[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith]
En Francia —que se había convertido en el siglo XVII en el ejemplo por excelencia de la nación-estado despótica—, el prometedor comercio de telas y otras industrias en Lyon y la región del Languedoc en el sur se vio perjudicado por las devastadoras guerras religiosas de las últimas cuatro décadas del siglo XVI. Además de la devastación y la muerte y el exilio de los hábiles artesanos hugonotes a Inglaterra, los altos impuestos para financiar las guerras perjudicaron el crecimiento económico francés. Así que el partido politique,[1] al llegar al poder prometiendo el fin del conflicto religioso, anunció el reinado sin control del absolutismo real.
La perjudicial regulación de la industria francesa había empezado a finales del siglo XV, cuando el rey dictó decenas de privilegios gremiales, otorgando el poder de controlar y establecer patrones de calidad en las diferentes ocupaciones a los gremios urbanos y sus funcionarios. La Corona confirió privilegios cartelizadores a los gremios gravándoles a cambio con impuestos. Una razón importante por la que Lyon había florecido durante el siglo XVI fue que se le otorgó una exención especial de la norma y las restricciones gremiales.
Al acabar el siglo XVI y las guerras de religión, seguían en vigor las viejas regulaciones, listas para aplicarse. La nueva monarquía absoluta estaba dispuesta a imponerlas y avanzar en ellas. Así, en 1581, el rey Enrique III ordenó a todos los artesanos de Francia unirse y agruparse en gremios, cuyas órdenes debían acatarse. A todos los artesanos, excepto a los parisinos y lioneses se les obligó a limitar su actividad a sus pueblos; de esa forma se acabó con la movilidad en la industria francesa. En 1597, Enrique IV reafirmó y reforzó estas leyes y procedió a aplicarlas rigurosamente.
El resultado de esta red de restricciones fue el completo perjuicio del crecimiento económico e industrial en Francia. La típica justificación de preservar los «estándares de calidad» significaba que se limitaba la competencia, la producción y las importaciones y se mantenían altos los precios. En resumen, suponía que a los consumidores no se les daba la opción de pagar menos dinero por productos de menor calidad. También crecieron los monopolios privilegiados por el estado, con efectos similares, y a los gremios y monopolios el estado les impuso crecientes y agobiantes tributos.
Las crecientes tasas de inspección de calidad también supusieron una gran carga para la economía francesa. Además, se subvencionó especialmente la producción de lujo y los beneficios de las industrias en expansión se desviaron para subvencionar a las débiles. Así que se ralentizó la acumulación de capital y se perjudicó el crecimiento de industrias prometedoras y fuertes. El subsidio y privilegio a las industrias del lujo significó quitar recursos a las innovaciones que recortaban costes en nuevas industrias de producción masiva y dárselos a áreas de artesanía de altos coste como el vidrio y los tapices.
«Una de las principales razones por las que Lyon floreció durante el siglo XVI fue que se le concedió una exención especial de las reglas y restricciones gremiales».
Las cada vez más poderosas monarquía y aristocracia francesas eran grandes consumidoras de bienes de lujo y estaban por tanto particularmente interesadas en potenciarlas y mantener su calidad. El precio no importaba mucho, pues en cualquier caso la monarquía y la nobleza vivían de impuestos obligatorios. Así, en mayo de 1665 el rey estableció privilegios monopolistas para un grupo de encajeros franceses, usando el claramente falso argumento de que se hacía para evitar «la exportación de dinero y dar empleo a la gente». Realmente se trataba de prohibir fabricar encajes a quienes no fueron los privilegiados, a cambio de altas tasas pagadas a la Corona.
Los cárteles internos son inútiles si se permite al consumidor adquirir sustitutivos más baratos en el exterior y así se fijaron aranceles proteccionistas sobre los encajes importados. Pero, según parece, abundaba el contrabando y así en 1667 el gobierno hizo más sencilla su aplicación prohibiendo todo encaje extranjero. Además, para impedir la competencia sin licencia, era necesario que la Corona Francesa prohibiera cualquier trabajo de encaje en casa y obligar a que todo trabajo de encaje se realizara en puntos de fabricación fijos y visibles. Así, como escribió el ministro de finanzas y comercio y responsable general de la economía, Jean-Baptiste Colbert, a un supervisor público de encajes: «Le ruego que advierta con cuidado que no ha de permitirse a ninguna niña trabajar en casa de sus padres y que debe obligarles a todos a ir a la casa de manufacturas».
Quizá la más importante de las numerosas restricciones mercantiles de la economía francesa impuestas en el siglo XVII fue la aplicación de estándares de «calidad» sobre la producción y el comercio. Esto tendió a significar una paralización de la economía francesa al nivel del inicio o la mitad del siglo XVII. Esa paralización coactiva perjudicó o incluso impidió en la práctica la innovación —nuevos productos, nuevas tecnologías, nuevos métodos de gestionar la producción y el intercambio— tan necesaria para el desarrollo económico e industrial.
