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Trump, Comey y la larga historia del gobierno no elegido

La semana pasada, el exdirector del FBI James Comey fue acusado de realizar declaraciones falsas ante el Congreso. El comentario específico en cuestión se produjo en septiembre de 2020, cuando Comey testificó ante un comité del Senado que no había autorizado la filtración de información clasificada a los medios de comunicación. El Departamento de Justicia afirma que eso no era cierto. Un segundo cargo alega que Comey estaba «obstruyendo» y/o «impidiendo» al panel del Senado con su mentira.

La acusación de dos páginas es vaga sobre las afirmaciones específicas que hizo Comey, pero la audiencia en la que testificó examinaba dos investigaciones que Comey había supervisado, al menos parcialmente. La primera, denominada Crossfire Hurricane, investigaba si el gobierno ruso había intervenido para ayudar a elegir a Donald Trump en 2016.

Comey dirigía la investigación cuando se reunió con el entonces presidente electo Trump en enero de 2017. Tras «informar» a Trump sobre lo que la Oficina había averiguado hasta entonces sobre la actividad rusa, el director del FBI solicitó unos minutos a solas con el presidente electo, en los que le presentó rumores muy embarazosos, obscenos y casi con toda seguridad falsos que había recopilado una empresa de investigación de la oposición contratada por la campaña de Clinton.

Comey sabía de dónde procedían los rumores y que eran, en sus propias palabras, «lascivos y sin verificar». Y, sin embargo, en lo que parece un intento de chantaje, estaba evidentemente motivado para mostrar al presidente electo algunos registros embarazosos que la Oficina tenía sobre él. También le aseguró a Trump que el FBI no lo estaba investigando, a pesar de que estaban investigando su campaña y, por lo tanto, lo estaban vigilando de cerca.

Después de la reunión, Comey se apresuró a subir a un coche del FBI, donde le esperaba un ordenador portátil para escribir un informe detallado de la reunión, que rápidamente envió por correo electrónico a «los altos mandos del FBI». Los detalles del informe de Comey llegaron a la prensa unos días más tarde.

Sin embargo, no parece que esa sea la filtración en la que se centra esta acusación. Los cargos parecen referirse a una filtración procedente del subdirector de Comey, Andrew McCabe, relacionada con la segunda investigación del FBI discutida en la audiencia de 2020 sobre el servidor de correo electrónico de Hillary Clinton.

Los abogados de McCabe afirman que, cuando McCabe filtró información clasificada a un periodista del Wall Street Journal relacionada con esa investigación, lo hizo con el conocimiento de Comey. Así pues, las cuestiones centrales de este caso son si McCabe dice la verdad y, en caso afirmativo, si el hecho de que Comey permita a un subordinado realizar filtraciones es legalmente equivalente a autorizarlas.

Los críticos de Trump están tratando de ocultar esos detalles y, en cambio, describen esta acusación como un caso que rompe las normas, en el que un presidente utiliza el Departamento de Justicia como arma para perseguir a personas inocentes solo porque no le gustan personalmente. Esa caracterización tendría más peso si no hubiéramos vivido años en los que los funcionarios del establishment intentaron utilizar el sistema judicial como arma para inhabilitar a Trump para volver a ocupar un cargo público. En ese contexto, la acusación contra Comey es, —como mucho—, un intento menor de hacer retroceder a una figura clave en ese esfuerzo.

Sin embargo, es mejor entender esta acusación como el último capítulo de una larga lucha dentro del gobierno federal americano entre funcionarios electos y no electos.

Esta lucha ha sido una característica persistente de la política americana desde sus inicios, y está bien documentada en el extenso ensayo de Murray Rothbard, «Bureaucracy and the Civil Service in the United States» (La burocracia y la función pública en los Estados Unidos).

Como primer presidente, George Washington tenía el poder de dotar de personal a la pequeña «función pública» autorizada por la Constitución. Washington nombró principalmente a compañeros federalistas que compartían su visión ideológica para el joven país. John Adams, otro federalista, fue aún más agresivo a la hora de llenar los cargos federales con partidarios leales.

Por el contrario, cuando los federalistas perdieron el poder en 1800, Jefferson, Madison, Monroe y John Quincy Adams no se centraron tanto en destituir a los burócratas federalistas, lo que dificultó la capacidad de su partido para realizar cambios significativos con respecto a los primeros años federalistas. Pero eso cambió con Andrew Jackson.

Los jacksonianos comprendieron que, si querían implementar los cambios que habían prometido a los votantes que los habían llevado al poder, debían asegurarse de que las personas que integraban el gobierno federal, como mínimo, no se opusieran enérgicamente a esa agenda. Jackson y sus sucesores se mostraron muy activos en su intento de construir un poder ejecutivo alineado con el presidente.

