de la economía. Él llama «praxeología» a la así fundamentada economía, la lógica de la acción, con el fin de enfatizar el hecho de que sus proposiciones pueden ser comprobadas definitivamente en virtud del indisputable axioma de la acción y las igualmente indisputables leyes del razonamiento lógico (como las leyes de identidad y contradicción); completamente independiente de cualquier tipo de prueba empírica (como se emplea, por ejemplo, en la física). Sin embargo, a pesar de que su idea de praxeología y de su construcción de un cuerpo completo de pensamiento praxeológico lo ubica entre los grandes de la tradición occidental moderna del racionalismo en su búsqueda de fundamentos ciertos, Mises no cree que otra afirmación de esta tradición puede lograrse: la afirmación de que también hay fundamentos en asuntos éticos. Según Mises, no existe ninguna justificación máxima para proposiciones éticas en el mismo sentido que existe una para proposiciones económicas. La economía puede informarnos si ciertos medios son o no apropiados para lograr ciertos fines, pero si los fines pueden o no ser considerados justos no puede ser decidido por la economía u otra ciencia. No hay justificación para elegir una meta en lugar de otra. En última instancia, la meta que se elige es arbitraria desde un punto de vista científico y es un asunto del capricho subjetivo, incapaz de cualquier justificación más allá del simple hecho de ser del gusto.

Muchos libertarios han seguido a Mises en este punto. Como Mises, han abandonado la idea de un fundamento racional de la ética. Como él, aprovechan todo lo posible la proposición económica de que la ética libertaria de la propiedad privada produce un estándar general de vida superior a cualquier otra; de que la mayoría de las personas realmente prefiere mejores estándares de vida que peores; y por tanto, que el libertarismo debería resultar sumamente popular. Pero en última instancia, como Mises ciertamente sabía, esas consideraciones solo pueden convencer sobre el libertarismo a alguien que ya haya aceptado el objetivo «utilitario» de la maximización general de la riqueza. Para quienes no comparten este objetivo, estas no tienen ninguna fuerza convincente en absoluto. De este modo, en el análisis final, el libertarismo se basa en no más que en un acto arbitrario de fe.

A continuación describo un argumento que demuestra por qué esta postura es insostenible y cómo puede justificarse definitivamente la ética de la propiedad privada esencialmente lockeana del libertarismo. En efecto, este argumento sustenta la postura de los derechos naturales del libertarismo expuesta por el otro maestro pensador del movimiento libertario moderno, Murray N. Rothbard (sobre todo en su La ética de la libertad). Sin embargo, el argumento que establece la justificación máxima de la propiedad privada es distinto del que normalmente ofrece la tradición de los derechos naturales. Más que esta tradición, es Mises y su idea de la praxeología y las pruebas praxeológicas, quien provee el modelo.

Demuestro que solo la ética de la propiedad privada libertaria puede justificarse argumentativamente, porque es la presuposición praxeológica de la argumentación como tal; y que cualquier desviada propuesta no libertaria puede demostrarse que viola esta preferencia demostrada. Se puede hacer tal propuesta, por supuesto, pero su contenido proposicional contradiría la ética por la que uno ha demostrado una preferencia en virtud del propio acto de realizar la proposición, es decir, por el acto de iniciar una argumentación como esa. Por ejemplo, uno puede decir «la gente es y siempre será indiferente hacia hacer cosas», pero esta proposición sería desmentida por el mero acto de realizar la proposición, lo que en realidad demostraría la preferencia subjetiva (al decir esto en lugar de decir otra cosa o no decir nada en absoluto). De la misma manera, las propuestas éticas no libertarias son falsadas por la realidad de efectivamente proponerlas.

Para llegar a esta conclusión y entender correctamente su importancia y fuerza lógica, son esenciales dos ideas.

Primero, hay que advertir que la cuestión de lo que es justo o injusto —o, en ese sentido, la cuestión aún más general de qué es una proposición válida y qué no— solo aparece en la medida en que yo y otros seamos capaces de intercambios proposicionales, es decir, de argumentar. La cuestión no surge frente a una piedra o un pez, porque son incapaces de realizar dichos intercambios y producir proposiciones que reclamen validez. Pero si esto es así —y uno no puede negar que es así sin contradecirse, ya que uno no puede argumentar que no puede argumentar—, entonces cualquier propuesta ética como también cualquier otra proposición debe asumirse que afirma que puede validarse por medios proposicionales o argumentativos. (También Mises, en la medida en que formula proposiciones económicas, debe asumirse que afirma esto). De hecho, al producir cualquier proposición, abiertamente o como un pensamiento interno, uno demuestra su preferencia por la voluntad de confiar en medios argumentativos para convencer de algo a otros o a uno mismo. No hay, por tanto, aunque sea trivial, manera alguna de justificar nada a menos que sea una justificación mediante intercambios proposicionales y argumentos. Sin embargo, debe entonces considerarse la derrota definitiva de una propuesta ética si se puede demostrar que su contenido es lógicamente incompatible con la afirmación del proponente de que su validez es determinable por medios argumentativos. Demostrar cualquier incompatibilidad equivaldría a una prueba de imposibilidad, y dicha prueba constituiría la derrota más mortal posible en el ámbito de la investigación intelectual.

