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Lo que la ciencia no puede decidir por ti: mascarillas, datos y libertad individual

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En enero de 2023, la Biblioteca Cochrane —una de las instituciones más respetadas del mundo en cuanto a revisiones sistemáticas de pruebas— publicó un análisis actualizado sobre la eficacia de las mascarillas para prevenir la propagación de virus respiratorios. La conclusión, prudente en el tono, era demoledora en el fondo: el uso de mascarillas «probablemente marca poca o ninguna diferencia» en la reducción de infecciones como la gripe o el COVID-19.

La reacción fue inmediata. Mientras que los defensores de la libertad individual vieron en el informe una validación de sus críticas a las políticas coercitivas contra las pandemias, algunos segmentos de la comunidad científica y las autoridades de salud pública se apresuraron a restar importancia o reinterpretar las conclusiones, alegando limitaciones metodológicas o la «baja calidad» de los estudios incluidos. En el fondo, sin embargo, el malestar no era sólo por el resultado —sino por lo que revelaba: el colapso de la narrativa de autoridad que había sustentado las medidas obligatorias «en nombre de la ciencia».

El problema epistemológico: cuando los datos no bastan

A primera vista, la revisión de Cochrane parece un documento técnico más basado en pruebas empíricas. Sin embargo, revela un callejón sin salida más profundo: la creencia de que el comportamiento humano puede reducirse a patrones estadísticos y, a partir de ahí, convertirse en políticas universales. Esta idea —aparentemente neutral y racional— esconde un defecto fundamental —trata a los seres humanos como si fueran partículas predecibles en un experimento de laboratorio.

Para la Escuela Austriaca de Economía, este tipo de enfoque ignora la esencia de las ciencias sociales: la acción humana es intencional, subjetiva y dependiente del contexto. Como enseñaba Ludwig von Mises, las estadísticas son siempre una fotografía del pasado. Pueden describir lo que ocurrió, pero nunca explicar por qué alguien actuó, ni predecir cómo actuará en el futuro. El comportamiento humano no es mecánico; está guiado por significados, incentivos e interpretaciones personales.

Cuando los responsables políticos intentan extraer «reglas generales» de datos agregados —como la eficacia media del uso de máscaras en distintos países, grupos de edad o culturas— ignoran lo que F.A. Hayek denominó conocimiento disperso: la información práctica y local que cada persona posee sobre su propia situación. Cuando ese tipo de datos se convierte en la base de normas coercitivas, ya no se trata de ciencia aplicada —sino de ingeniería social disfrazada de evidencia.

La falacia del cientifismo aplicado

La pandemia hizo visible un fenómeno que ya estaba cobrando fuerza: la noción de que las decisiones colectivas deben dejarse en manos de «expertos», y que discrepar de ellos es señal de ignorancia —o incluso de fracaso moral. Hayek lo llamó cientificismo: el intento de aplicar los métodos de las ciencias naturales a contextos humanos, como si los individuos fueran células, moléculas o engranajes de una máquina predecible.

La revisión Cochrane —aunque debilita la base empírica de las políticas de enmascaramiento universal— sigue anclada en esta misma metodología defectuosa. Utiliza bases de datos clínicos para extraer patrones, que luego se ofrecen como fundamento técnico para el diseño de políticas. El problema es que los propios datos proceden de estudios con una amplia variación contextual, bajo cumplimiento y sin verificación del uso de mascarillas en el mundo real. Se trata, por tanto, de un intento de rescatar una política fracasada con un método igualmente defectuoso —un bucle tautológico.

Como señaló Hans-Hermann Hoppe, la regularidad observada en el comportamiento humano no es una ley natural, sino un patrón interpretativo dependiente del contexto, empíricamente inverificable con certeza. Y como advirtió Thomas Sowell, las políticas públicas no deben juzgarse por sus intenciones, sino por sus incentivos y consecuencias. En el caso de las máscaras, éstas incluyen la erosión de la confianza social, la estigmatización de la disidencia y el fortalecimiento de un aparato coercitivo enmascarado como neutralidad científica.

Libertad, responsabilidad y límites de la autoridad política

En nombre de la ciencia, millones de personas se vieron obligadas a cumplir normas que afectaban a todo, desde sus rutinas básicas hasta su capacidad para trabajar, viajar, estudiar o visitar a la familia. En muchos lugares, las mascarillas se convirtieron en algo más que un artículo de salud: pasaron a ser símbolos de obediencia, guardianes sociales e instrumentos de coerción.

Pero ninguna política pública —especialmente las que se inmiscuyen en la esfera privada de las personas— puede justificarse con frágiles estadísticas. Cuando un gobierno impone un comportamiento bajo amenaza de multas, censura o exclusión social, debe ofrecer una justificación moral y epistémica que sea irrefutable. Y cuando esa justificación se basa en datos inciertos, modelos opacos o interpretaciones unilaterales, lo que resulta no es una gobernanza responsable, sino obediencia técnica.

La tradición austriaca nos recuerda que la sociedad no comienza con un consenso impuesto, sino con la acción individual. Cada persona posee conocimientos prácticos, valores subjetivos y responsabilidades que no pueden delegarse en un comité de expertos. Las decisiones sanitarias pueden —y deben— estar informadas por la ciencia, pero nunca impuestas por ella. Cuando la autoridad política sustituye la libertad por hojas de cálculo, traspasa sus límites naturales y convierte la ciencia en dogma.

La verdadera lección de la revisión Cochrane

La revisión Cochrane no es un manifiesto político. Pero al demostrar que no existen pruebas sólidas que respalden los mandatos universales de mascarilla, socava el pilar retórico central de muchas políticas de la era pandémica: la idea de que las decisiones individuales pueden —o deben— ser anuladas por directrices centralizadas «basadas en la ciencia».

Irónicamente, la propia revisión reproduce el mismo error que intenta evaluar. Al tratar de medir estadísticamente un comportamiento profundamente humano, subjetivo y contextual —como el uso de máscaras en poblaciones diversas— queda atrapado en un proceso epistemológico circular. Lo que se suponía que era una validación científica se convierte en un bucle de retroalimentación: los datos inciertos se utilizan para justificar políticas que luego generan más datos inciertos. Es el clásico caso del perro que se persigue la cola —hay esfuerzo, movimiento y método, pero no hay progreso epistemológico real.

La Escuela Austriaca lleva mucho tiempo advirtiendo que no podemos aplicar los métodos de la química o la física a los seres humanos. Como dijo Mises, «la experiencia no nos proporciona relaciones constantes en los asuntos humanos como lo hace en las ciencias naturales». Insistir en lo contrario es convertir la ciencia en dogma, la estadística en pretexto y la prudencia en obediencia ciega.

Si hay incertidumbre científica, debe haber humildad política. Y allí donde exista un conflicto entre el conocimiento centralizado y la agencia individual, la libertad debe seguir siendo la norma, no la excepción.

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