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Cómo el estado de bienestar nos hace menos civilizados

Mises Wire Per Bylund

A lo largo de la historia, el estado se ha justificado diciendo que es necesario para protegernos de otros, cuyas costumbres y creencias (se nos hace creer) son peligrosas. Durante milenios esta ficción fue fácil de mantener porque la mayoría de la gente interactuaba muy poco con personas fuera de sus comunidades casi autárquicas (y por tanto empobrecidas).

Pero con el aumento de la industrialización y el comercio internacional en siglos recientes, la afirmación del estado de que es necesario para mantenernos “a salvo” frente a los extranjeros se ha visto cada vez más menoscabada.

La mayoría de esto se debe al hecho de que, para beneficiarse del mercado hay que dedicarse a actividades pensadas para servir a otros y prever sus necesidades. Como consecuencia, el comercio aumenta nuestra comprensión, tanto de los miembros de nuestra comunidad como de los extraños; también nos hace darnos cuenta de que otra gente se parece mucho a la nuestra. Incluso si hablan idiomas extraños o tienen costumbres y tradiciones peculiares.

El orden de mercado y la civilización

Esto es en esencia la Ley de Say o Ley de los Mercados, que dice que en el mercado producimos para comerciar con otros de manera que podamos así satisfacer directamente nuestros propios deseos: nuestra demanda de bienes en el mercado está constituida por nuestra oferta de bienes para él. Para satisfacer efectivamente los deseos de otras personas no solo necesitamos comunicarnos con ellas, sino también comprenderlas. Si no lo hacemos, estamos desperdiciando nuestros esfuerzos productivos por un resultado incierto. Evidentemente, nos beneficiaríamos personalmente de aprender lo que quiere otra gente, tanto sus deseos presentes como sus deseos anticipados futuros, y luego de producirlos para estas personas.

Hasta aquí, bien. La mayoría de la gente (excepto los keynesianos) entiende esta cosa tan sencilla acerca del mercado y cómo contribuye este a la civilización y la interacción pacífica. Pero no todas las personas son santos, así que la gente buena y trabajadora se arriesga a que se aprovechen de ella al no tener nada que oponer a las acciones de aquellos. Sin un poder centralizado cómo el estado, ¿quién nos protegería?

Respuesta: la red de transacciones voluntarias alinea los intereses de la gente. En el mercado, la “mala gente” no defrauda, roba o atraca a una sola persona o familia. En la práctica está atacando a la comunidad de productores interdependientes y a la red de comerciantes.

Imaginemos un pueblo con un panadero que se especializa en el pan que le gusta a la gente dicho pueblo, pero que no le gusta necesariamente. Por el contrario, vende el pan para ganar dinero que usa para comprar a otros lo que realmente quiere. Otros especializan similarmente su producción para producir lo que quieren otros, incluyendo el panadero, de forma que pueden usar parte de su renta para comprar pan. Cuando un ladrón roba a este panadero afecta negativamente a la oferta de pan del pueblo y por tanto también hace a dicho panadero incapaz de demandar en la práctica bienes de otros. Esto afecta a mucha gente, no solo al panadero: afecta a todas las personas que querían comprar pan, pero ahora no pueden hacerlo y a todos los que esperaban vender sus bienes al panadero, pero ya no pueden hacerlo.

La red de intercambios y la producción especializada para otros crea así una comunidad de productores interdependientes cuyos intereses generalmente están alineados: todos han aumentado sus esfuerzos productivos suministrando un solo bien que tiene una demanda alta y por tanto todos mejoran su situación. Pero también significa que les interesa que nadie sea tratado injustamente ni se encuentre en desventaja, ya sea siendo la víctima de una “mala persona” un suministrador existente o potencial de bienes que deseen o un potencial cliente de los bienes que producen.

Todo se benefician de este orden, ya que sus esfuerzos productivos se emplean donde hacen más bien. Pero también están juntos: todo se ven afectados si las cosas van mal. Por tanto, no es extraño ver cómo los pueblos suelen organizarse espontáneamente para combatir los delitos. Robar al panadero afecta no solo a un ladrón y a su víctima: un ataque a uno es un ataque a la comunidad. El ladrón, por sus mismas acciones, ha elegido no ser parte de la comunidad: ser un marginado.