Segundo, debe advertirse que la argumentación no consiste en proposiciones que flotan libremente, sino que es una forma de acción que requiere empleo de medios escasos; y que los medios que una persona demuestra preferir al dedicarse a intercambios proposicionales son aquellos de propiedad privada. Para empezar, nadie podría proponer eventualmente nada ni nadie podría convencerse de ninguna proposición por medios argumentativos si el derecho de una persona a hacer uso exclusivo de su cuerpo físico no estuviera ya presupuesto. Es el reconocimiento del control mutuamente exclusivo de cada uno sobre su propio cuerpo lo que explica el carácter distintivo de los intercambios proposicionales de que, si bien uno puede estar en desacuerdo con lo que se haya dicho, sigue siendo posible estar de acuerdo al menos con el hecho de que hay desacuerdo. También es evidente que un derecho de propiedad al propio cuerpo debe estar justificado a priori, porque cualquiera que trate de justificar cualquier norma tendría que haber presupuesto el derecho exclusivo de control sobre su cuerpo como una norma válida simplemente para decir «propongo esto y aquello». Cualquiera que discuta ese derecho se vería atrapado en una contradicción práctica, puesto que argumentarlo ya implicaría la aceptación de la misma norma que está discutiendo.

Además, sería igualmente imposible sostener una argumentación durante cualquier cantidad de tiempo y confiar en la fuerza proposicional de los argumentos propios si no se nos permitiera apropiarnos, además de nuestro cuerpo, de otros medios escasos a través de la acción de ocupación (poniéndolos en uso antes de que lo haga otro) y si dichos medios y los derechos de control exclusivo con respecto a ellos no estuvieran definidos en términos físicos objetivos. Ya que si nadie tuviera el derecho a controlar nada en absoluto excepto su propio cuerpo, todos dejaríamos de existir y el problema de justificar normas simplemente no existiría. Así, en virtud del hecho de estar vivo, los derechos de propiedad a otras cosas deben presuponerse como válidos. Nadie que esté vivo podría argumentar lo contrario.

Por otra parte, si una persona no adquiriera el derecho de control exclusivo sobre dichos bienes mediante una acción de ocupación, es decir, estableciendo un enlace objetivo entre una persona concreta y un recurso escaso concreto antes de que cualquier otro lo haya hecho, sino que en lugar de eso se supusiera que quienes llegan después tendrían derechos de propiedad sobre bienes, entonces no se permitiría a nadie hacer nada con nada, ya que uno tendría que tener el consentimiento de todos los que llegan después antes de hacer alguna vez lo que uno quiere hacer. Ni nosotros, ni nuestros antepasados, ni nuestra progenie sobrevivirían, sobreviven, ni sobrevivirán si se siguiera esta norma. Para que cualquier persona —pasada, presente o futura— argumente algo debe ser posible sobrevivir entonces y ahora, y para hacer precisamente esto, no pueden concebirse los derechos de propiedad como algo fuera del tiempo e inespecíficos respecto al número de personas involucradas. Más bien, debería pensarse de los derechos de propiedad como originados como resultado de determinadas personas que actúan en momentos concretos en el tiempo. De otra manera, sería imposible para cualquiera decir lo que sea en primer lugar en un momento concreto y para alguien más poder contestar. Decir sencillamente que la norma «primer usuario, primer propietario» del libertarismo puede ignorarse o no se justifica implica una contradicción, porque para que alguien pueda decir eso se debe presuponer la existencia propia como una unidad independiente de toma de decisiones en un momento dado.

Finalmente, actuar y realizar proposiciones también sería imposible si las cosas adquiridas mediante ocupación no estuvieran definidas en términos físicos objetivos (y si, correspondientemente, las agresiones no se definieran como una invasión de la integridad física de la propiedad de otra persona), sino en términos de evaluaciones y valores subjetivos. Mientras que cualquier persona puede tener control sobre si sus acciones causan o no un cambio en la integridad física de algo, el control sobre si las acciones propias afectan o no al valor de la propiedad de alguien recae en otras personas y sus evaluaciones. Uno tendría que interrogar y llegar un acuerdo con toda la población mundial para asegurarse de que sus acciones planeadas no cambiarían las evaluaciones de cualquier otra persona sobre su propiedad. Seguramente, todos estaríamos ya muertos antes de que se lograra esto. Además, la idea de que los valores de las propiedades deberían estar protegidos es argumentativamente indefendible, porque incluso para argumentar eso debe presuponerse que las acciones deben ser permitidas antes de cualquier acuerdo real. (Si no fuera así, uno no podría ni siquiera hacer esta proposición). Sin embargo, si se permiten, esto es únicamente posible debido a límites objetivos de la propiedad, es decir, límites que toda persona puede reconocer como tales por sí misma sin tener que acordar primero con nadie más sobre el sistema propio de valores y evaluaciones.