Uno de estos ejemplos fue el telar, inventado a principios del siglo XVII, al principio utilizado principalmente para la producción de un bien de lujo, las medias de seda. Cuando los telares empezaron a usarse para productos de lana y lino de consumo relativamente masivo, los tejedores manuales rehusaron la eficiente competencia y persuadieron a Colbert, en 1680, para prohibir el uso del telar en cualquier artículo excepto la seda. Por suerte, en el caso del telar, los fabricantes de lana y lino excluidos fueron lo suficientemente poderosos políticamente como para hacer que se anulara la prohibición cuatro años después e incluirse en el sistema de ventajas proteccionista/cartelizado.
«La típica estrategia de preservar los ‘estándares de calidad’ significó que se obstaculizaba la competencia, se limitaban la producción y las importaciones y se mantenían altos los precios».
Todas estas tendencias del mercantilismo francés llegaron a su clímax en la era de Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), hasta el punto de que dio nombre al colbertismo como la encarnación más hipertrofiada del mercantilismo. Hijo de un mercader nacido en Reims, Colbert se integró muy joven en la burocracia central francesa. En 1651 había llegado a ser un importante funcionario al servicio de la Corona, y desde 1661 hasta su muerte 22 años después, Colbert fue el virtual responsable de la economía —absorbiendo oficios como la superintendencia de finanzas, de comercio y la secretaría de estado— bajo el gran Rey Sol, ese epítome del despotismo absoluto que fue Luis XIV.
Colbert se embarcó en una virtual orgía de concesiones de monopolios, subsidios al lujo y privilegios de cartelización y construyó un poderoso sistema de burocracia central, de funcionarios conocidos como intendentes, para aplicar la red de controles y regulaciones. También creó un formidable sistema de inspección, marcas y medidas para poder identificar a quienes incumplieran la detallada lista de regulaciones estatales. Los intendentes empleaban una red de espías e informadores para descubrir todas las violaciones de las restricciones cartelizadas y regulaciones. Siguiendo el modelo clásico de espías en otros lugares, también se espiaban entre sí, incluyendo a los propios intendentes.
Las sanciones por violación iban de la confiscación y la destrucción de la producción «inferior» a severas multas, escarnio público y privación de la licencia para seguir en el negocio. Tal como resumía el principal historiador del mercantilismo la aplicación en Francia: «Ninguna medida de control era considerada demasiado severa cuando servía para asegurar el mayor respeto posible por las regulaciones».2
Dos de los ejemplos más extremos de la supresión de la innovación en Francia se produjeron poco después de la muerte de Colbert durante el largo reinado de Luis XIV. La fabricación de botones había estado controlada por distintos gremios, dependiendo de los materiales usados, perteneciendo la parte más importante al gremio de cordeleros, que hacían a mano botones de cordel. En la década de 1690, los sastres y comerciantes lanzaron la innovación de tejer botones a partir del material usado en la prenda. La ira de los ineficientes fabricantes manuales de botones hizo que el estado acudiera en su defensa.
A finales de la década de 1690, se impusieron multas a la producción, venta e incluso a vestir los nuevos botones y las multas fueron aumentando continuamente. Los guardias locales del gremio llegaron a obtener el derecho a buscar en las casas de la gente y a arrestar a cualquiera que en la calle llevara los malvados e ilegales botones. Sin embargo, en pocos años, el estado y los fabricantes manuales de botones tuvieron que abandonar la lucha, pues todos en Francia usaban los nuevos botones.
Más importante en la detención del crecimiento industrial de Francia fue la desastrosa prohibición de una nueva tela muy popular, el calicó estampado. Los textiles de algodón no eran de gran importancia en ese tiempo, pero los algodones iban a ser la chispa de la Revolución Industrial en la Inglaterra del siglo XVIII. La política estrictamente implantada en Francia aseguró que los algodones no florecieran allí.
La nueva tela, el calicó estampado, empezó a importarse de la India en la década de 1660 y se hizo muy popular, útil tanto para un mercado masivo barato como para la alta costura. En consecuencia, se empezó a fabricar calicó estampado en Francia. En la década de 1680, las indignadas industrias de la lana, el paño, la seda y el lino se quejaron al unísono por la situación de «competencia injusta» de la popular novedad. Los colores estampados estaban desplazando a las telas antiguas. Así que el estado francés respondió en 1686 con la prohibición total del calicó estampado: su importación y su fabricación local.
«Literalmente, miles de franceses murieron en las luchas por el percal, ya sea al ser ejecutados por usarlo o en incursiones armadas contra los usuarios del percal».
En 1700, el gobierno francés cumplió con las expectativas: una prohibición absoluta de los calicós incluyendo su consumo. Los espías del gobierno hicieron histéricamente su agosto: «hurgando en vehículos y casa privadas e informando que la gobernanta del Marqués de Cormo y había sido vista en su ventana vestida con un calicó de fondo blanco con grandes flores rojas, casi nuevo, o que la mujer del vendedor de limonada había sido vista en su tienda con un casquin de calicó».3 Literalmente, miles de franceses murieron en las luchas por el percal, ya fuera ejecutados por llevar percal o en redadas armadas contra los usuarios de percal.