La política partidista a mediados del siglo XIX era muy ideológica, y ambos partidos trabajaron duro para garantizar que la burocracia federal estuviera alineada con sus agendas cuando estaban en el poder. Pero la situación llegó a un punto crítico bajo el mandato del presidente Lincoln, quien despidió y sustituyó a un asombroso 96 % de los empleados de la función pública al asumir el cargo.

A medida que el país dejaba atrás los años de Lincoln, surgió un movimiento de reforma de la función pública que pretendía dificultar a los presidentes el despido de los empleados federales.

El movimiento reformista intentó sin éxito promulgar una legislación con ese fin bajo los presidentes Johnson, Grant y Hayes. Cuando el presidente James Garfield asumió el cargo, estaba menos comprometido con la reforma de la función pública que sus predecesores.

Pero entonces, en 1881, Garfield fue asesinado por un hombre trastornado que le disparó en una estación de tren. El asesino, Charles Guiteau, padecía una grave enfermedad mental. Se había convencido de que Dios quería que matara a Garfield y que, como resultado, sería aclamado como un héroe por todo el país. Era un hombre enfermo motivado por los delirios de una mente enferma.

Sin embargo, cuando los reformistas descubrieron que uno de los delirios anteriores de Giteau había sido que Garfield se disponía a nombrarlo embajador en Austria o Francia, aprovecharon este detalle para presentar al asesino como un «aspirante a cargo público decepcionado», una caracterización que sigue siendo popular hoy en día.

A continuación, se dedicaron a explotar el asesinato de Garfield. La única forma de evitar futuros asesinatos por parte de aspirantes a cargos públicos, razonaron, era que el Congreso eliminara los cargos a los que se podía aspirar.

La campaña tuvo éxito. Culminó en 1883 con la firma de la Ley Pendleton, que imponía fuertes límites a los cambios que los funcionarios ejecutivos electos podían realizar en las partes no electas del Gobierno.

Con esta nueva ley nació la burocracia federal permanente que conocemos hoy en día. Y, en el siglo siguiente, el interés de la burocracia federal pasó de promover las ideologías de los políticos y los votantes a proteger sus propios intereses y los de sus amigos —bien relacionados, al tiempo que se expandía en tamaño, pasando de un par de miles de empleados permanentes a más de tres millones.

Ese es el contexto en el que se creó el FBI y se desarrolló hasta alcanzar su forma actual. Es, —y siempre ha sido— una agencia de inteligencia nacional que, por encima de todo, trabaja para proteger la estructura de poder permanente en Washington DC.

Y el propio James Comey es un excelente ejemplo de la clase burocrática federal permanente y egoísta. En sus apariciones en los medios de comunicación y en su libro autoelogioso, Comey se presenta como un funcionario público estereotípico que está por encima de la política y comprometido únicamente con principios superiores, como la moralidad, la Constitución y el Estado de derecho.

Pero cuando se repasa su carrera ascendente en la judicatura federal, queda claro que su principal motivación ha sido proteger el statu quo del que tanto se beneficia su clase burocrática.

Por ejemplo, como detalló James Bovard, Comey ha tratado de presentarse como un joven fiscal que se opuso al uso de la tortura en los años posteriores al 9-11, cuando, en realidad, aprobó la legalidad de prácticamente todos los métodos que utilizaba la CIA y solo escribió algunas preocupaciones en memorandos internos sobre la posibilidad de que la tortura que había aprobado pudiera crear una mala imagen para la seguridad nacional.

Comey abandonó entonces el gobierno para trabajar como vicepresidente senior de Lockheed Martin, pero regresó en 2013 para dirigir el FBI. Es decir, cuando Trump surgió y finalmente ganó las elecciones de 2016 con un programa al que la gran mayoría de la burocracia federal se oponía con entusiasmo, Comey se encontraba en una posición clave para proteger a sus compañeros no elegidos de la nueva Administración que los votantes acababan de enviar a la Casa Blanca.

Si el objetivo de Comey y sus aliados era, como parecía, destituir a Trump del poder, fracasaron. Y sin duda merecen afrontar las consecuencias por infringir las normas para proteger el statu quo. Pero si los republicanos de MAGA, o cualquier movimiento político, quieren evitar que el «Estado profundo» sabotee cualquier intento de reforma real, deben reconocer la verdadera naturaleza de la burocracia federal y luego revocar las leyes y regulaciones en las que se basa el absurdo nivel de poder del gobierno permanente. Hasta que eso suceda, habrá muchos más James Comeys.

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Image Source: ZUMA Press
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