Efectos del estado de bienestar

Lo que ha ocurrido a lo largo del último siglo con el auge del estado democrático del bienestar es que han ido desapareciendo estas relaciones basadas en el mercado entre personas dentro de una comunidad. Con el crecimiento del estado, cada vez más gente ha encontrado puestos en la economía y la sociedad en los que no tienen que servir a otros. En otras palabras, el estado ha hecho posible vivir de lo que producen otras personas en lugar de contribuir a satisfacer los deseos de todos.

Al ir desapareciendo estas relaciones entre las personas, el umbral para dedicarse a un comportamiento criminal se hace más bajo. Pero es más importante que la gente, a medida que no necesita en confiar en su capacidad para satisfacer los deseos de otros, deja de entender a las demás personas: no tiene ningún incentivo para conocer sus necesidades y deseos y no tiene nada que ganar personalmente satisfaciéndolos. Un en otras palabras, no hay interdependencia, ni por tanto ninguna razón para abandonar un comportamiento destructivo.

Esto es exactamente lo que hemos visto a lo largo del siglo pasado cuando un estado muy grande ha remplazado la sociedad civil por sistemas centralizados y al mercado por el poder. El problema es que, cuando la gente deja de conocer a los demás, es más fácil recurrir al conflicto que a la cooperación y es mucho más fácil ver a los demás como obstáculos para tu propia felicidad. Librarse de ellos aumenta por tanto tu porción de la tarta (ahora en disminución) y usar y explotar a otros en tu propio beneficio parece un medio para la satisfacción de los deseos propios.

Cada vez vemos más ejemplos este tipo de pensamiento entre empresarios y quienes quieren ser empresarios. Empiezan negocios, no como medio para ganarse la vida (es decir para beneficiarse indirectamente, de acuerdo con la Ley de los Mercados), sino para hacer “lo que les gusta”. Es una elección de estilo de vida que muchos parecen pensar que tienen “derecho” a realizar. Lo que es peor, a veces incluso culpan a la “sociedad” de su fracaso empresarial por no haberles apoyado lo suficiente y no haber apreciado lo que estaban ofreciendo al precio que estaban reclamando.

Es exactamente lo contrario: ser capaz de hacer lo que te gusta para ganarte la vida es un privilegio del que solo puedes disfrutar si, al hacerlo, satisfaces a otros. Si creas valor para otros, ganas valor para ti mismo.

En este tipo de sociedad en el que se están debilitando las relaciones entre las personas, no es extraño que la gente encuentre muy ingenua la idea de un orden descentralizado y espontáneo. Aquí la competencia no es el trabajo duro para servir mejor a otros probando formas diferentes y diferenciadas de satisfacer deseos, sino más bien un juego de suma cero en el que hay ganadores y perdedores. En esta situación, quien esté dispuesto a atajar, mentir y engañar mejora inmediatamente. En otras palabras, los incentivos se dirigen a destruir valor y priorizar las ganancias a corto plazo, aunque tengan costes altos a largo plazo, porque esos costes pueden ser la carga de otro. Es justamente lo contrario de la civilización y una existencia que acabara degenerando, si no se controla ni cambia, en un tribalismo del tipo del Señor de las Moscas.

No es extraño que a la gente le cueste entender el argumento de la armonía de los mercados en un momento en el que el estado le ha alienado de la interdependencia productiva explicada por la Ley de Say. La cooperación informal y espontánea del mercado para el beneficio mutuo se ha visto remplazada por una mentalidad estatista, que busca garantías y solo las encuentra en un poder formal.

Pero debería ser evidente por la explicación anterior que esto no es en ningún sentido una garantía, especialmente contra el mal comportamiento. Todo lo contrario. Aun así, debería reconocerse que el mercado tampoco ofrece ninguna garantía, estrictamente hablando. ¿Pero necesitamos una cuando los intereses de las personas están alineados? Solo tenemos que confiar en que la gente haga lo que es bueno para ella misma. Esto no es ingenuidad.

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