Al estar vivo y formular cualquier proposición, uno demuestra que cualquier ética con excepción de la ética libertaria de la propiedad privada es inválida. Si no fuera así y los que llegaran después obtuvieran derechos legítimos sobre las cosas o las cosas poseídas se definieran en términos subjetivos, nadie eventualmente podría sobrevivir como una unidad físicamente independiente de toma de decisiones en ningún momento concreto. Por tanto, nadie podría plantear nunca ninguna proposición que reclame validez.

Esto concluye mi justificación a priori de la ética de la propiedad privada. Unos pocos comentarios con respecto a un tema ya tocado anteriormente, la relación de esta prueba «praxeológica» del libertarismo con la postura utilitarista y la de los derechos naturales, ha de completar la explicación.

Con respecto a la postura utilitarista, la prueba contiene su refutación definitiva. Demuestra que simplemente para proponer una postura utilitarista, deben presuponerse como válidos los derechos exclusivos de control sobre el propio cuerpo y los bienes ya ocupados por uno. Más específicamente, con respecto al aspecto consecuencialista del libertarismo, la prueba muestra su imposibilidad praxeológica: la asignación de derechos de control exclusivo no puede depender de ciertos resultados. Uno no podría actuar y proponer nada a menos que existieran derechos de propiedad privada anteriores a un resultado posterior. Una ética consecuencialista es un absurdo praxeológico. Cualquier ética debe por el contrario ser «apriorística» o instantánea para hacer posible que uno pueda actuar aquí y ahora y proponer esto o aquello en lugar de tener que suspender la acción hasta más tarde. Nadie que defienda una ética de esperar el resultado estaría presente para decir nada si siguiera seriamente su propio consejo. Asimismo, en la medida en que los proponentes utilitaristas siguen existiendo, demuestran a través de sus acciones que su doctrina consecuencialista es y debe considerarse como falsa. Actuar y realizar proposiciones requiere derechos de propiedad privada ahora y no puede esperar a que se asignen solo posteriormente.

Con respecto a la postura de los derechos naturales, la prueba praxeológica, generalmente favorable como es a la postura anterior sobre la posibilidad de una ética racional y completamente de acuerdo con las conclusiones alcanzadas dentro de esta tradición (específicamente, por Murray N. Rothbard), tiene al menos dos ventajas distintivas. Para empezar, ha habido una disputa común con la postura de los derechos naturales, incluso por parte de, por lo demás, observadores simpatizantes, en que el concepto de la naturaleza humana es demasiado difuso para permitir la derivación de una serie determinada de reglas de conducta. El enfoque praxeológico resuelve este problema al reconocer que no es el concepto más amplio de naturaleza humana sino el más estrecho de los intercambios proposicionales y la argumentación el que debe servir como el punto de partida para deducir una ética. Además, existe una justificación a priori para esta elección en la medida en que el problema de lo verdadero y lo falso, de lo correcto y lo incorrecto, no aparece independientemente de los intercambios proposicionales. Así que nadie podría desafiar eventualmente dicho punto de partida sin contradicción. Finalmente, es la argumentación la que requiere el reconocimiento de la propiedad privada, por lo que un enfrentamiento argumentativo a la validez de la ética de la propiedad privada es praxeológicamente imposible.

En segundo lugar, está la brecha lógica entre las declaraciones de «es» y «debe ser» que los defensores de los derechos naturales no han conseguido salvar con éxito, excepto para exponer algunos comentarios críticos generales sobre la validez definitiva de la dicotomía hecho-valor. Aquí la prueba praxeológica del libertarismo tiene la ventaja de ofrecer una justificación completamente libre de valores de la propiedad privada. Permanece por completo en el ámbito de las declaraciones «es» y nunca intenta derivar un «debe ser» de un «es». La estructura del argumento es esta: (a) la justificación es justificación proposicional, una declaración «es» verdadera a priori; (b) la argumentación presupone la propiedad del propio cuerpo y el principio de ocupación, una declaración «es» verdadera a priori; (c) por tanto, no puede justificarse argumentativamente ninguna desviación de esta ética, una declaración «es» verdadera a priori. La prueba también ofrece una clave para una comprensión de la naturaleza de la dicotomía hecho-valor: las declaraciones «debe ser» no pueden derivarse de declaraciones «es». Pertenecen a ámbitos lógicos distintos. Sin embargo, también está claro que no uno no podría ni siquiera decir que hay hechos y valores si no existieran los intercambios proposicionales y que esta práctica de intercambios proposicionales presupone a su vez la aceptación de la ética de la propiedad privada como válida. En otras palabras, la cognición y la búsqueda de la verdad como tales tienen un fundamento normativo, y el fundamento normativo sobre el que descansan la cognición y la verdad es el reconocimiento de los derechos de propiedad privada.

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