Sin embargo, los calicós eran tan populares, especialmente entre las damas francesas, que la lucha estaba al cabo perdida, incluso aunque la prohibición permaneciera en la legislación hasta finales del siglo XVIII. El contrabando de calicós simplemente no podía detenerse. Pero por supuesto era más sencillo aplicar la prohibición contra la fabricación local de calicós que contra toda la población consumidora francesa, así que el resultado de casi un siglo de prohibición fue generar un paro total a cualquier industria local de estampado de calicós en Francia. Los empresarios del calicó y los artesanos capacitados, muchos de ellos hugonotes oprimidos por el estado francés, emigraron a Holanda e Inglaterra, fortaleciendo la industria del calicó en esos países.
Además, los omnipresentes controles de salarios máximos desanimaban a los trabajadores a trasladarse o, en particular, a entrar en la industria y tendían a mantenerlos en las granjas. Los requerimientos de aprendizaje de tres o cuatro años restringían grandemente la movilidad laboral e impedían la entrada a la artesanía. Cada maestro estaba limitado a uno o dos aprendices, impidiendo así el crecimiento de cualquier empresa concreta.
Antes de Colbert, la mayoría de los ingresos franceses provenían de los impuestos, pero las cartas de monopolio proliferaron tanto durante su régimen para tratar de pagar los hinchados gastos que los ingresos por otorgamiento de monopolios llegaron a ser más de la mitad de los ingresos del estado.
Más oneroso y estrictamente aplicado fue el monopolio de la sal del gobierno. Los productores de sal estaban obligados a vender toda la sal producida a ciertos almacenes reales a precios fijos. Luego se obligaba a los consumidores a comprar sal y, para aumentar los ingresos del estado y privar a los contrabandistas de beneficios, a comprar una cantidad fija a cuatro veces el precio del libre mercado y dividirla entre los habitantes.
A pesar del enorme aumento en ingresos por otorgamiento de monopolios, también los impuestos aumentaron mucho en Francia. El impuesto de la tierra, o taille réelle, fue la principal fuente de ingresos del estado y en las primeras etapas de su régimen, Colbert trató de extender la carga del taille aún más allá. Pero el taille estaba afectado por una serie de excepciones, especialmente al incluir a toda la nobleza. Colbert intentó todo para espiar acerca de los exentos, para eliminar a los «falsos» nobles y acabar con la red de sobornos a los recaudadores. Un intento de rebajar ligeramente el taille y aumentar mucho los aides —impuestos internos indirectos en ventas al por mayor y al detalle, particularmente en bebidas— resultó un fracaso por los sobornos y la corrupción de los recaudadores. Y además estaba la gabela (impuesto a la sal), ingreso que se multiplicó por diez en términos reales entre el inicio del siglo XVI y mediados del XVII. Durante la era de Colbert, los ingresos por gabelas no subieron tanto por un aumento en los tipos fiscales como por la mayor rigidez en la aplicación de los altos impuestos existentes.
Los impuestos a la tierra y al consumo recayeron principalmente sobre los pobres y las clases medias, perjudicando seriamente el ahorro y a la inversión, especialmente, como hemos visto, en las industrias de producción masiva. El precario estado de la economía francesa puede verse en el hecho de que, en 1640, mientras el rey Carlos I de Inglaterra soportaba una revolución exitosa producida en buena medida por su imposición de altos tributos, la Corona Francesa estaba recaudando tres o cuatro veces más impuestos per cápita que el rey Carlos.
Como consecuencia de estos factores, aunque la población de Francia era seis veces la de Inglaterra durante el siglo XVI y su temprano desarrollo industrial había parecido prometedor, el absolutismo francés y el mercantilismo estrictamente aplicado pusieron a ese país fuera de la carrera por ser una nación líder en crecimiento industrial o económico.
[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith]
[1] Nota del editor: Un grupo católico que reclamaba la tolerancia hacia los hugonotes en nombre de la unidad nacional.
[2] Eli F. Heckscher, Mercantilism (1935, 2ª ed., Nueva York: Macmillan, 1955) vol. I, p. 162.
[3] Charles Woolsey Cole, French Mercantilism, 1683–1700 (Nueva York: Columbia University Press, 1943), p. 176.
[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith]
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Nota del editor: Un grupo católico que reclamaba la tolerancia hacia los hugonotes en nombre de la unidad nacional.
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Eli F. Heckscher, Mercantilism (1935, 2ª ed., Nueva York: Macmillan, 1955) vol. I, p. 162.
- 3
Charles Woolsey Cole, French Mercantilism, 1683–1700 (Nueva York: Columbia University Press, 1943), p. 176.